lunes, 24 de diciembre de 2018

SECRETO, PERIODISTAS Y JUECES


Imagino que intuirán ustedes de qué voy a escribir hoy. Es que esto del caso Cursach me trae hablando solo. No acierto a entender que se les ha pasado por la cabeza al juez y a la fiscalía en semejante trance. Quiero pensar que no ha sido por desconocimiento del derecho constitucional más elemental, o de la más básica teoría general de los derechos fundamentales, o de la doctrina universalmente aceptada sobre la libertad de expresión. Me resisto a creer que cediesen sin más y por ignorancia a la petición de la policía judicial, probablemente muy justificada en el hastío de tanta filtración que estaba perturbando gravemente el curso de las investigaciones en un asunto tan siniestro. No puede ser, porque su señoría debería saber que con arreglo a una doctrina pacífica, reiterada y muy sólida del Tribunal Europeo de Derechos Humanos cualquier violación del secreto periodístico soporta una gravísima sospecha de constituir una aún más grave intromisión en la libertad de información de los profesionales del periodismo, y por extensión, de todos los ciudadanos. Dudo mucho de que el Tribunal Constitucional, llegado el caso, contrariase esta jurisprudencia.
En efecto, así es. Y no sólo el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, también todos los tribunales constitucionales de nuestro entorno (el alemán lo acaba de reiterar en una sentencia de 2015), han sostenido rotundos que cualquier interferencia en el secreto profesional de los periodistas debe justificarse en razones de indiscutible necesidad en el seno de una sociedad democrática. Esas razones siempre se han identificado con la ineludible garantía de otros intereses, bienes o derechos fundamentales. Debe acreditarse ante el juez que es absolutamente imprescindible revelar las fuentes periodísticas porque no hay otra forma alternativa menos gravosa de proteger los derechos constitucionales de terceros. Y no sólo eso, es además necesario acreditar que el daño que se produciría en esos derechos, de no violentar el secreto periodístico, es real, inminente y desproporcionado. Si no se acreditan todos estos extremos, la decisión judicial de obligar al periodista a revelar sus fuentes de la forma que sea, directamente llamándole a declarar, o indirectamente incautándose de sus medios de trabajo (móviles, archivos, ordenador, etc.), ¡constituye una vulneración de su libertad de información de manual!
No parece que se haya acreditado nada de eso ni por la fiscalía, ni por la policía judicial, ni por el propio juez, porque el auto que decreta la incautación de los móviles y ordenadores de los periodistas en cuestión no está motivado. Lo que ya resulta el colmo, porque cualquier juez debería saber que cualquier resolución judicial –que no sea de simple impulso procesal- sin motivación, especialmente en un supuesto de evidente afectación de un derecho fundamental, es manifiestamente contraria al derecho a la tutela judicial efectiva (si no conozco las razones de la decisión, malamente me podré defender de ella) y a la libertad de información (cualquier limitación de un derecho fundamental sin motivar lo lesiona). El juez desde luego habrá podido saber quién filtraba información de las diligencias previas penales que instruía. Pero nada de lo que ha obtenido con esa actuación tiene valor probatorio porque al haberse obtenido con manifiesta vulneración de derechos fundamentales es nulo de pleno derecho y no puede emplearse en el proceso, so pena de viciarlo y provocar su nulidad (doctrina de los frutos del árbol envenenado). ¡Y encima para solventar un asunto ajeno al objeto principal de la causa! ¿Alguien da más?


(Publicado en EL COMERCIO, 23 de diciembre de 2018).

lunes, 26 de noviembre de 2018

¿Para qué queremos el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ)?



Sinceramente, para nada. La Constitución Español en su artículo 122 importó la figura del Consejo Superior de la Magistratura de la Constitución italiana. En mala hora se nos ocurrió hacerlo. En Italia el Consejo lleva envuelto en la polémica desde sus inicios. Otra tanto cabe decir del nuestro (hasta en eso copiamos a Italia).
Este órgano del Estado ha estado siempre en el centro de la polémica, especialmente por el modo de provisión de sus miembros, pues sus competencias son más bien administrativas. Como ha dicho el Tribunal Constitucional, debe distinguirse el Poder Judicial de la Administración de Justicia. El Poder Judicial lo desempeñan jueces y magistrados ejerciendo sus funciones jurisdiccionales (juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado) sujetos a un férreo estatuto personal regido por los principios de independencia, imparcialidad, inamovilidad y responsabilidad. Estas son las notas que definen a los órganos que ejercen jurisdicción en España y son ellos, jueces y magistrados, los que deben ser independientes e imparciales en el ejercicio de dicha función. La Administración de Justicia es una estructura orgánica y funcional del Estado cuya finalidad es gestionar económica y administrativamente los recursos personales y materiales al servicio del Poder Judicial.
El CGPJ se ocupa de lo segundo y no de lo primero. El CGPJ se ocupa de las necesidades organizativas del Poder Judicial, de su personal, de sus edificios e instalaciones, de sus recursos (coordinadamente con las Comunidades Autónomas que también tienen competencia en esta materia). Pero estas funciones, que aparentemente son pura burocracia, tienen una especial trascendencia. Primero, porque el correcto ejercicio de sus competencias permite que los jueces y magistrados hagan bien su trabajo. Segundo, porque le ocupa la selección de jueces y magistrados, su nombramiento y en su caso su sanción disciplinaria, lo que constituye una garantía no sólo del buen funcionamiento del Poder Judicial, sino de que funciona con arreglo a los principios inquebrantables de la independencia, imparcialidad y responsabilidad de sus miembros. Y, en tercer lugar, porque hacerlo bien tiene un valor simbólico capital. Es verdad que él no dicta sentencias, ni juzga y ni ejecuta lo juzgado. Pero si no cumple bien con esas dos tareas, daña de forma grave la imagen, siempre frágil, de la Justicia.
El primer estadio de lo que debiera un círculo virtuoso se inicia con la selección de los miembros del CGPJ. No voy a entrar en la polémica sobre si es mejor que los elijan los propios jueces y magistrados (lo que siempre me ha perecido un pelín corporativo), el Parlamento (lo que conlleva el riesgo del chalaneo partidista) o los dos a la vez (que quizá sea la fórmula más adecuada). Lo que está claro es que cuando se transmite la imagen de que la composición del CGPJ es el fruto del cambio de cromos, para además colocar a personas cuyo prestigio profesional está por ver, da igual que se designe a otros juristas de competencia indiscutible o que el CGPJ fruto de esa designación haga su trabajo de forma irreprochable. Ha nacido con mácula, y eso no hay forma de repararlo. Por eso, digo yo que, como esto no tiene remedio y lo que hace lo puede hacer el Ministerio de Justicia como en la mayoría de los países … ¿no sería mejor eliminarlo?


(Publicado en El Comercio, 25 de noviembre de 2018)

lunes, 12 de noviembre de 2018

REFLEXIONES DE UN VIEJO SOCIALDEMÓCRATA EN TIEMPOS ODIOSOS


Ahora que sabemos que el elefante está en la habitación (Lakoff), ¿qué hacemos con el elefante? Ahora que sabemos que esto de la democracia se está yendo a pique, que nos asolan los fantasmas del populismo, el nacionalismo y el enfrentamiento (un fantasma recorre Europa, decían Marx y Engels para abrir su “Manifiesto Comunista”), que Europa zozobra acosada por los nuevos bárbaros, que nos domina el vértigo de la decadencia… ¿qué vamos a hacer con ese elefante?
Ya les adelanto que no voy a dar respuesta a esa pregunta. No tengo ni idea, y creo que nadie la tiene. Pero sí me aventuro a plantearles la siguiente hipótesis. La era de las grandes y maduras democracias está tocando a su fin. No morirán de repente. Asistiremos a una lenta y penosa agonía, para ser sustituidas por democracias orgánicas de nuevo cuño dirigidas por hombre fuertes que harán política emocional sólo para las mayorías reales, que son aquellas compuestas por ciudadanos mediocres, ociosos, llenos de miedos e inseguridades, absorbido por las nuevas tecnologías y la inteligencia artificial, autistas sociales y reactivos únicamente a ideas simples e instintivas. Éste es el nuevo hombre del segundo milenio. Se acabó el sueño ilustrado de un humano racional, empático y comprometido. En realidad, nunca existió. Pero era una ficción necesaria para construir las nuevas sociedades y sus Estados, emancipados de la tiranía de la superstición y la servidumbre.
Vale. Conocemos el diagnóstico. Una y otra vez volvemos a él y lo formulamos y reformulamos. La democracia muere de éxito. Ya lo había dicho Schumpeter en los años 50 del siglo pasado, las democracias occidentales sólo conducen a sociedades ociosas y ególatras incapaces de cualquier tipo de sacrificio y alérgicas a toda responsabilidad. Este proceso conllevaba la progresiva degeneración de los sistemas educativos, el ablandamiento de todas las estructuras sociales, su permanente cuestionamiento, hasta quedar indefensos a la par que subyugados por populismos y demagogias de toda calaña que conectan de manera irracional con nuestras emociones instintivas y que se traducen políticamente en xenofobias, extremismos, nacionalismos, resentimientos, revanchismo… En fin, puro nihilismo del sálvese quien pueda negando al otro, al distinto, al que no soy yo o como yo. Detrás de las democracias de identidad y comunitaristas no hay más que exclusión y opresión al diferente, aunque prediquen lo contrario. Por eso entran en crisis los viejos partidos socialdemócratas o conservadores. No porque la socialdemocracia, el socialismo o las ideas liberales o el conservadurismo hayan tenido de dejar sentido político, sino porque la política ya no es un sistema en el que intervienen los hombres con sentido de Estado, sino el humano real y mezquino. Eso que tanto se dice, ya no hay “sentido de Estado”, no es más que el eufemismo que empleamos para decir que la política, el arte de convivir, ya no está en manos de gente cercana a la ficción del hombre ilustrado, sino a la del hombre real. Los procesos sociales ya no sirven para generar élites de decisión que se seleccionan por su mérito y capacidad (y no por su cuna o caja). Y en ese escenario ninguna idea política clásica funciona porque todas ellas presuponen la ficción del humano racional. Desde el momento en que hemos corrido el velo y reivindicamos la humanidad real y verdadera (la de seres violentos, egoístas, con una predisposición genética al nepotismo) como sujeto político, y lo que es aún peor, como agente político, la democracia está condenada.
Pero, conocido el diagnóstico, lo que toca ahora es hacer el esfuerzo de buscar un tratamiento. Seguramente ya no es posible volver al ideal de la democracia occidental clásica. Pero me da a mi que todo pasa por devolver al humano real a los confines de la vida cotidiana, y sujetarlo a sistema educativos y sociales exigentes para volver a seleccionar a los más capacitados para entender y gestionar el mundo. Rousseau sólo condujo a la anarquía; Hobbes nos llevó a la democracia.

lunes, 29 de octubre de 2018

POR QUÉ NO SOMOS PRODUCTIVOS


Pues porque protestamos mucho. Sí, protestamos mucho y nos quejamos aún más. Somos una nación de quejicas. Siempre me ha llamado la atención que en otros lugares de este planeta la gente no se queja, y cuando lo hace es con mucho fundamento. Allí cada uno está a lo suyo, se preocupa de lo común, y, lo que ahora importa, no está todo el santo día dando la matraca con quejas, protestas y reivindicaciones de toda clase. No quiero decir con ello que sea gente a la que pinchas y no tiene sangre. No son personas indolentes. Simplemente, entienden que las normas y la organización están para algo. Ojo, que no seré yo quien haga un elogio de la docilidad. Es que no se trata de ser o no ser dócil, se trata de ser responsables y maduros.
En mi modesta experiencia como docente ya sé que en uno u otro momento de la sesión habrá que hacer terapia de grupo. Hay siempre un momento en el que alguien plantea una queja, más o menos abstracta y más o menos ligada al asunto del que se está tratando, a la que de forma inmediata se suman uno tras otros los presentes haciendo a cada momento más grande la protesta. En ocasiones se llega a bordear el amotinamiento… no contra el docente (o sea, yo –menos mal-), sino contra todo en general y nada en particular. La gente de este país tenemos una predisposición genética a llevar la contraria y creer que ser un “pan-contraria” (que diría mi abuela) nos hace más dignos y honorables. Solemos tender a confundir el juicio crítico (que es cosa buena, pero, admitámoslo, resulta ser virtud de unos pocos) con la querulancia crónica. ¿Saben dónde está la diferencia? En que quien enjuicia críticamente lo hace con la razón y la cabeza, y quien se queja y protesta lo hace con las emociones y las tripas. Por eso no todo es siempre y en todo momento objeto de juicio crítico. Pero siempre hay motivos para quejarse de todo. La queja suele ser una expresión de egoísmo que en el mejor de los casos envolvemos en una supuesta conciencia social. El juicio crítico es expresión de un afán de mejora de lo que nos rodea, aunque de esa mejora resulten perjudicados nuestros intereses personales. Si se fijan, quien se queja nunca lo hace en contra de su propio interés. La queja es un desahogo incontenido y verbalizado. Y nadie se para a pensar si a los demás nos interesan sus quejas.
Es imposible ser productivos si estamos todo el día quejándonos y protestando. ¿Han pensado alguna vez sobre la cantidad de energía que malgastan quejándose? Si toda esa energía la utilizásemos para producir, ser más eficientes en nuestras labores, ser mejores y mejorar nuestro entorno personal, familiar, laboral y social, seguro que nos cantaba otro gallo. ¡Claro que hay momentos y razones para la queja! Pero ni todo momento es adecuado para hacerlo (para eso se inventaron las pausas del café en los trabajos, para poder desahogarse), ni todo puede ser objeto de queja. Cuando la queja es urbi et orbe, entonces nos hemos convertido en antisistemas, y este país tiene mucho de antisistémico (y así nos ha ido en muchas ocasiones). Es como que vivimos en una inacabable adolescencia social. Se nos va toda la fuerza por la boca. Así no hay manera de mejorar. No defiendo una productividad cuantificable únicamente en resultados económicos. Con ser importante, lo que reivindico es la productividad de la seriedad y el rigor, de hacer las cosas bien y poder destinar todas nuestras fuerzas a cumplir con lo que nos toca, sea en el hogar o en el trabajo. Ser productivo es ser capaz de hacer algo bueno y valioso. La queja sólo lleva a la esterilidad… y a la melancolía.

(Publicado en El Comercio el 28 de octubre de 2018).


lunes, 15 de octubre de 2018

ADELANTAR O NO ADELANTAR, ESA ES LA CUESTIÓN


La pregunta es si deben convocarse elecciones generales ya. El dilema político que acompañó a la insoslayable moción de censura primaveral era si se trataba de un medio para desalojar del poder a un PP hundido en sus miserias, pero con el propósito de llamar a los ciudadanos a las urnas cuanto antes para formar un gobierno salido del voto y no del reglamento parlamentario. O más bien, una carambola afortunada que ha permitido que el PSOE llegara a la Moncloa, de manera que sería un despilfarro político no aprovechar el efecto “moqueta” (subidón en los sondeos a consecuencia de la llegada al Gobierno) para, por un lado, marcar diferencias con los contrarios tratando de hacer política, aunque se sepa que probablemente no se logre nada por la debilidad parlamentaria del Gobierno; y por otro, sacar rédito de esta situación controlando los tiempos políticos y aprovechando las ventajas que desde luego ofrece gobernar.
Sean dichas de paso un par de cosas. Aquí no hay un problema de legitimidades políticas. Es tremendamente perverso y falaz afirmar como hace el PP que el Gobierno de Sánchez es ilegítimo porque no ha salido de las urnas. Democrática y constitucionalmente tan legítimo es el Gobierno resultante del triunfo de una moción de censura como el que sale de las urnas. Primero, porque es falaz que los gobiernos salgan de las urnas. De las urnas sale un Parlamento, y es éste el que elige a un Presidente del Gobierno. La misma forma de elegirlo tras unas elecciones generales es la que se emplea en la moción de censura, que es un instrumento que tiene el Parlamento para sustituir al Presidente del Gobierno que ha perdido su confianza (la que le otorgaron en su elección en la Cámara tras las elecciones) por otro candidato en el que la han depositado tras una votación que requiere la misma mayoría que la elección de Presidente en primera vuelta tras unas elecciones generales. Es el mismo Parlamento, elegido por los mismos votantes, el que decide en un caso o en otro. En segundo lugar, porque justamente por lo anterior, porque los ciudadanos no elegimos ni votamos a un Presidente, sino a un Parlamento que es el que le elige, lo relevante en un sistema parlamentario (y no presidencial) como el nuestro es que el Presidente goce de la confianza de la Cámara. Y nuestro sistema constitucional prevé tres mecanismos igual de legítimos para lograrlo: la investidura tras las elecciones generales, ganando una cuestión de confianza (porque si la pierde debe dimitir) o que otro postulante gane una moción de censura.
El problema no es de legitimidades, sino, como le afea Ciudadanos, de convocatoria de elecciones generales. Nada obliga al Presidente Sánchez a convocarlas antes del término de la legislatura en el 2020. Pero no es menos cierto que políticamente el dilema es tremendo. Imagino que los estrategas del PSOE estarán pensando que ahora conviene esperar a los resultados de las elecciones andaluzas y, en todo caso, de las locales y autonómicas de mayo de 2019. Dos buenos termómetros para saber si el PSOE sigue en su momento dulce (efecto “moqueta”) o conviene convocar antes de que las cosa se tuerzan. Todo ello aderezado en la esperanza de que el postureo político de un Gobierno con menguados, inestables e imprevisibles apoyos parlamentarios sea capaz de trasladar su propio desgaste a la oposición. El problema es que eso es muy difícil cuando haces políticas identitarias que siguen olvidando al gran centro electoral, que es el que te da la victoria. Y un año y poco más, pasa volando. Pero si esperas demasiado, te puedes estrellar, y si adelantas antes de tiempo, también te puedes estrellar. En mi humilde opinión, posponer la convocatoria no hará sino perjudicar al PSOE porque ahora aún puede sacar rédito de su bloqueo parlamentario por una oposición carca y terca, desleal para los intereses de los ciudadanos, y de su promesa de honestidad y dignidad. Pero qué va a saber un profesor de la periferia.
(publicado en EL COMERCIO el 14 de octubre de 2018)

lunes, 1 de octubre de 2018

EL PESO DEL SILENCIO


Hace unos días daban cuenta los medios de comunicación del dilema en el que estaba sumido el editor de The New Yorker. Este prestigioso semanario norteamericano celebra regularmente un foro denominado “Festival de las ideas” en el que invita a figuras relevantes de distintos ámbitos para que expongan sus opiniones ante un auditorio crítico. Uno de los invitados había sido el controvertido Steve Bannon. Cuando se dio a conocer su nombre, una ola de indignación y rechazo inundó la redacción del semanario. Las quejas, críticas, reproches, declinatorias de invitaciones de otros personajes, incluso la pérdida de suscriptores, llevaron a su editor a retirar la invitación a Bannon, con el consiguiente enfado de éste personaje pintoresco de la política americana.
El caso es que, por un lado, el asunto en su conjunto tiene una sospechosa apariencia de censura de las ideas y opiniones de una persona. Serán execrables, discutibles, perversas, inquietantes, perturbadoras… pero son opiniones que, al fin y al cabo, tiene derecho a expresar. La lógica de la libertad de expresión y su protección del libre debate de ideas, ampararía la queja de Bannon, que legítimamente se sentiría silenciado por la presión de quienes disienten de ellas y han tenido la capacidad, por su posición y su notoriedad (entre ellas la mismísima hija de Bill Clinton), de acallarle. Pero, por otro lado, las opiniones de Bannon no son nada inocentes. Es conocida su xenofobia, su homofobia, su ultranacionalismo, su conservadurismo cavernario. En fin, es un ideólogo irreverente, incómodo y perturbador. Sus ideas y opiniones han alentado a personajes como Trump (y hasta Trump terminó por prescindir de él por su extremismo) e inspira y aconseja a lo más oscuro de la política europea (Frente Nacional en Francia, o la Liga en Italia, a Orbán en Hungría). Cada vez que abre la boca, sube el pan en todo el mundo. Y uno se pregunta si es sensato darle cancha, elevarlo a los altares de las opiniones respetables dándole la palabra en los estrados de los foros de ideas más prestigiados. En cierta manera, hacerlo, es legitimar su voz corrosiva y difundirla arropada por un cierto halo de respetabilidad. Imagino que el editor del semanario fundadamente pensó que no podían ser cómplices en la propagación de su pensamiento retrógrado.
El asunto es complejo. A mi entender el editor de The New Yorker se rindió ante la presión de los políticamente correcto y del lobby de los bienintencionados, y silencio las ideas de Bannon. Pero no debe perderse de vista que lo hizo excluyéndolo de una plataforma de comunicación que es suya. En modelos constitucionales como el nuestro, al tratarse de un asunto entre particulares, apenas tendría relevancia constitucional, y, en definitiva, al Sr. Bannon se le ha sustraído un medio de difundir sus ideas (el Festival de las Ideas), que no era suyo, y su legítimo propietario (The New Yorker) tiene derecho a decidir a quién le cede o no su espacio mediático. Sin embargo, no tengo muy claro que este proceder sea el más adecuado si nos tomamos en serio la gran ficción del discurso público. Obviamente, la libertad de expresión no le inmuniza a uno de las críticas de otros. Tampoco garantiza tener un público receptivo, ni permite obligar a otros a que me escuchen. La libertad de expresión garantiza que nadie me puede imponer una opinión o impedir que opine. Pero nada más. En ese sentido al Sr. Bannon no le han vulnerado su libertad de expresión. Pero un robusto debate de las ideas, garantizado por el derecho a recibir libremente información que todos tenemos, aseguraría en cierto modo al Sr. Bannon su derecho a expresarse y decir lo que piensa, e incluso a no ser excluido de los foros de debate si estos reciben algún tipo de ayuda pública, porque otros no quieran escucharle. En realidad, lo que me preocupa es la santurronería de quienes consiguieron silenciarlo en ese foro, no mediante la sana y decidida crítica de sus opiniones participando en el dichoso foro (¡y vaya sin son censurables!), sino presionando al editor del semanario para que fuese él quien lo silenciase, a riesgo de sufrir las represalias de no hacerlo. Da qué pensar.

LA GUERRA DE LOS LAZOS


Esto tiene mala pinta. Unos ponen lazos, y otros los quitan. Al final todo este jaleo es la incubadora de un odio ya inoculado en la sociedad catalana, y tarde o temprano nos dará un disgusto. La guerra de los lazos y de las banderas ha llegado tan lejos, que, en este momento, al igual que la crisis catalana en su conjunto, no se vislumbra salida alguna, y la posible tendría muchos costes a corto plazo: mano dura con el independentismo.
Por desgracia, en política, como en tantas otras cosas, nada es blanco y negro. Por eso es tan difícil trazar una línea que nos permita distinguir lo bueno de lo malo, si no es en los extremos de la bondad o la maldad. Nadie duda de que asesinar a personas por sus ideas está mal; y que defender el derecho del disidente a expresar sus ideas en libertad está bien. A partir de estos extremos, el largo recorrido de circunstancias que nos lleva de uno a otro extremo es una escala de grises donde tomar partido es complejo y difícil. Encarcelar a los independentistas no es matarlos, naturalmente, pero ya es un gris que genera discrepancias hasta en los especialistas que más saben de ello. Tolerar que el espacio público (edificios, calles, playas, rotondas...) se llene de lazos amarillos puede ser un benévolo ejercicio de defensa de la libertad de expresión; pero igual no. Me explico.
Una cosa es que una institución pública, un ayuntamiento, el Parlamento catalán, una consejería o cualquier otra entidad pública haga suya la reivindicación simbólica que está tras los lazos y plague el edificio o las calles con ellos; y otra muy distinta es que lo haga un ciudadano normal y corriente. Las instituciones públicas no tienen libertad de expresión, por muy representativas de la ciudadanía que sean. Un pleno municipal o el Parlamento catalán no pueden distorsionar el proceso de comunicación pública empleando el espacio público para transmitir una idea que no competirá en igualdad de condiciones con otras en ese proceso y en ese espacio. En el marco de un debate de ideas y opiniones, los poderes públicos tienen el deber constitucional de ser escrupulosamente neutrales. Los ciudadanos no soportamos ese deber, y por tanto tenemos el derecho constitucional a expresar con libertad lo que pensamos, aunque moleste o inquiete a otros. En el primer caso la reacción frente al uso partidista e ideológico de los poderes públicos y del espacio público por quienes ostentan un cargo público es la que tuvo el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña ordenando la retirada inmediata de lazos y banderas de las fachadas y espacios de una institución pública si no son los establecidos por la normativa. De esta manera se garantiza la neutralidad del poder público en el debate de ideas constriñéndolo exclusivamente al uso de aquellos símbolos que representan a todos los ciudadanos y no sólo a una parte de ellos. En el segundo caso, y como recientemente ha dicho el Tribunal Constitucional Federal alemán en relación con la difusión de mensajes que negaban el Holocausto judío durante la II Guerra Mundial, el límite a la libertad de expresión, es verdad que su trazado no está exento de dificultades, debe estar en la paz que debe gobernar el debate libre de ideas. El problema no es que ciertas ideas sean repulsivas, inquietantes u ofensivas. El problema surge cuando expresarlas, bien por la forma en la que se hace, bien por las consecuencias que puede acarrear su difusión, altera la paz que debe regir el debate de ideas al provocar miedo en los interlocutores. El debate sólo es libre, abierto y plural si es un debate sin miedo. El problema con los lazos es que ahoga el debate libre de ideas, ejerce una presión e incluso una coerción sobre el disidente que le impele al silencio por miedo a arrostrar con las consecuencias de disentir. El lazo ya no es una idea, es un arma, y en España no hay un derecho a portarlas.

TIEMPO


Hay algo que me resulta especialmente llamativo de un tiempo para acá, y es el contraste que hoy existe entre lo tiempos, perdón por la redundancia, de unos y otros. Eso que algunos llaman prisa, quizá no lo sea. Quizá lo haya sido en el mundo de ayer, pero no en el de hoy. ¿Está el mundo acelerado? No, no lo creo. Lo que ocurre es que algunos andamos lentos para la vida moderna. La forma en la que percibimos el tiempo siempre ha sido una forma de medir las eras. El tiempo cíclico griego, y de otras muchas civilizaciones antiguas, porque todo está condenado a repetirse; el tiempo lineal judío, y la idea de que el tiempo es un avance hacia el juicio final. El tiempo medido por los ritmos de la naturaleza. El tiempo que luego midieron las máquinas. El tiempo como resignación ante el inexorable avance hacia la muerte. El tiempo rentable (el tiempo es oro) del capitalismo. Somos tiempo, y nada más, que decían algunos existencialistas. El tiempo es transformación, cambio, donde todo se transforma y nada se destruye, un bucle sin fin. Quédese usted con la idea que más le plazca.
Si hay algo que cada día se hace más evidente en nuestro entorno es que conviven dos tiempos. El propio del Siglo XX. Un tiempo que mide la rentabilidad humana. El tiempo es un espacio para hacer cosas, y si no las haces, malgastas el tiempo. Pero también el tiempo es un bien preciado, valiosísimo, por lo que su consumo debe ser dosificado es una cuestión moral. Hay que tratar de ralentizarlo para llegar cuanto más tarde mejor a la muerte, para ser más rentable, para ser más feliz. El empeño por detener el tiempo podría ser el slogan del Siglo XX. Por eso los ciudadanos del Siglo XX somos lentos. Andamos lentos por las aceras, por las carreteras, respondemos lentos a los mails, escribimos whatsapp como si fueran microscópicas misivas, y anhelamos unirnos al movimiento slow. Creemos a pies juntillas en las virtudes de todo lo indefinido (los contratos, el trabajo, los electrodomésticos, las relaciones de pareja, las amistades). Para nosotros el tiempo no se mide en distancia, sino en quietud. Nuestro tiempo ni es lineal, ni cíclico. El tiempo tiene un único valor, que sea indefinido (no confundir con perpetuo), esto es, que se detenga. Y a esa percepción del tiempo le damos un valor moral. Lo bueno es lo indefinido, porque es un tiempo de certezas. Por eso vivimos en crisis y deprimidos, porque nada es indefinido y todo irremediablemente es incierto. 
Sin embargo, los humanos del Siglo XXI viven el tiempo de otra manera. El tiempo pasa, y pasa rápido, y ellos lo saben y no les importa. El mundo global, que los humanos del Siglo XX vivimos con preocupación e incertidumbre, sólo significa un mundo sin espacio/tiempo, donde todo está al alcance de forma cada vez más inmediata. El tiempo ya no importa, porque importa la movilidad. Importa no parar. Nada es indefinido, ni se valora que lo sea. Quizá el movimiento slow no sea más que el anhelo de unos nostálgicos; como lo fueron los bucólicos que creían ver en la vida pastoril un antídoto frente a la premura de las incipientes urbes. Quizá seguir pensando el mundo (el trabajo, la familia, la pareja, el arraigo, la movilidad) en indefinido sólo nos traerá más depresión y ansiedad. Ya no se trata de que vivamos en tiempos impacientes, es que la paciencia no es de este mundo. Por eso no dejo de mirar con ternura esos intentos condenados al fracaso de parar la vorágine como los movimientos pro-bicicleta o el empeño en que el contrato laboral preferentemente indefinido. Solo sé que por la calle me tropiezo con personas de una edad que andan lentas porque su mundo es lento. Pero es que otros me adelantan a mí, porque mi tiempo ya es lento. Incluso si voy en bicicleta.


MIGRACIONES


¿Y si pensamos la migración de otra manera? ¿Y si tratamos de no dar una respuesta a las migraciones masivas como si estuviéramos aún en los años 50 y 60 del siglo pasado? ¿Y si repensamos la migración en términos globales, no porque la migración sea global, sino porque ya no existe un mundo compartimentado por fronteras, sino un espacio global de tránsito y flujos imparables?
Yo no sé si es cierto que el humano es naturalmente migratorio. Este tipo de afirmaciones fundadas en generalizaciones inductivas a partir de hechos sucedidos a lo largo de miles años me dejan bastante indiferente. Que nuestra historia humana está ligada a iniciales y largos períodos de nomadismo… pues probablemente sea así. Pongámonos en esa hipótesis, y aceptemos que nuestra esencia milenaria es nómada. Pero el nomadismo no es el resultado de ninguna genética, parece más bien que resulta de la lucha por la supervivencia y la búsqueda de alimento y refugio; porque en el momento en que el humano descubrió que era posible poseer alimento y refugio sin trasladarse, se hizo sedentario (y con ello, empezaron los líos –Yuval Noah Harari-). No obstante, ese nomadismo primigenio también supuso la lucha brutal por la supervivencia contra otros grupos humanos a cuyo espacio llegaban los nuevos transeúntes o se cruzaban por el camino y se disputaban un mismo espacio de subsistencia. También pudo ser posible la convivencia pacífica, y la mezcla entre especies…  Pero no cabe duda de que el nomadismo supuso confrontaciones, mezcla y una hipotética lucha de exterminación de una especie humanoide sobre otra. Todo esto, bien mirado, no es muy distinto a lo que ocurre ahora. Hoy es el nomadismo forzado por hambrunas, guerras, persecuciones, por el anhelo de una vida mejor; y también las mismas circunstancias derivadas: crisis, los enfrentamientos, el rechazo, la xenofobia, el miedo. Apenas han cambiado las causas y sus efectos. Bueno, sí. Las naciones y sus fronteras, que durante un tiempo fueron útiles para controlar el nomadismo puntual. Pero hoy, en un mundo en permanente movimiento (todos somos commuters… Zygmunt Bauman), las naciones y las fronteras sólo han agudizado los inconvenientes y silenciado las ventajas
¿Y si aceptamos que somos nómadas y que es imposible en el mundo actual impedir las migraciones? ¿Y si aprendemos de nuestro pasado? ¿Y si aceptamos que las migraciones pueden ser beneficiosas para todos? ¿Y si abordamos la migración no como un problema de cada nación, sino un asunto global que requiere una política global como se ha hecho con tantas otras cosas… un tratado internacional? ¿Y si imaginamos por un momento una manera de entender el “pueblo del Estado”, como decía la Teoría clásica del Estado, desligado de los conceptos nación-ciudadanía-frontera?
Estado, pueblo, nación, frontera… todos son ficciones, artificios jurídicos y políticos que son muy útiles para explicar y legitimar ciertas realidades. Pero profundamente perturbadoras en el mundo actual para afrontar realidades a las que habrá que dar una respuesta para que no se destruyan las grandes ventajas de aquellas ficciones: la libertad, la igualdad, la democracia… Ideas, por cierto, perfectamente globales y ajenas a los compartimentos nacionales y fronterizos. ¿Por qué no aceptamos que las migraciones son inevitables? ¿Por qué no nos afanamos en buscar instrumentos que las ordenen y las hagan humanas, que permitan tratar y ofrecer un futuro digno? ¿Por qué no creamos otros artificios jurídicos para construir una nueva ficción política?
¿Y si encargamos a los que ahora están pensando la forma en la que poner puertas al campo de las migraciones a pensar justamente cómo ordenar un mundo en el que migrar es inevitable? Ahí lo dejo.

TIEMPOS DE SOSPECHA Y FURIA


Hubo un tiempo en el que la política era un arte propio de grandes mujeres y hombres, a quienes se les podía cuestionar sus ideas y propuestas, pero nunca o en muy raras ocasiones sus personas. Las polémicas y los debates eran sobre ideas y proyectos. Debates duros y cruentos. Los medios seguían, azuzaban e incluso provocaban los líos y las trifulcas parlamentarias. La alta política era un asunto de unas señoras y unos señores muy serios y con currículos incuestionables, entreverados de periodismo ocupado y preocupado por la política y no por la vida de los políticos.

Hoy la política no es alta, es sólo fango. Los medios de comunicación se han convertido en grandes ventiladores de ese fango, cuando no sus alfareros que la producen y moldean. Hoy lo que importa es la vida del político, no la vida de la política. Hoy lo que importa es lo que ha hecho el político, o cualquiera que quiera servir en una institución pública, desde que echó el primer diente. Lo que te da la medida del servidor público ya no es su honestidad actual y presente, y su honestidad potencial, hoy lo que importa y se persigue es la honestidad sin mácula desde el día de su alumbramiento. Que nadie se equivoque. No seré yo quien diga que debemos correr un velo de ignorancia sobre el pasado del servidor público. Desde luego que importa ese pasado, y la honradez con la que lo haya vivido. Pero debemos pensar si podemos extremar esa causa general que se extiende a cualquier momento y detalle de la vida del servidor público. No se perdonan los errores, los deslices, los malos momentos por los que uno haya podido pasar. Aquel negocio fracasado o algo turbio, tratar de lograr un ahorro fiscal dentro de los márgenes de la legalidad tributaria, amistades inconvenientes o aquellos comentarios o palabras que se hicieron al calor de una vieja trifulca o en un momento de inconsciente verborrea y desahogo, lejanos en el tiempo y sin trascendencia probada. Todo sucedido en el pasado más o menos remoto de un servidor público que ni siquiera sabía que lo iba a ser en el tiempo de esos acontecidos se saca a la luz con alevosía. Tampoco seré yo quien les quite hierro a ciertos pasajes del pasado. No creo que se pueda ser Juez de la Corte Suprema si una mujer te recuerda que trataste de abusar de ella. No puede ser Ministro alguien que ha defraudado a la Hacienda Pública. No se puede confiar en el político arrogante que miente o confunde. Pero como todo en la vida, es cuestión de grado. ¿Tiene alguna importancia el valor de la tesis doctoral de un político? Que sea una birria, ¿es motivo para escarnio y razón para su dimisión? ¿Importa si se hizo o no un máster, o si se hizo por vericuetos alternativos al modo reglado? Les confieso que no lo tengo claro. No sé si esa exigencia extrema que impone al servidor público una santidad retroactiva es una expresión de higiene democrática y moral, o una psicopatología del universo político que sólo alimenta a inquisidores y macartistas.

Convendría reflexionar sobre la perversión de la sospecha absoluta y retroactiva. Su exceso ha dado poder a inquisidores que se han erigido en los que deciden quien pasa y quien no en la vida política y de servicio público. Son ellos, tenebrosos, quienes deciden quien pasa el escrutinio moral previo, de manera que quien supera la prueba no es el que resiste o no tiene nada que ocultar, sino quien se rinde a sus chantajes. Estos inquisidores, que lanzan la piedra, y esconden la mano si les interesa, envueltos en la bandera de la libertad de información, usurpan a los ciudadanos en esencial función de grandes electores de quienes deben o no ocupar el espacio público. Y de la sospecha se pasa a la furia, porque los torquemadas del milenio no discriminan, si no se pliega uno a sus exigencias, que suele haberlas, las faltas y pecados veniales y distantes, que incluso en aquel momento carecían de importancia, de los delitos y pecados capitales cercanos o actuales. Alimentamos así una furia impostada que es la ruina de alguien que hubiera podido ser valioso para lo público porque hizo cosas en su condición de persona privada y anónima, ignorante de su futuro político.



lunes, 18 de junio de 2018

EXILIO INTERIOR



Creo que no me gusta vivir en este mundo. Creo que cada día me siento más incómodo en este universo lleno de temores y angustias. Cada día menos libres, más controlados, supervisados, enjuiciados, escrutados hasta la náusea. No, no me gusta lo que estamos construyendo.
Miren que no me gusta ser apocalíptico, pero cada día que pasa más apocalíptico me parece lo que me rodea. Hemos dejado que nuestras vidas hayan sido secuestradas por los modernos savonarolas que se consideran moralmente superiores al resto, a estos bien pensantes dueños de la razón y la rectitud que nos miran con condescendencia. Han vuelto los autos de fe, las nuevas inquisiciones que te juzgan y condenan. Pero estos nuevos inquisidores ya no nos dicen lo que tenemos que hacer para salvarnos a sus ojos. Ahora hacen algo tremendamente perverso, se limitan a vigilarnos, a inocularnos el virus de la duda y de la culpabilidad.
Yo tengo una propensión a ser provocador, a ser abogado del diablo. Me cuesta sumarme a causas-rebaño, a ideas que son sólo un simple eslogan, a lo que se considera “políticamente correcto”. Pero hoy cada día, me autocensuro más, opto por el silencio, prefiero ser aburrido en mis clases, encerrarme en lo que unos llaman prudencia, y es simplemente miedo. No hay otra, porque no sé quién ni cómo, pero han inoculado en nuestra sociedad el virus de la intolerancia. Todo se malinterpreta, todo se retuerce hasta el asco. Nos estamos convirtiendo en una sociedad de intolerantes maleducados y vulgares, incapaces de admitir la disidencia, la crítica, el pensamiento que nos contraría. En realidad, siempre ha sido así en la inmensa mayoría de la gente. Lo que sucede hoy, es que se ha encontrado el instrumento que ha transformado lo que no era más que una expresión de la más honda ignorancia y analfabetismo moral y emocional, en una vindicación rígida e intolerante de una sedicente moral verdadera: la ofensa.
¡Ay, la ofensa! Es como volver al medioevo, pero con medios de comunicación y redes sociales. Esa ofensa iracunda por ver cosas que nos desagradan, por oír palabras o razones que nos inquietan. Hubo una época en la que esos miedos y agravios recibían la firme respuesta de la libertad; hoy es la ofensa y el agravio. De la libertad de hacer y decir. De la libertad de no ver lo que nos desagrada o no oír lo que nos perturba o contraría. Nadie nos obliga a ver lo que nos asquea, u oír lo que no queremos oír. Esa es nuestra libertad; tan sagrada como la de aquél que hace o dice lo que nos desagrada. No podemos exigirle que deje de hacerlo; pero él tampoco nos puede imponer el deber de soportarlo. Todo se resuelve con darnos la vuelta y no acudir a ese espectáculo, no leer ese libro o no asistir a esa conferencia o clase. El problema es que de un tiempo para acá lo irrelevante se ha hecho ofensa, la libertad ha sido sustituido por la sensibilidad moral o emocional del colectivo que más vocifera o intimida. El problema es que aquel asunto de libertades encontradas pero compatibles, se ha convertido en un problema de agravios. Así se explican condenas desproporcionadas para con ciertos ejercicios de simple y mera libertad de expresión; o la cada día más no por sutil menos intensa censura a todo lo que no es políticamente correcto.
Yo ya no me atrevo a provocar el pensamiento crítico en mis clases por si ofendo a alguien; ya no me atrevo a defender determinadas ideas, por muy razonadas y argumentadas que pueda expresarlas, porque temo una causa general contra mí y los míos; ya no me atrevo a llamar a los negros, negros, o los enanos, enanos, y a los minusválidos, minusválidos; ya no sé mirara a una persona con parkinson; ya no sé cómo dirigirme a una mujer, cómo mirarla o hablarle. Ya no sé cómo no ofender a quien vive en el chantaje permanente del agravio. Ya no sé vivir libre y sin miedo. 

(Publicado en El Comercio el 17 de junio de 2018)

lunes, 4 de junio de 2018

DE FANATICOS, MEDIOCRES Y EUROPA



Primera idea. ¿Cómo es posible que haya triunfado el fanatismo en el mundo global? Pues porque el fanatismo es un acogedor refugio ante un mundo lleno de miedos e incertidumbres. La babayada global se ha impuesto, y con ella el fanático que considera que llamar a las cosas por su nombre es un trato indigno. El fanático ha conseguido imponer su lógica del miedo. Hay cosas de las que ya no me atrevo a opinar, porque sé que seré desollado vivo; y ciertos gestos que me cuido mucho de hacer porque en esta sociedad de la sospecha patológica y enfermiza sólo servirán para ser malinterpretados, y de nuevo desollado vivo. El fanatismo hoy se ha disfrazado de corrección política, de populismo moralizante, de indignación impostada, de cínica empatía, y, sobre todo, de “exigencia de democracia”, esa palabra fetiche del fanático posmoderno. El fanático ya no es sólo el que defiende con ira y sin estudio las ideas propias con desprecio de las ajenas. El fanático en realidad no sabe en lo que cree; simplemente es fanático en todo. El fanático hoy es un sujeto que se cree moralmente superior a los demás, que los juzga implacable y despiadadamente, que no cree que el otro esté equivocado, sino, lisa y llanamente, cree que el otro es un ser superfluo. El fanatismo ya no necesita una idea que defender, es en sí mismo un acto: negar, despreciar y vejar a todo aquel que ose no hacer las cosas como él cree que deben ser.
Segunda idea. Hemos dejado que el fanatismo se extiende a todo porque hemos dejado que la mediocridad todo lo inunde. Siempre hubo mediocres, pero los mecanismos sociales, para bien o para mal, confinaban la mediocridad a espacios sociales en los que su presencia no era tóxica. Probablemente porque consciente o inconscientemente se respetaba la autoridad del que no lo era, y los sistemas de ascenso y promoción vital y social estaban ajustados al mérito y capacidad de cada quien. Pero alguien demolió esos mecanismos, y bajo la meliflua condescendencia con el mediocre, no por serlo, sino para con su anhelo por ocupar y desplazar a quien no lo era hemos dejado que venzan e imperen. La mediocridad es excluyente, rencorosa y revanchista. El mediocre siempre se siente agraviado y despreciado. Por eso la mediocridad es el mejor caldo para cultivar el fanatismo. El mediocre carece de sentido crítico y autocrítico, nunca sabe estar. Para él la diferencia y la discrepancia es un agravio. El mediocre es totalitario y por ende fanático. El día que a un mediocre no le dejamos claro dónde estaba su lugar, todo empezó a ir mal.
Tercera idea. ¿Quieren un ejemplo claro de la era de la mediocridad fanática? Pues giren su mirada al caso catalán y a nuestros colegas europeos. Un gobierno mediocre ha permitido que la crisis catalana se nos fuera de las manos, y ahora esa nave la comandan otros mediocres. El independentismo ha conseguido internacionalizar el problema. Y los miopes burócratas de la Unión Europea, otros mediocres, no han sabido ver lo que se venía encima. La elección por los fugados de Bélgica y Alemania no es casual. La primera tiene un gravísimo problema con dos comunidades enfrentadas. Si ha habido una decisión judicial “política” ha sido la del juez belga, porque allí cualquier decisión en relación con un conflicto territorial es una bomba relojería para la frágil estabilidad social belga. El caso Alemán es el de una judicatura insumisa a Europa. A los jueces alemanes les importa un pito la normativa europea de la euro-orden de detención porque ellos siguen en el esquema nacional de la extradición, y se veía venir que no ejecutarían la euro-orden. Todo esto no pone si no de manifiesto la endeblez de la Unión Europea y su desamparo ante cualquier pequeño torbellino. Al final va a resultar que la crisis catalana puede terminar convirtiéndose en la espoleta que detone la implosión de la Unión Europea. Tiempo al tiempo.

(Publicado en El Comercio el 27 de mayo de 2018)

QUIEN RESISTE, VENCE... (O NO)



La vida parlamentaria no deja de sorprenderme. Como tampoco la ceguera que a veces rodea al poder. Resulta que tras las tribulaciones de dos elecciones generales sucesivas (2015 y 2016), una tremenda crisis institucional en el seno del PSOE, una investidura fallida de Sánchez, una convulsa investidura de Rajoy, una legislatura zozobrante y un lío secesionista en Cataluña de muchos bemoles, Sánchez termina siendo Presidente. ¡Qué cosas se pueden ver en política!
Dijo Cela en su momento que en este país quien resiste, vence. Y probablemente así es. Pero en el caso que nos ocupa, la resistencia ha servido para alcanzar dos resultados bien distintos. Hace un tiempo había dicho que Rajoy era un presidente derrotado y Sánchez un derrotado presidente. Con este juego de palabras quería referir a la chocante situación en la que el ganador de unas elecciones generales no lograba ser presidente, y, sin embargo, Sánchez que había perdido las elecciones, podía serlo. Las cosas no le salieron bien a Sánchez, que tras ese tropiezo cayó en desgracia porque, además de cosechar dos derrotas consecutivas del PSOE en las urnas, le echaban de la dirección del partido. Pero Sánchez resistió. Ideas y talante de estadista no sé si tendrá, pero, desde luego, tenacidad y tesón sí que tiene. Resistió y venció. No dimitió tras ninguna de los reveses electorales, como hicieron los secretarios generales del PSOE que le precedieron, y aguantó el tirón de su destitución dando la batalla interna y alzándose finalmente con la victoria. Y ahora, ¡presidente! Cuando ni siquiera era diputado. Pero el otro que jugó a resistir fue Rajoy. Sin embargo, aquí la resistencia fue su final. Resistió y perdió. La diferencia entre uno y otro fue el propósito. Sánchez quería ganar y aprovecho la circunstancia. La moción era inevitable. La oposición no podía permanecer inerme ante la sentencia Gürtel (la primera de una larga serie que aventuro terrible para el PP), y Sánchez asumió el papel de líder de una reacción parlamentaria ineludible. Rajoy siguió creyendo que los problemas se resuelven solos, y que la inacción negatoria de todo le bastaba. Ese andar sin moverse terminó en tropezón. Resistir por resistir y sólo por resistir no lleva a la victoria. Lo que me asombra es que a nadie en el PP se le haya ocurrido que tras la sentencia Gürtel había que tomar la iniciativa. Rajoy hubiera podido salir al ruedo político, asumir el contenido de la sentencia (y no atacar a los jueces), cortar unas cuantas cabezas (y no la de los jueces y la de la oposición) y plantear una cuestión de confianza (para lo que sólo necesita de mayoría simple), sabedor que tenía amarrado al PNV con la desactivación del art. 155 en Cataluña y un aguinaldo pistonudo en unos presupuestos aprobados. Sin embargo, optó una vez más por sentarse y esperar. Para rematar la torpeza, ofende al Parlamento ausentándose en la jornada vespertina de la moción de censura y se presenta una hora tarde en la tercera sesión para subir a la tribuna y despedirse. Peor no se pudo hacer.
Sánchez no la va a tener nada fácil. Veremos cuál es su plan, porque tendrá que decidir si quiere gobernar o sólo gestionar el día a día, lo que a su vez está ligado a si convoca elecciones para tratar de ganar en las urnas lo que ha ganado en el Congreso o si agota la legislatura. La decisión no es fácil, porque adelantar elecciones y gestionar el día a día puede ser no suficiente para mejorar sus resultados electorales. Pero aguantar dos años contra viento y marea, objeto del pim pam pum parlamentario, puede llevarlo a la irrelevancia electoral. ¿Pactará con Unidos Podemos? Pues él verá, porque me da la nariz que esa jugada, que llevará la tensión parlamentaria a la gubernamental, no hará más que desgastarle más. Y mientras el PP implosionará en la lucha cainita por la sucesión. Lo paradójico de todo es que al final Ciudadanos, que le viene bien un adelanto electoral (así tiene menos tiempo para meter la pata y una excusa para presionar al PSOE sin presentar un programa de gobierno alternativo), puede ser el gran beneficiado de este lío. A río revuelto, ganancia de pescadores. Ahí lo dejo.     


(Publicado en El Comercio el 3 de junio de 2018)

lunes, 7 de mayo de 2018

LO QUE CUESTA INVESTIGAR


Se ha montado un cierto revuelo con ocasión del anuncio de la Unión Europea según el cual la labor científica que sea financiada con fondos europeos debe ser accesible a cualquiera. El sector de la edición científica se ha puesto patas arriba porque ésta sana medida lamina su negocio. A alguien se le ocurrió en un momento determinado que, si la reputación de un científico se podía medir por el impacto de sus publicaciones, es decir, por cuántos las leían y las citaban, ¿por qué no cobrar al científico que quisiese publicar en esas revistas o editoriales? Tener reconocimiento académico tiene un precio. Si a eso le unimos que muchas disciplinas científicas son universales (el genoma es el mismo aquí que en China) y que en esos campos existe una comunidad científica global que para comunicarse han elegido dos idiomas comunes: el inglés y el matemático, ¿por qué no cobrar globalmente? Y para rematar, ¿por qué no nos inventamos unas agencias de calificación, como las que evalúan el riesgo económico de los países, que establezcan los rankings de las publicaciones más prestigiosas donde todo el que quiera ser alguien en la ciencia debe publicar en ellas para lograrlo? Todo junto, gloria. Un gran y boyante negocio editorial que tengo para mí que ha corrompido en alguna medida el discurrir natural de la ciencia, a lo que han contribuido nuestras respectivas agencias evaluadoras de la calidad del trabajo científico que están, creo yo, un poco (si no mucho) deslumbradas por los rankings y los impactos. Incluso hay factores que te colocan en el ranking científico. Uno de ellos es el facto “H”, que se han inventado unos señores, no se sabe de dónde y que yo sigo sin entender. Pero que cada día se usa más para encasillarte y hacerte merecedor de proyectos de investigación. En fin, no tenía yo bastante con el punto g, y ahora resulta que el tema era tener un factor h.
Las ciencias blandas, que nos habíamos librado en buena medida de ese corsé, nos vemos cada vez más abocados a funcionar como nuestros colegas de las duras. En mi ámbito, el Derecho Constitucional, un saber sólo relativamente global, cada vez se impone más como criterio superior de evaluación de la calidad de nuestros trabajos, que se publiquen en habla inglesa. Lo paradójico de esto es que lo que se ha convertido en sello de calidad de un trabajo en mi campo es que esté escrito en inglés, como si hacerlo ya hiciera bueno lo que dices, y no la altura y rigor de lo escrito. Vaya, que lo que prima es que usted sepa escribir en inglés o tenga dinero para que se lo traduzcan, aunque lo que diga no valga para nada. Si además resulta que, si pagas, te lo publican, la consecuencia es que sólo los ricos por casa podrán hacer Derecho Constitucional. Tengan en cuenta que un trabajo científico de las ciencias duras suele ser breve y con apenas texto y sí mucha matemática y mucho gráfico, que no hay que traducir. Un trabajo de Derecho Constitucional tiene entre 20 o 30 folios, está lleno de notas a pie de página, y no hay un solo momento de respiro para el lenguaje. A eso súmenle que en especialidades como la mía el lenguaje importa. Quiero decir, los matices, los giros idiomáticos, las expresiones, los estilos, los modos de expresión de cada tradición jurídica son esenciales. Por mucho que uno sepa inglés, yo no me atrevería a publicar en ese idioma; y cuando media un traductor, aunque sea especializado, los problemas no son menores. O sea, que a mí me parece estupenda la decisión de la Unión Europea de que todo trabajo científico financiado o que resulte de un proyecto financiado con dinero de la Unión, o sea de todos, debe publicarse y difundirse libre y abiertamente. La ciencia, dura y blanda, es de todos, no sólo de quien se la pueda permitir (y sepa inglés).

LA MANADA


No les va a gustar lo que voy a escribir a continuación. No les va a gustar porque no voy a aplaudir ni a jalear a las turbas, ni a los penalistas de twitter, ni a los medios de comunicación irresponsables e incendiarios, ni a los políticos oportunistas. De todo este lío de la Manada al final me queda un vértigo terrible, y es que hemos vuelto a la justicia de las turbamultas, a las masas en la calle enloquecidas haciendo “justicia” y persiguiendo a los que alguien señala como causa de todos los males. Esta vez les ha tocado a tres magistrados de una Audiencia Provincial por haber hecho bien su trabajo. Sí, sí, como lo oyen, por hacer bien su trabajo. Guste o no guste, se discrepe o no de la sentencia. ¿Usted ha leído la sentencia? Pues mire, yo sí. Y tengo que decirle que el esfuerzo de sus señorías en argumentar y razonar la condena firme y sin paliativos a esos cinco mamarrachos es ímprobo. No lo es menos el voto particular a pesar de sus muy discutibles conclusiones. Pero alguien tendrá que decirlo, alguien tendrá que defender el trabajo impecable de tres jueces en un caso dificilísimo y tremendamente enrarecido, porque desde el minuto uno la mayoría de los medios de comunicación no hicieron más que alimentar el fuego de una rabia y un estupor, comprensibles y justificados, para terminar en convertirlos en una ola de odio irracional dirigida además al sujeto equivocado… porque lo curioso es que las hordas rompen cordones de seguridad para atacar a los jueces, pero no para cargar sobre la gentuza que le ha jodido la vida a una niña de 18 años, y a saber a cuántas más. Ojo, que no estoy diciendo que se debió hacer. Sólo digo que es triste que este país, que se ha convertido en una manifestación compulsiva permanente, haya perdido el norte de esta manera.
No voy a entrar en el análisis técnico de la sentencia, porque eso lo han hecho otros más autorizados. No soy penalista. Me limitaré a recordarles que a estos indeseables se les ha condenado. ¿Poco? Pues probablemente sí. Pero están condenados. Que no les engañen las palabras. El “abuso” sexual es un grado de la forma en la que el legislador penal ha definido la violación. Probablemente el origen del lío está ahí precisamente, en la forma tan engorrosa y torpe de punirla, que se ha hecho con ojos de hombre y no de mujer, para la que intimidación o violentar significan otra cosa. A estos tipejos se les condena por violar a esta chica; aunque no se hace en la forma más grave posible, es cierto. Pero tampoco se les exonera, ni se les justifica, ni se les absuelve, ni se les excusa. La sentencia es exquisita en el trato con la víctima, a la que en ningún momento se la menosprecia o se le imputa ninguna acción provocadora o incitadora. La sentencia cree a la mujer, y es implacable con estos cinco descabezados. No les da tregua. Pero como nadie se ha leído la sentencia….
Yo acuso. Acuso a los legisladores que creen que hacer leyes en una democracia es ir a golpe de turba, que ellos mismos por querer rizar el rizo han definido los tipos penales de agresión sexual de una manera tan compleja y liosa que de esos polvos tenemos estos lodos; que no entienden la lógica de la mujer en tipos penales como éstos; que siguen obsesionados con el consentimiento y la fuerza. Acuso a unos medios de comunicación que ahora ponen nombre a los jueces y tribuales; que no entienden la complejidad de un proceso penal de estas características; que no se limitan a hacer crónica judicial, sino que toman partido –aunque no lo sepan-. Acuso a todos esos opinadores y opinadoras que reclaman siempre sangre y que todo lo resuelven con la guillotina en la calle. En casos terribles como éste es muy fácil encender el fuego de la justicia popular, pero muy difícil reparar el daño que se hace, y que nos hacemos a todos.
El problema es que nada de eso ayuda a esta mujer que ha sido víctima de cinco energúmenos. Son ellos los malos de esta película, y así ha quedado probado en el juicio. Son ellos y nos los jueces los que deben penar. Ahora, piensen siquiera dos segundos sobre esto. ¿Qué clase de sociedad tenemos cuando producimos gentuza así, que además son guardias civiles o militares? Denle una vuelta, y sigamos jaleando desfases como los “San Fermines”.
PUBLICADO EN ELCOMERCIO 29 DE ABRIL DE 2018

martes, 10 de abril de 2018

La prisión permanente revisable. La ley del talió 2.0



Les aseguro que me es tremendamente difícil mantener separadas mi condición humana de padre y persona de la profesional del Derecho Constitucional en un asunto tan emotivo como éste. Me encoge el corazón y me angustia ver a esos padres y familiares desgarrados por la barbarie de alguien que ha acabado salvajemente con su ser querido. Es difícil no comprender que su grito sea que se pudran en la cárcel. Yo lo daría. Pero el Derecho Penal no sólo está para castigar, también para corregir mediante la educación y la inserción. Este es el problema que plantea la pena de prisión permanente revisable, instaurada el año 2015 en nuestro sistema penal, saber si es una simple manifestación de la ley del talión o permite la resocialización efectiva del penado. Es cierto que en nuestro entorno se prevén penas similares. Nuestra diferencia es la manera en la que el Código Penal español regula el cuándo y el cómo de la revisión de la prisión permanente. Y ésta es la clave del asunto porque el Tribunal Europeo de Derechos Humanos no ha tenido inconveniente en considerar conforme con el Convenio Europeo de Derechos Humanos, que proscribe las penas injustas y desproporcionadas, las cadenas perpetuas siempre que puedan ser revisables en un plazo razonable (el límite parece que está justo en los 25 años), y si su regulación permite al condenado, primero, saber con certeza qué debe hacer para que su condena se revise, y, en segundo lugar, si a la vista de la regulación de la revisión de su pena puede tener una expectativa cierta de puesta en libertad futura (Casos Vinter de 9 de julio de 2013 y Hutchinson de 3 de febrero de 2015).


Aquí hay dos mundos. Aquel en el que el sistema penal sólo, o primordialmente, busca castigar al culpable, hacerle pagar por lo hecho y que esto le sirva de escarmiento, a él y a otros. Esta idea retributiva de la pena es muy dada a la manipulación populista. Es muy fácil lanzar soflamas y que cualquiera se sienta reconfortado pensando que los malos son castigados, y que sólo unos pocos, los redimidos, podrán salvarse. Quizá por eso, por ese evidente riesgo de manipulación, nuestro Constituyente, que tonto no debía ser a pesar del revisionismo tan en boga, decidió que cómo y cuánto castigar no se dejase a las iniciativas legislativas populares (art. 87 CE). Parece que nuestros padres fundadores tenían claro que no es la ira popular, tan fácil de prender y tan difícil de apagar, la que debe regir la voluntad del legislador penal. No voy a hondar en los numerosos estudios que apuntan la inutilidad reeducadora o disuasoria de la pena de muerte o la cadena perpetua. No deja de llamar la atención la casi total ausencia (o al menos yo no los conozco) de estudios serios y rigurosos que avalen la utilidad, siquiera disuasoria, de semejantes condenas penales. No las disfracemos, son pura venganza. Quien la hace, la paga. Simple y llanamente. Pero hay otra visión. La pena de muerte o la cadena perpetua no sirven de nada. Ni devuelven al ser querido, ni reparan el dolor y el daño sufrido, ni disuade de la comisión de atrocidades semejantes. Por lo tanto, son inútiles social y penalmente. Porque las penas buscan, naturalmente, castigar a quien infringe el ordenamiento. Pero también reeducar al condenado y darle la posibilidad de insertarse socialmente. Delinquir debe ser castigado. Pero nada resolvemos dejando que se pudran en la cárcel. La sociedad debe esforzarse en darle la oportunidad de tener una vida dentro de la ley.
Al margen de ese debate y la forma en la que se debe entender el cumplimiento de las penas (y del uso electoralista que hacen algunos partidos de este asunto), de lo que no tengo dudas es de que el art. 25 CE prohíbe cualquier pena que no esté dirigida a la resocialización del condenado. Nos puede gustar más o menos, pero así es. Y tengo muchas dudas, tanto de la propia constitucionalidad de la cadena perpetua, aunque sea revisable, como de la forma en la que el legislador penal español ha diseñado esa revisión, aun aceptando la hipotética constitucionalidad de la prisión permanente. El Tribunal Constitucional español nunca se ha pronunciado sobre este asunto (ni otro similar) y tiene pendiente el recurso de inconstitucionalidad interpuesto contra la prisión permanente revisable. Pero es cierto que el TC ha exigido que también las penas deben tener una duración determinada y precisa, e indudablemente dirigidas a la resocialización del condenado por mandato del artículo 25 CE (STC 129/2006).
Esta es para mí la clave. Poco importa el debate ético, social, filosófico o crimanilístico; lo que resulta indiscutible es que el artículo 25.2 CE establece de tajante que “Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social”. Dejando incluso a un lado la condición de “inhumana” que pueda tener la cadena perpetua, por muy revisable que sea, lo que está claro es que la CE exige que toda pena esté dirigida a la resocialización del condenado. El problema es que esa resocialización resulta improbable si la expectativa de libertad del condenado es incierta. Sin una firme esperanza en la revisión, es difícil esperar de un condenado la paciencia y esfuerzo que exige trabajar por su reinserción durante un número nada desdeñable de años.  El juez no tiene criterios objetivos y reglados que emplear para la revisión, dejando la ley demasiados flecos al subjetivo criterio de su señoría que debe medir la peligrosidad latente del condenado sin asideros objetivos y mensurables. Lo que supone una presión terrible sobre los jueces cuyo juicio se verá interferido por el dilema de tener que tomar decisiones impopulares y desgarradores Al penado poco le va a consolar la ilusión de una posible revisión de su condena a perpetuidad transcurridos mínimo 25 años, sin en ella son tantos los factores incontrolables y ajenos a su voluntad que condicionan la decisión del juez. Así las cosas, me cuesta un enorme esfuerzo concluir que la prisión permanente revisable del vigente Código penal cumpla con las exigencias Constitucionales.
 (Publicado en El Comercio el 29 de abril de 2018)

lunes, 9 de abril de 2018

MI REINO POR MÁSTER


Me asombra que alguien se haya jugado su carrera política por un máster universitario. ¡Qué disparate tan grande! Y la Universidad en mitad del lío. Nunca un máster ha valido tanto.
No me parece ilógico que una política dedicada a la gestión autonómica quiera completar su formación haciendo un máster justo sobre lo que es objeto de su trabajo. Lo extraño es que haya sacado tiempo en su ajetreada vida política para hacer un máster universitario. Una de dos, o el máster no vale para nada y lo regalan, o el máster es serio, y lo que ha querido la protagonista (y parece que ha conseguido) es utilizar los atajos. El problema de los atajos es que siempre hay un amigo de un amigo que tiene un conocido que en una cena con otros colegas dice que sabe no sé qué cosa, que luego se convierte en fuego amigo. Porque esto siempre es cosa del fuego amigo. No lo duden. La interfecta apuntaba maneras a llegar muy lejos en el PP, y sus adversarios (¿o enemigos?) en el PP han decidido darle caña. Y la pillaron en un marrón porque alguien ha sido indiscreto, porque sin esa indiscreción casi casi seguro que nunca se hubiese sabido nada y la aspirante habría lucido un título máster (aparentemente) por la cara.
Esto es como los cuernos, siempre es cosa de tres (o de cuatro): el cornudo, el corneado y el colaborador necesario en la cornada. Aquí también hay tres, un indiscreto, un político que humilla a la Universidad creyendo que los másteres se regalan, y un irresponsable que entra en el juego y además arruina la vida de unos cuantos. Es que me imagino la escena. En un ágape cualquiera coinciden unos y otros, y surge la peregrina idea de que por qué no iba a hacer la lideresa un máster como ése, que además ya se organizaría la cosa para que no le exigiese más dedicación de la necesaria (o sea, ninguna)… y, además, quién iba a saber más del asunto que ella que está en la pomada. Con lo que una vez más asistimos a ese acto que cada día se hace tan frecuente en nuestra España de marras que es el despreciar el saber y sobre todo el universitario. Al final, lo que interesaba era completar el currículum de la protagonista con un máster (que en algún despacho oscuro estará redactando del machaca de turno) en el que sería fácil apañarlo para que luciera en la primera línea de su historial con el mínimo esfuerzo y lo de menos era el interés en aprender. Tomada la decisión, las cosas transcurren con naturalidad hasta que la final, probablemente, nunca terminó el máster de marras pero lo exhibía en su currícula. Y de pronto alguien de su bando señala que tiene dudas de que en efecto lo tenga, alguien conoce a alguien, lo comprueban y…. ¡el escándalo está servido!
Al final esto conduce a la melancolía. De un lado, esa clase política que no tiene currículum que exhibir porque no han hecho otra cosa en su vida que dedicarse a la política (que no es lo mismo que hacer política). Y claro, llegan a una edad y a un estatus que exige tener algo en el historial, y es así cómo nace la fiebre del máster (o de un título, a secas). Siempre hay un guay, a la espera del premio por el favor (que en muchos casos simplemente es una imaginación del secuaz), que les facilita el camino, hasta que alguien señala con el dedo, y se desata la tormenta. Vergonzoso sin paliativos. De otro lado, la estulticia de la clase política española. En otros lares, al mínimo marrón que te sacan, dimites. Sin más, sin líos, rápido y doloroso, pero inmediato. No se atrincheran, ni apelan a la presunción de inocencia, ni se aferran al sillón… No, dimiten porque además es la mejor manera de defender su inocencia, si es que son inocentes. Ejemplos hay… Pero más allá de los Pirineos. Pero aquí siempre se hace honor a las palabras de Camilo José Cela (que en realidad se lo decía a sí mismo porque él era un claro ejemplo): en este país quien resiste, gana. Lo de menos es que en la resistencia se pierda la dignidad y el honor. En fin ¡país! Que decía nuestro añorado Forges.


(PUBLICADO EN EL COMERCIO, 8 DE ABRIL DE 2018)

lunes, 26 de marzo de 2018

LA ADMINISTRACIÓN ENCORSETADA



No he podido evitar reparar estos días en una noticia que me ha resultado especialmente llamativa. El Tribunal Superior de Justicia de Asturias ha anulado la concreta forma de provisión futura del personal de la Sindicatura de Cuentas, que no los puestos actuales, como en algún sitio se ha dicho, porque, según parece, no había justificado por qué es mejor acudir al sistema de concurso “específico” y no a uno “normal”. A mí esto, la verdad, me sonó a rizar el rizo, y acudí presto a la sentencia de marras.
El primer asombro fue que en realidad el sindicato recurrente no gana ni en los penaltis. Lo que el Tribunal le reprocha a la Sindicatura es que no ha justificado por qué ha querido ser más exigente para esos puestos. Les explico, hay tres formas de ingresar en cualquier Administración pública (dejo a un lado la libre designación), que son las que aseguran que se hace por mérito y capacidad. Vaya, que se ingresa porque se está preparado para el puesto que se opta y no por enchufe; lo que, además de ser una exigencia constitucional, es una incuestionable garantía de profesionalidad, honestidad y objetividad en el quehacer de la Administración al servicio del común. Obviamente, cuanta mayor es la responsabilidad e importancia del puesto, mayor debe ser la exigencia para su provisión; esto es de cajón. La forma ordinaria es ingresar mediante oposición, o sea, haciendo un examen. La siguiente y que se emplea para ciertos puestos, es el concurso-oposición (un examen más la valoración de la experiencia y méritos previos que acrediten los candidatos), y finalmente el concurso (valorando sólo esos méritos y experiencia, y que suele emplearse para seleccionar a quienes ya han hecho una oposición antes para otro puesto). Dentro del concurso está el “normal”, donde se valoran los méritos que se tiene con arreglo a un baremo previamente conocido por los interesados; o el “específico”, en el que se valora la acreditación de unos méritos concretos y especiales con el objeto de que los candidatos acrediten, además de su experiencia, su capacidad y aptitud para desempeñar el puesto. Este suele ser el sistema que se emplea para aquéllos que o por su responsabilidad o por su complejidad técnica aconsejan ese plus de exigencia. Bueno, pues resulta que el Tribunal le reprocha a la Sindicatura que para esos puestos objeto de impugnación (todos evidentemente complejos en lo técnico y muy delicados en su desempeño porque se trata justo de los que auditan y escudriñan las cuentas públicas) se ha puesto estupenda y les exige en exceso, porque además de acreditar sus méritos y experiencia “previa” (concurso “normal”), deben presentar una “memoria” y realizar una “entrevista”. Por cierto, dos pruebas previstas en la ley y, lógicamente, iban a ser realizadas por una comisión de valoración independiente, nunca por el Síndico Mayor.
¡Hombre! Tengo para mí que el Tribunal se nos ha puesto un punto exquisito. No se ven dedos ungidores, ni enchufes por ningún lado. Nada ha perturbado el criterio de mérito y capacidad en el reclutamiento de ese personal. Es más, lo que ha hecho la Sindicatura es ser muy exigente en las pruebas a superar porque no bastaba con ser baremado, además había que demostrar destreza y capacidad para desempeñar unos puestos que a nadie se le escapa su muy especial dificultad y responsabilidad. Exigir la justificación de lo obvio, sobre todo cuando resulta evidente del conjunto del expediente a la vista tan sólo de lo dicho en los antecedentes de la sentencia, se me antoja un formalismo enervante. El problema de estas resoluciones judiciales es que se quedan en el bulto y no se detienen en comprobar si la actuación administrativa ha respetado lo que realmente importa, seleccionar a los mejores para realizar las tareas más delicadas y complejas. Me preocuparía que ese rigor se aplicase a la selección de unos ordenanzas, por desproporcionado. Pero no creo que lo sea en el caso de quienes van a venir a revolver en mis cuentas y a decidir si lo hago bien o a los que van a resolver si debo ir a la cárcel por corrupto y ladrón. Dejo para otro momento la confusión entre la especificidad del concurso y la especificidad de las pruebas empleadas en el concurso, porque lo singular en este caso es que las pruebas exigidas para acreditar el mérito y la capacidad han ido más allá de la mera baremación de un currículum.
Me alarma que nuestras señorías castiguen a una Administración por ser exigente, apelando a un argumento como es el de la “motivación” (cuando en otras ocasiones no han tenido reparos en considerar que esa motivación resultaba del propio expediente, véase si no el de la cesada Secretaria del Ayuntamiento de Gijón). Hace tiempo hablé de la Administración secuestrada, y hoy les hablo de la administración encorsetada por lo que bien podría calificarse de un exceso de formalismo. Te castigan no por hacer las cosas mal, sino por querer hacerlas demasiado bien. Esto nos lo tenemos que mirar.

(publicado en EL COMERCIO el 25 de marzo de 2018)


lunes, 12 de marzo de 2018

DIGNIDAD Y RESPETO


Decía Fernando de los Ríos que los realmente revolucionario en España es el respeto. Pasado el tiempo creo que así es. Algo nos pasa en este país porque llevamos muy mal eso de respetar al otro. Somos más de descalificar, desacreditar, despreciar y hasta ningunear. Es normal que así sea en un país con una profunda vocación anarquista. Ya lo había observado Pritchett, somos una nación de anarquistas. Tenemos una renuencia genética a seguir las normas, incluso las que nos imponemos nosotros mismos. Aquí lo propio lo resumen estos dichos tan patrios y que dejan atónitos a los extranjeros; aquello de “quien hace la ley, hace la trampa”, y, ya para coronarse, “la ley se obedece, pero no se cumple”. Somos así, no hay remedio. Incapaces en lo más hondo para entender que una sociedad es civilizada porque tiene normas y además se cumplen. Ya oigo las voces de aquellos que objetarán con qué ocurre si la norma es injusta, o errónea, o… En realidad, quien opone semejantes objeciones al cumplimiento de la ley, expresa su desnudo deseo de imponer su santa voluntad y que las cosas se hagan como a él le convienen.  Pero sin el acatamiento de la norma en una sociedad civilizada y democrática no hay respeto. Y sin respeto, no hay igualdad ni dignidad.
Digo esto, porque hace días que vivo perplejo. No entiendo qué nos ocurre. Cómo es posible que en una sociedad avanzada como la nuestra las mujeres aún se sientan inseguras e incómodas. Incluso más ahora que años atrás. Así lo expresó rotunda una estudiante el otro día. Esa afirmación me estremeció, porque algo no va bien si una mujer tiene miedo a regresar sola por la noche a su casa, o si aún tiene que soportar la sordera masculina al no, o sentirse medida por su escote o su tacón. No entiendo cómo es posible que estos comportamientos que yo creía más propios de otras épocas son muy intensos en los jóvenes de hoy. Que serán muy milenials y todo lo que ustedes quieran, pero siguen siendo tan o más machistas que sus tatarabuelos. No cabe duda de que en nuestras sociedades hay tremendos techos de cristal para las mujeres, y estos días los medios trasladan cifras y porcentajes que señalan esos techos sobre los que en muchas ocasiones se alzan los varones. Yo creía que esto había cambiado, y que paulatinamente, sobre todo las generaciones más jóvenes, vivían las cosas de otra forma y poco a poco resquebrajaban ese cristal. Fue desolador comprobar que no era así.  Preguntadas mis alumnas sobre cómo se sentían, todas, sin excepción, afirmaron que se sentían incómodas e inseguras. Algo estamos haciendo mal si no hemos logrado avanzar por la senda de la igualdad. Y no creo que se logre con la “educación para la ciudadanía”, porque convertida en una asignatura lo que debiera ser un hábito ciudadano, termina por tomarse más como un obstáculo curricular a superar antes que la ética de un ser humano libre, digno y mentalmente sano.  
Nuestra resistencia a acatar las normas, la involución en materia de igualdad entre sexos, todo viene, creo yo, de la falta de respeto. Ese es el origen de todo, que no sabemos ni queremos respetar al otro y tratarlo con dignidad. Nadie nos educa para respetar. Nos educan para juzgar, para ser jueces de los demás. A los hombres en particular, nadie nos educa para controlar nuestra testosterona, y además, este empeño en postergar indefinidamente la necesaria madurez para que los chicos no sufran, ha terminado por llenarlo todo de montones de varones jóvenes que a pesar de su edad siguen dando rienda suelta a sus instintos y comportándose como descabezados de patio de colegio. Nadie les dice que hay que ser persona, y nada les invita a serlo.  Las sociedades sanas son aquellas en las que sus miembros se respetan y se sienten dignas de consideración. No importa la raza, el sexo, el origen… sólo importa la persona, que por el mero hecho de serlo se hace merecedor de respeto. Respeto y dignidad, esa es la clave para que nuestra sociedad esté sana. Respetar y tratar dignamente, así de sencillo.
 (publicado en EL COMERCIO el 11 de marzo de 2018)

lunes, 26 de febrero de 2018

JAMES BOND


La verdad es que no soy yo muy aficionado a la saga de Bond. A mi tanta testosterona, adrenalina y vodka-martini me aburre un poco. Yo soy más de las películas de espías con un toque sórdido, con la violencia justa y justificada, con tramas sombrías de traiciones, dobles agentes y sonoros fracasos, donde no hay glamour, sino miseria humana a raudales. Me encantan las pelis al estilo “El topo”.
No obstante, me he reconciliado con Bond viendo sus largos clásicos, esa extraña joya protagonizada por Niven, o la posterior de Lazenby. Luego llegó el gran Connery y le dio al personaje ese perfil canalla que ha hecho que esta saga de películas de espías llenas de artilugios, explosiones y sábanas les encante a las mujeres (sí… ya lo sé, esto es micromachismo…). El Bond clásico, el que creó Ian Fleming, es una mezcla de gentleman inglés y de “malote”, como diría mi hija. No cabe duda de que a Niven lo de malote no le iba, y parece que Lazenby no cuajó, y finalmente llegó Connery. Pero Connery lo clavó. Bond es un personaje que no tiene dobleces ni aristas. Por eso gusta. Es directo. Es un estereotipo, como lo son los personajes de John Wayne. Son personajes sobre los que pesa toda la trama, porque los guiones dan un poco la risa. El secreto de James Bond no es la historia que se cuenta, no es la intriga, ni el suspense, no es la tensión propia de las películas de espías, porque normalmente todo gira entorno a situaciones imposibles, muy infantiles y fantasiosas, endebles en su argumento, y que se aderezan con artilugios variopintos que las más de las veces invitan a la carcajada, sino al sonrojo por vergüenza ajena. Las pelis la salva Bond, su desfachatez, su elegancia. Por eso gustaba, porque, ¿quién no anhelaba ser James y vivir como Bond? Nadie viste un smoking como él, ni pide un Martini con ese aplomo, y nadie reparte leña de esa forma y sin despeinarse. Ahora, ¿de qué iba la peli? Ni idea, acaban siendo todas iguales y además eso resulta lo de menos.
Pero desde que Connery dijo que hasta aquí llegamos, han irrumpido unos lumbreras que se han empeñado en hacer humano a Bond, cuando la clave de su éxito era justamente que no lo era, que era un arquetipo.  Ahora Bond es un tipo con conciencia y memoria, que le duelen los golpes, que tiene dudas y se comporta moralmente de forma cuestionable. A ver, que Bond es un canalla al servicio de su Majestad, pero es nuestro canalla, está incuestionablemente en el bando de los buenos. Pero se empeñan en que Bond sea un tipo triste y atormentado, lleno de moratones y haciendo cosas raras por el mundo. Si a eso le sumamos que ahora resulta que tratan de que los guiones tengan un porqué que los haga creíbles, el resultado es aburrido y predecible. A mí no me gusta un Bond existencialista, que parece que lee a Unamuno por la mañana y a Schopenhauer por la noche. Este tipo, Craig, que estará muy bueno, tiene más corte de macarra venido a más que de gentleman “old rule”. Si es que es un triste…. Hasta sus ligues son ya imposibles… por favor ¿quién se trajina a una viuda el mismo día y en el mismo sitio donde entierra apenada y desconsolada a su esposo? Además de ser increíble, es cutre. A mí me gusta el Bond canalla y lleno de flema inglesa, que sabe muy bien para qué bando trabaja. Ya ven, soy así de simple (o quizá nostálgico).
Así las cosas, no me extraña que esa saga que parece dar comienzo de los Kingsmen le coma la tostada a Bond (qué gran acierto poner al gran Colin Firth ahí). En estas dos películas se recupera esa imagen de espía lleno de glamour, inexorable e infalible. Ahí están los Kingsmen con su paraguas y vistiendo un traje como nadie. La trama es lo de menos, porque tampoco tienes pies ni cabeza; lo que importa es el personaje, que lo llena todo. Bond ha muerto, qué viva los Kingsman.

(publicado en EL COMERCIO, el 25 de febrero de 2018)

lunes, 12 de febrero de 2018

SÉ FELIZ


La felicidad es una actitud, no es un estado. Una actitud ante la vida y sus puñetas. La vida ni es buena ni es mala, ni se tuerce, ni se endereza, simplemente es vida, una sucesión de tiempos y acontecimientos, de azares y casualidades. Me he puesto un poco estoico (¿o epicúrico? Qué se yo…). Pero es que leyendo el otro día una entrevista del filósofo coreano afincado en Alemania de nombre impronunciable me llamó la atención poderosamente su afirmación de que vivimos una época de auto-sobreexplotación. Es curioso, todos los grandes relatos religiosos y filosóficos siempre han tratado de liberarnos en esta o en la otra vida de aquello que en su narración constituía la razón del sojuzgamiento de nuestro espíritu y nuestro cuerpo. Todos estos relatos parten siempre de una enorme falacia: que somos seres libres. La libertad es un artefacto intelectual que ha constituido junto con la igualdad el gran motor de la evolución humana. En realidad, ambos son una mera ficción, ni somos libres ni somos iguales, y nunca seremos libres ni seremos iguales. Antes eran otros los que negaban nuestra libertad y nuestra igualdad. Hoy somos nosotros mismos quienes nos esclavizamos y somos incapaces de aceptar la diferencia. Todo lo que nos rodea en la sociedad occidental ya no sólo nos impone nuestra auto-sobreexplotación. Tenemos que ser bellos, productivos, intachables, sanos, ecológicos, comprometidos, sensibles, concienciados. Debemos ser perfectos novios, amantes, esposos, padres. El resultado es que ya no hay enemigo ni opresor contra el que alzarse, porque hemos conseguido que nosotros seamos nuestro propio tirano. No me extraña que las profesiones del futuro en el primer mundo sean la psicología y la geriatría: todo se llenará de viejos congrandes trastornos emocionales.
Estoy harto de estos psico-pedagogos que se empeñan en culpabilizarnos porque no somos los padres perfectos: los esclavos de nuestros hijos. Harto de los profetas de lo sano (estoy por ponerme a fumar puros), de los ascetas de la falsa sobriedad, harto de lo políticamente correcto, de que hayamos pervertido las relaciones humanas hasta el punto de que todas se pueden reconducir a un acoso. Miren, no hay cosa que más daño ha ocasionado en nuestras sociedades que la filosofía de la felicidad bobalicona y crédula que nos tratan de transmitir. Mensajes como que uno puede lograr todo lo que pretende con tan sólo proponérselo firmemente, que la felicidad está ahí para agarrarla, que la vida puede convertirse en una sucesión de hechos maravillosos y asombrosos, que tan sólo se trata de ver las cosas de otra forma. Y ya ni les cuento el peligro que tiene la vulgarización de la neurolingüística, de la que ha concluido qué si nos pasamos el día repitiéndonos que somos altos, guapos y ricos, acabaremos siéndolo. Menuda majadería. Estamos rodeados de chamanes y cuentistas de la felicidad naif. Y eso solo conduce a nuestra sobreexplotación y necesariamente a la tristeza, porque llegará ese día en el que comprobaremos que ni somos altos, ni guapos ni mucho menos ricos, y no sabremos manejar el azar del día a día. Y ese día, los demonios se desatarán, y esto acabará mal.


(Publicado en El Comercio, 11 de febrero de 2018)

viernes, 2 de febrero de 2018

BUEN VIAJE AMIGO

Buen viaje amigo. Ya sé que tú y yo no compartimos nuestro tiempo como lo hicimos con otros compañeros. Circunstancias de la vida y querencias normales. A ti te gustaba más frecuentar la amistad de nuestro querido compañero y amigo Juan Luis Requejo. Os unían visiones y aficiones comunes, y, yo en definitiva, no dejaba de ser un antiguo alumno tuyo de primero de Derecho, y ni siquiera me atrevo a decir que casi el último discípulo de Ignacio de Otto. No obstante, nunca me faltó tu aprecio y reconocimiento. Yo admiraba tu saber enciclopédico, tu sentido de la buena vida, tu pasión por tu trabajo. Eras un universitario de raza, de los que no quedan ya. Ahora estamos rodeados de gente con la que ya no nos entendemos porque son universitarios de otra forma. No sé si mejores o peores; pero sí distintos. Yo no comparto su forma de vivir la universidad y creo que tú tampoco lo harías. Ambos crecimos en una forma de entender este trabajo como una vocación casi religiosa. Más tú que yo, que a mí siempre me gustó zascandilear y caciplar en otros lares. Fíjate que con el tiempo, me he hecho más creyente en la fé de la Universidad con mayúsculas, en que lo que hacemos sí tiene sentido, y que para hacerlo bien hay que sumirse en la soledad del pensamiento. Tú hacía tiempo que lo habías descubierto y yo no supe entenderte.
Te voy a echar de menos Corros, porque contigo me he reído mucho. Me encantaba esa fina ironía, privilegio de los más inteligentes; la forma en la que habías hecho de tu vida la expresión cotidiana de la máxima orteguiana: la elegancia en la palabra es la expresión de nuestro respeto a los lectores. En eso, y en otras muchas cosas, eras un maestro. Leerte y escucharte siempre era un inmenso placer. Creo que te encantaría saber que si hay una palabra que te define es justo eso, elegante. La elegancia es una actitud vital que se alimenta del equilibrio, de la proporción en el pensar, en el decir y el hacer. Y esa elegancia se transmitía a tu apariencia. Cada día me recordabas más a Walter Benjamin. Qué curiosa transición iconográfica, de Trotsky (¡porque vaya si te dabas un aire a él!) a Benjamín. Pero también qué terrible señal del fin que te aguardaba y que nada hacía presagiar hace unos años. Al final, la vida se encanalló contigo sin motivo ni razón. Me gustaría ser creyente para poder refugiar mi tristeza en la oración. Sé también que este artículo no habla de ti, ni cuenta lo gran Historiador del Constitucionalismo que has sido, que Ignacio de Otto y Francisco Tomás y Valiente estarían orgullosos de tu labor, de la herencia tan grande y fértil que has dejado en tus discípulos, Ignacio Fernández Sarasola y Antonio Franco, de que tú, y sólo tú, has fundado una línea de trabajo, la Historia Constitucional, que nos faltaba en España, que dejaste escritas obras de referencia indiscutible, y que eres, sin duda, un maestro de juristas. Pero es que sólo me salen palabras llenas de silencio y ausencia. Te echaremos de menos, Corros.

Vete tranquilo, ten buen viaje, porque no has muerto, porque la muerte es olvido y nosotros no te olvidamos. Sigues a nuestro lado recordándonos que el constitucionalista no dejar de ser un historiador.   

(Publicado en El Comercio, 1 de febrero de 2018)

martes, 30 de enero de 2018

ODA A LA VIDA RAZONABLEMENTE INSANA

Sé que me voy a meter en problemas con esta entrega. Que las huestes de la salud, pública y privada, se abalanzarán sobre mí con saña, y probablemente con mucha razón. Ojo que con esta reflexión no pretendo yo que la gente fume, se drogue y ande con malas compañías. No, en absoluto. Pero verán, es que con tanta salud y tanto cuidarse no hago más que cagarme y mearme a todas horas (y perdón por la franqueza cruda y escatológica).
Resulta que llegan las fiestas navideñas y todo es comer. Y luego, llega el anunciante de turno que nos machaca con su publicidad del milagro anti-colesterol, y nos saca a un tipo avinagrado (siempre son hombres lo que ejercen este papel), chupao y desnutrido, que se fustiga porque durante unos días al año dio rienda suelta a su gula. Verán, claro que es crucial cuidarse y llevar una vida saludable. Pero no porque lo digan nuestros médicos ni la publicidad ni el Ministerio de Sanidad o la OMS. Tampoco porque con eso se ligue más, o se alcance un vida más plena y feliz. No, la razón es porque si nos cuidamos vamos a durar más y en mejor estado y condición para poder disfrutar de la vida en el momento en que por edad nos vaya tocando… eso siempre que Montoro no le dé por enredar con la edad de jubilación. Yo me cuido porque quiero llegar a ese momento en plena forma para hacer lo que me venga en gana (siempre dentro de un orden, claro está). Lo de la felicidad se lo dejo a los gurús de la autoayuda (la felicidad es una aptitud y no un estado). Lo de ligar y la plenitud de la vida no nos la va a dar comer brócoli hervido o semillas de chía. Es más. Las personas más plenas, felices y alegres que yo conozco pasan totalmente del aceite de coco, la comida macrobiótica, las cervezas sin alcohol y los copos de avena. Y de verdad les digo, que si tengo que estar pendiente todo el día de tomarme el sinfín de pastillas y preparados que se toma Sánchez Dragó, y preocupado a todas horas por la procedencia de lo que como o la etiqueta de su embalaje, casi que prefiero que el colesterol me suba hasta las nubes. Seré un inconsciente, no digo que no… pero feliz. Si es que ya no se puede tomar tranquilo ni un gin-tonic (y dejaré para otro día la colección de horteras que han convertido esta bebida en una oposición a notarías), o una cerveza sin que el médico ponga en tu historial “consumidor habitual de alcohol”. ¡Por una cañita al día! ¡Estamos locos!
Porque, vamos a ver, seamos sinceros, desenmascaremos de una vez al floreciente, y muy respetable desde luego, mercado de los superalimentos y los productos eco y sanos. ¡Son una tristeza! Sanos, sí, ¡pero una tristeza! Y encima te imponen una vida ligada al aseo más cercano. Porque, claro, uno se levanta por la mañana y bebe el agua détox con su limoncito y su pepinito, luego se toma un batido lleno de antioxidantes y mucha fibra, eso sobre todo, fibra mucha, muchísima, y luego se toma uno un arrocito integral y unas verduritas super ecológicas, y termina atiborrado de tés verdes, rojos, matchas… y el colmo llega con el ¡café verde! Pero vamos a ver, hombre, con lo bueno que está un buen cafetito con toda su cafeína, que uno se lo toma porque le reconforta, no porque lo desintoxique… y al acostarse más agua détox…. Y claro, te pasas el día de camino al baño. Desintoxicado, estar estás. Pero te vas meando y cagando a cada paso. Y encima ni se te quita la celulitis, ni los mogollitos, ni la sinusitis, ni se mitiga la calvicie, ni te pones cachas… De verdad, un soberano coñazo.

¿Saben por qué esa gente de esos sitios donde se supone que viven los más longevos alcanzan semejante edad en plena forma? Ni comen semillas de chía, ni beben agua détox, ni café verde, ni copos de avena, no brócoli hervido. No, lo que hacen es vivir tranquilos y en paz consigo mismos. Vaya, que no ven anuncios de bebibles anti-colesterol.   

(PUBLICADO EN EL COMERCIO EL 28 DE ENERO DE 2018)