Como bien ha puesto explicado
Lakoff, nos movemos con arreglo a ciertos marcos conceptuales y valorativos.
Esos marcos son los que nos ayudan a comprender el mundo en el que vivimos y a
saber cómo comportarnos en él; expresan convicciones y ordenes morales que en
muchas ocasiones son inconscientes, pero que condicionan la forma en la que nos
desenvolvemos, nuestras preferencias… en fin, nuestra forma de ver y entender
el mundo y a los que en él habitamos. En buena medida los programas políticos
exitosos son los que apelan con eficacia a nuestros marcos. Eso explica ciertos
flujos y reflujos en el voto que sorprenden porque no son coherentes en
principio con la posición ideológica que les presuponemos a ciertos colectivos
de votantes (la gente de una edad, la población rural o la clase media vota conservador;
los jóvenes, la población urbana o la clase obrera votan progresista). Por
ejemplo, las últimas elecciones en España (y en Europa) han estado marcadas por
estos dos tipos de votos. El voto de la indignación y el hastío con el sistema.
Este voto fluye sin rubor de la extrema derecha a la extrema izquierda, y
remansa allí donde dicen defender su forma de entender la vida que está
amenazada por los “otros” (inmigrantes, fondos de inversión, nacionalistas…). Y
el voto de castigo, que ha ido cambiando su preferencia en función del mayor
daño que puedan causar en otra alternativa que ha cuestionado su marco. Aunque
no lo creamos, todos estos votos responden a marcos profundos, a formas de ver
la vida y el mundo que explican ese voto cambiante. La razón: que la opción
elegida satisfacía las expectativas de su marco, que lo defiende y lo pone en
valor.
El voto es cada vez más
emocional, no porque nunca lo haya sido, sino porque se han perturbado los
marcos profundos de la gente. Durante la segunda mitad del Siglo XX el voto era
particularmente ideológico y absorbido por los grandes partidos de masas
tradicionales agrupados de un lado por la socialdemocracia y de otro por el
conservadurismo liberal. Esto probablemente era posible porque ninguno de ellos
cuestionaba los marcos profundos de la mayoría de las personas. Sus propuestas
políticas podían afectar a cuestiones más prácticas (más o menos impuestos,
mejor o peor sanidad, mejor o peor educación). Pero ninguna de las políticas
cuestionaba moralmente sus marcos profundos. No cuestionaban su concepción de
la familia, del trabajo, de las relaciones sociales o afectivas, de sus
creencias religiosas, de su forma de vida. Porque, aunque no queramos, y en eso
coinciden sociólogos y antropólogos, las comunidades humanas, hasta las menos
evolucionadas, comparten marcos básicos respecto de qué constituye el grupo
mínimo de subsistencia, de las reglas básicas que nos permiten interactuar y
cooperar… de cómo entender y relacionarnos con el mundo.
¿Qué ha sacudido la política en
el Siglo XXI? Pues que se han cuestionado moralmente esos marcos profundos. Me
explico. Dicen los que saben de esto que los grandes partidos de masas clásicos
han dejado de tener un relato político respetuosos con los marcos conceptuales
y morales mayoritarios, que los han cuestionado para atraer el voto que se
corresponde con marcos alternativos. Ese nuevo relato político no se ha limitado
al justo reconocimiento y protección de otros marcos alternativos al
mayoritario, sino que lo ha hecho cuestionando en buena medida este último. Y
la gente que lo comparte se ha sentido atacada, desprotegida y cuestionada. Por
eso buena parte del voto perteneciente al marco mayoritario ha desertado de los
partidos tradicionales y han buscado refugio en los extremos que se han erigido
en abanderados y defensores justamente de su forma de vida. Si cuestionas
moralmente el modelo tradicional de familia, no consigues el legítimo y debido
respeto a formas alternativas de convivencia, sino que el votante normal y
corriente se sienta cuestionado y adopte discursos políticos extremos que
justamente le dicen que van a defender su mundo. Y si no que se lo digan a Vox.
(Publicado en El Comercio el 9 de junio de 2019)