martes, 30 de enero de 2018

ODA A LA VIDA RAZONABLEMENTE INSANA

Sé que me voy a meter en problemas con esta entrega. Que las huestes de la salud, pública y privada, se abalanzarán sobre mí con saña, y probablemente con mucha razón. Ojo que con esta reflexión no pretendo yo que la gente fume, se drogue y ande con malas compañías. No, en absoluto. Pero verán, es que con tanta salud y tanto cuidarse no hago más que cagarme y mearme a todas horas (y perdón por la franqueza cruda y escatológica).
Resulta que llegan las fiestas navideñas y todo es comer. Y luego, llega el anunciante de turno que nos machaca con su publicidad del milagro anti-colesterol, y nos saca a un tipo avinagrado (siempre son hombres lo que ejercen este papel), chupao y desnutrido, que se fustiga porque durante unos días al año dio rienda suelta a su gula. Verán, claro que es crucial cuidarse y llevar una vida saludable. Pero no porque lo digan nuestros médicos ni la publicidad ni el Ministerio de Sanidad o la OMS. Tampoco porque con eso se ligue más, o se alcance un vida más plena y feliz. No, la razón es porque si nos cuidamos vamos a durar más y en mejor estado y condición para poder disfrutar de la vida en el momento en que por edad nos vaya tocando… eso siempre que Montoro no le dé por enredar con la edad de jubilación. Yo me cuido porque quiero llegar a ese momento en plena forma para hacer lo que me venga en gana (siempre dentro de un orden, claro está). Lo de la felicidad se lo dejo a los gurús de la autoayuda (la felicidad es una aptitud y no un estado). Lo de ligar y la plenitud de la vida no nos la va a dar comer brócoli hervido o semillas de chía. Es más. Las personas más plenas, felices y alegres que yo conozco pasan totalmente del aceite de coco, la comida macrobiótica, las cervezas sin alcohol y los copos de avena. Y de verdad les digo, que si tengo que estar pendiente todo el día de tomarme el sinfín de pastillas y preparados que se toma Sánchez Dragó, y preocupado a todas horas por la procedencia de lo que como o la etiqueta de su embalaje, casi que prefiero que el colesterol me suba hasta las nubes. Seré un inconsciente, no digo que no… pero feliz. Si es que ya no se puede tomar tranquilo ni un gin-tonic (y dejaré para otro día la colección de horteras que han convertido esta bebida en una oposición a notarías), o una cerveza sin que el médico ponga en tu historial “consumidor habitual de alcohol”. ¡Por una cañita al día! ¡Estamos locos!
Porque, vamos a ver, seamos sinceros, desenmascaremos de una vez al floreciente, y muy respetable desde luego, mercado de los superalimentos y los productos eco y sanos. ¡Son una tristeza! Sanos, sí, ¡pero una tristeza! Y encima te imponen una vida ligada al aseo más cercano. Porque, claro, uno se levanta por la mañana y bebe el agua détox con su limoncito y su pepinito, luego se toma un batido lleno de antioxidantes y mucha fibra, eso sobre todo, fibra mucha, muchísima, y luego se toma uno un arrocito integral y unas verduritas super ecológicas, y termina atiborrado de tés verdes, rojos, matchas… y el colmo llega con el ¡café verde! Pero vamos a ver, hombre, con lo bueno que está un buen cafetito con toda su cafeína, que uno se lo toma porque le reconforta, no porque lo desintoxique… y al acostarse más agua détox…. Y claro, te pasas el día de camino al baño. Desintoxicado, estar estás. Pero te vas meando y cagando a cada paso. Y encima ni se te quita la celulitis, ni los mogollitos, ni la sinusitis, ni se mitiga la calvicie, ni te pones cachas… De verdad, un soberano coñazo.

¿Saben por qué esa gente de esos sitios donde se supone que viven los más longevos alcanzan semejante edad en plena forma? Ni comen semillas de chía, ni beben agua détox, ni café verde, ni copos de avena, no brócoli hervido. No, lo que hacen es vivir tranquilos y en paz consigo mismos. Vaya, que no ven anuncios de bebibles anti-colesterol.   

(PUBLICADO EN EL COMERCIO EL 28 DE ENERO DE 2018)

LA IMPORTANCIA DE SER LEVE


A mí me trae bastante sin cuidado si la jefatura de nuestro Estado la desempeña un monarca o un presidente. Creo que éste es un debate agotado en el seno de sociedades democráticas maduras como la nuestra. Me da la impresión de que el republicanismo como ideología partidista es cosa de otro tiempo, y más propio de los siempre insatisfechos revisionistas históricos. Cosa distinta es que la monarquía resulte un anacronismo en el nacimiento contemporáneo de un nuevo Estado, o que en buena teoría sea inconsistente con un modelo democrático de sociedad donde es inaceptable que la titularidad de un órgano del Estado sea hereditaria. Dicho esto, nuestro Estado es una monarquía parlamentaria, y hasta la fecha no nos ha ido mal; ni tiene pinta que por ese lado las cosas se tuerzan.
Dicho esto, he de decirles que me siento representado por la forma y el estilo de Felipe VI.  Somos más o menos de la quinta, y salvando las más que evidentes distancias (él es más alto y no es calvo…), creo que encarna bien al español medio de su generación. De eso se trata, por cierto. La figura del Jefe de Estado siempre tiene una enorme carga simbólica. En el caso de un presidente electo, a la alemana, por ejemplo, probablemente pese sobre todo su autoridad moral más que ser trasunto de una generación. En la figura presidencial se deposita ante todo la fe en la mesura de la edad y la experiencia. Así la elección se aleja del partidismo, y quizá por esos suele ser, sino siempre, un prohombre de consenso. En el monarca, el inconveniente hereditario exige un simbolismo generacional. Su figura debe ligarse muy estrechamente a la realidad de su momento, y quizá la mejor manera resulte ser la de un señor que desempeña un trabajo como cualquier otro hombre de su edad. De ahí esa cuidadísima levedad, esa casi imperceptible presencia, que apenas se distingue de la de cualquier otro. Obviamente no niego que su vida y su presencia no es como la suya o la mía. Usted y yo no despachamos con el Presidente del Gobierno, no recibimos las credenciales de los embajadores, ni residimos en palacio. Pero lo difícil de su papel, para lograr la aceptación que lo legitime socialmente, es lograr hacer todo eso como si se tratase de un servidor público más. A eso ayuda ese estudiado empeño en vivir como los demás, en tener una familia como los demás, ir en un coche como los demás, dejar a las niñas en el cole como los demás, y salir al cine y a una pizzería como los demás. ¿Qué no es así? ¡Pues toma, claro! Pero lo que importa no es cómo son las cosas, sino cómo se transmiten y reciben. A uno le apetece contarle a Felipe VI el palo que es cambiarle los neumáticos al coche y lo harto que está uno de tanta actividad extraescolar de los hijos. En fin, que en él se ve a un tipo normal. Un rey, sí, pero un tipo normal.

Llegó a la Corona en un momento muy crítico para el país y para la monarquía española. España sumida en una profunda crisis, sobre todo de identidad, y un rey ahora emérito que había dilapidado, quizá sin saberlo, su crédito. Pero Felipe ya estaba entrenado. Se había preparado a fondo para el cambio de tercio. En un momento dado optó por el gris marengo y el corte funcionario casándose con una plebeya, y además periodista, y abandonó la frivolidad de las modelos y las princesas de cuento. No se le ve en Gstaad, sino en Albacete. Luego asumió el reto de ser el rey de una generación indignada (pero la indignada de verdad, la que paga IRPF). Supo ser leve en tiempos de plomo, y optó por vaqueros y cine, y dejó las cacerías para otros de otros tiempos. No quiso ser el rey de la escopeta nacional porque nuestra generación es otra. Es verdad que me marean tantos modelitos de la reina. Pero esa imagen estilosa conecta, no cabe duda, con una mujer moderna, profesional, femenina, que sabe estar en su sitio, y su sitio no es el del jarrón florero; pero tampoco el de una teta en las capillas universitarias. Ambos han trasladado lecciones de discreción y sobriedad. Y cuando Felipe tuvo que estar, estuvo. Ese es su papel simbólico primordial. Trasladar la imagen de un país serio, profesional y de una pieza. Y lo que es aún más importante, que no se le nota… el rey debe ser liviano, apenas existente, porque es un símbolo y los símbolos tienen que estar ahí para cuando se les necesita. Ha sabido ser leve. Viva este rey.

(PUBLICADO EN EL COMERCIO, 30 DE ENERO DE 2018)

lunes, 15 de enero de 2018

EL EXTRAÑO CASO DEL EXILIADO PRESIDENTE

Una de las primeras cosas que detectamos los que nos dedicamos al Derecho cuando nos enfrentamos a un fundamentalista es que manipula el derecho hasta la náusea. Esto es todo un reto porque aquello que para nosotros es puro sentido común y lógica, se desvanece entre sus dedos y nos abruman con una batería de inconsistencias irrazonables. Este reto es el que plantea la hipotética investidura de Puigdemont. Cuando lean esto ya se habrán pronunciado los letrados del parlamento catalán y unos y otros. Aun así, me arriesgo a opinar.

Voy a hacer el esfuerzo de ponerme moderno y aceptar que sea posible que un electo pueda tomar posesión apoderando notarialmente a un tercero para hacerlo. Voy a creer que el Tribunal Supremo permita a los electos encarcelado acudir a la sesión constitutiva del Parlament y posteriormente a la de investidura. Pero, en mi condición de constitucionalista, me suscitan dudas una serie de cuestiones que, además, han apuntado ya otros colegas serios y rigurosos. La primera es que para alcanzar la plena condición de diputado en el Parlamento de Cataluña debe jurar o prometer respetar la Constitución y el Estatuto de Autonomía. Al margen de lo abracadabrante que será ver cómo los secesionistas confesos juran o prometen la Constitución, ese es un acto personalísimo y que normalmente se realiza en un acto específico donde la presencia del interesado parece condición inexcusable para acreditar que lo hace libre, consciente y voluntariamente… aunque sea por “imperativo legal”. Voy a ponerme más moderno aún si cabe, y aceptar con toda normalidad que la toma de posesión de los electos se haga por poderes. Me resulta especialmente chocante que se acepte sin más que unos diputados, incluido el que quiere postularse como presidente, lo hagan incumpliendo su deber de asistir a las sesiones del Parlament. Su reglamento de funcionamiento prevé las causas tasadas de delegación de voto. Ninguna contempla estar en la cárcel o fugado en el extranjero. Ese mismo reglamento que dicen que no impide la presencia e investidura virtual de Puigdemont, establece con toda claridad que el candidato hará uso de la palabra… hay que echarle mucha imaginación jurídica para entender que ese uso no sea presencial y personal, y que quien pretende ser presidente de una Comunidad Autónoma defienda su candidatura y programa por persona interpuesta (¿también el interpuesto responderá a las preguntas que le dirijan en el debate de investidura el resto de diputados o tendrá un pinganillo por el que el exiliado le chivará las respuestas?) o por Skype. Y no entro en consideraciones relativas al entendimiento serio, riguroso, avisado y razonable del parlamentarismo democrático, incluso del moderno. A mí me basta con reparar en que la vinculación al reglamento de la cámara es positivo. Me explico, lo que el reglamento no prevé no existe. En contra de lo que estos genios del derecho han argumentado, si el reglamento no prevé tomas de posesión virtuales o por poderes, si no prevé debates por Skype o por persona interpuesta, no se pueden celebrar. Concluir lo contrario es asumir que la Mesa del Parlamento no solo puede llenar lagunas, sino que también puede crear normas donde no las hay. Respetar rigurosamente lo que dispone el reglamento de un parlamento es una garantía democrática de que los procedimientos parlamentarios no se alteran y pervierten atentando contra los derechos de aquellos otros parlamentarios que también representan a otros tantos ciudadanos que igual no ven con tanta condescendencia el parlamentarismo holográfico. 

(publicado en EL COMERCIO, 14 de enero de 2018)