Pues sí, Trump, es un pobre chico
rico lleno de rencor y resentimiento hacia un sistema social y político que
siempre lo rechazó y humilló, dominado por las élites del Upperside de Manhattan, formadas en las Universidades de la Ivy
League (Harvard, Brown, Columbia, Cornell, Yale, Princeton, Pensilvania y
Darmouth) y que constituyen la aristocracia de cartera, que no de sangre, que
domina EEUU. Su carrera presidencial victoriosa es su dulce venganza. Ahora no
lucha por ser aceptado en aquella élite, sino que se enfrenta a ella liderando
al “hombre común” frente a una rubia, blanca, pija, formada en Harvard y
expresión de una paradójica sucesión familiar al más puro estilo kirchneriano. No, Trump no es la
expresión del triunfo de los “wasp” (acrónimo inglés para referirse a la hoy ya
minoría “blanca, anglosajona y protestante”, descendientes directos de los
primeros colonos entre los que estuvieron los “padres fundadores” de los EEUU);
eso era Hillary. Él es el epítome del triunfo de la gente superflua, como diría
Turguénev, excluida del lugar al que deseaban pertenecer, de los perdedores
morales y sociales, de la inteligencia excedentaria. Su padre, como recordaba
el editorialista del New York Times, ya le había tratado de persuadir de
competir en las grandes ligas de los negocios. Ese no era su lugar. Los Trumo
no son los Kennedy. Pero Trump dijo que no, que él quería pertenecer a ese
mundo, y al final lo hizo a lo grande. Ahora les preside. Asusta pensar que
esto ya lo pronosticaron los Simpson en un episodio del año 2000.
Trump ha sido capaz incluso de
arrebatarle a los Demócratas feudos históricos; ha captado el voto de la clase
trabajadora blanca, de mediana edad y desencantada a pesar de que él, en su
condición de empresario despiadado (recuerden su reality despidiendo gente a troche y moche) debería ser su enemigo
de clase. Ha captado el voto de la mujer blanca, suburbana y rural, ama de casa
o parada que vive en un villorrio o en un camping de autocaravanas; incluso ha
captado el voto de jóvenes que han vuelto a sentir el ardor guerrero del
patriotismo. Trump ha ganado porque se ha llevado el voto de los que se sienten
perdedores, como también él se sintió; y de esto hay muchos en EEUU. Obama fue
la voz de su esperanza; pero Hillary, la peor candidata posible para los
Demócratas, era la expresión acabada de la aristocracia elitista de los
Hampton. Trump, como él mismo dijo de sí, es su voz. No es que conectase con ellos, era que él era
uno de ellos a pesar de sus millones. Rompió todas las reglas porque él no
tenía por qué respetarlas. No pertenecía al mundo que las creó y las impuso. Él
era el “pueblo americano”, y se condujo como lo haría un americano medio del
medio oeste bebiendo cerveza y viendo la superbowl
en el bar de la esquina en cualquier lugar en mitad de la nada: soez, franco
hasta la náusea, autoritario, y ventajista.
Trump ha cambiado la política
porque ha roto la lógica conservadora-liberal de Republicanos y Demócratas. Él
le habla a la gente de la calle. Ha entendido que la política hoy se debate entre
los superfluos y la élite. Ha adoptado la retórica populista como la expresión
de un nuevo sujeto político, la gente olvidada (Chantal Mouffe). La paradoja es
que esta nueva teoría del populismo que quiere sustituir a la vieja lógica
política marxista de la lucha de clases, la encarna un multimillonario blanco,
anglosajón, protestante y extravagante. ¡Qué Dios nos ampare!
(PUBLICADO EN EL COMERCIO, 13 DE NOVIEMBRE DE 2016)