lunes, 26 de noviembre de 2018

¿Para qué queremos el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ)?



Sinceramente, para nada. La Constitución Español en su artículo 122 importó la figura del Consejo Superior de la Magistratura de la Constitución italiana. En mala hora se nos ocurrió hacerlo. En Italia el Consejo lleva envuelto en la polémica desde sus inicios. Otra tanto cabe decir del nuestro (hasta en eso copiamos a Italia).
Este órgano del Estado ha estado siempre en el centro de la polémica, especialmente por el modo de provisión de sus miembros, pues sus competencias son más bien administrativas. Como ha dicho el Tribunal Constitucional, debe distinguirse el Poder Judicial de la Administración de Justicia. El Poder Judicial lo desempeñan jueces y magistrados ejerciendo sus funciones jurisdiccionales (juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado) sujetos a un férreo estatuto personal regido por los principios de independencia, imparcialidad, inamovilidad y responsabilidad. Estas son las notas que definen a los órganos que ejercen jurisdicción en España y son ellos, jueces y magistrados, los que deben ser independientes e imparciales en el ejercicio de dicha función. La Administración de Justicia es una estructura orgánica y funcional del Estado cuya finalidad es gestionar económica y administrativamente los recursos personales y materiales al servicio del Poder Judicial.
El CGPJ se ocupa de lo segundo y no de lo primero. El CGPJ se ocupa de las necesidades organizativas del Poder Judicial, de su personal, de sus edificios e instalaciones, de sus recursos (coordinadamente con las Comunidades Autónomas que también tienen competencia en esta materia). Pero estas funciones, que aparentemente son pura burocracia, tienen una especial trascendencia. Primero, porque el correcto ejercicio de sus competencias permite que los jueces y magistrados hagan bien su trabajo. Segundo, porque le ocupa la selección de jueces y magistrados, su nombramiento y en su caso su sanción disciplinaria, lo que constituye una garantía no sólo del buen funcionamiento del Poder Judicial, sino de que funciona con arreglo a los principios inquebrantables de la independencia, imparcialidad y responsabilidad de sus miembros. Y, en tercer lugar, porque hacerlo bien tiene un valor simbólico capital. Es verdad que él no dicta sentencias, ni juzga y ni ejecuta lo juzgado. Pero si no cumple bien con esas dos tareas, daña de forma grave la imagen, siempre frágil, de la Justicia.
El primer estadio de lo que debiera un círculo virtuoso se inicia con la selección de los miembros del CGPJ. No voy a entrar en la polémica sobre si es mejor que los elijan los propios jueces y magistrados (lo que siempre me ha perecido un pelín corporativo), el Parlamento (lo que conlleva el riesgo del chalaneo partidista) o los dos a la vez (que quizá sea la fórmula más adecuada). Lo que está claro es que cuando se transmite la imagen de que la composición del CGPJ es el fruto del cambio de cromos, para además colocar a personas cuyo prestigio profesional está por ver, da igual que se designe a otros juristas de competencia indiscutible o que el CGPJ fruto de esa designación haga su trabajo de forma irreprochable. Ha nacido con mácula, y eso no hay forma de repararlo. Por eso, digo yo que, como esto no tiene remedio y lo que hace lo puede hacer el Ministerio de Justicia como en la mayoría de los países … ¿no sería mejor eliminarlo?


(Publicado en El Comercio, 25 de noviembre de 2018)

lunes, 12 de noviembre de 2018

REFLEXIONES DE UN VIEJO SOCIALDEMÓCRATA EN TIEMPOS ODIOSOS


Ahora que sabemos que el elefante está en la habitación (Lakoff), ¿qué hacemos con el elefante? Ahora que sabemos que esto de la democracia se está yendo a pique, que nos asolan los fantasmas del populismo, el nacionalismo y el enfrentamiento (un fantasma recorre Europa, decían Marx y Engels para abrir su “Manifiesto Comunista”), que Europa zozobra acosada por los nuevos bárbaros, que nos domina el vértigo de la decadencia… ¿qué vamos a hacer con ese elefante?
Ya les adelanto que no voy a dar respuesta a esa pregunta. No tengo ni idea, y creo que nadie la tiene. Pero sí me aventuro a plantearles la siguiente hipótesis. La era de las grandes y maduras democracias está tocando a su fin. No morirán de repente. Asistiremos a una lenta y penosa agonía, para ser sustituidas por democracias orgánicas de nuevo cuño dirigidas por hombre fuertes que harán política emocional sólo para las mayorías reales, que son aquellas compuestas por ciudadanos mediocres, ociosos, llenos de miedos e inseguridades, absorbido por las nuevas tecnologías y la inteligencia artificial, autistas sociales y reactivos únicamente a ideas simples e instintivas. Éste es el nuevo hombre del segundo milenio. Se acabó el sueño ilustrado de un humano racional, empático y comprometido. En realidad, nunca existió. Pero era una ficción necesaria para construir las nuevas sociedades y sus Estados, emancipados de la tiranía de la superstición y la servidumbre.
Vale. Conocemos el diagnóstico. Una y otra vez volvemos a él y lo formulamos y reformulamos. La democracia muere de éxito. Ya lo había dicho Schumpeter en los años 50 del siglo pasado, las democracias occidentales sólo conducen a sociedades ociosas y ególatras incapaces de cualquier tipo de sacrificio y alérgicas a toda responsabilidad. Este proceso conllevaba la progresiva degeneración de los sistemas educativos, el ablandamiento de todas las estructuras sociales, su permanente cuestionamiento, hasta quedar indefensos a la par que subyugados por populismos y demagogias de toda calaña que conectan de manera irracional con nuestras emociones instintivas y que se traducen políticamente en xenofobias, extremismos, nacionalismos, resentimientos, revanchismo… En fin, puro nihilismo del sálvese quien pueda negando al otro, al distinto, al que no soy yo o como yo. Detrás de las democracias de identidad y comunitaristas no hay más que exclusión y opresión al diferente, aunque prediquen lo contrario. Por eso entran en crisis los viejos partidos socialdemócratas o conservadores. No porque la socialdemocracia, el socialismo o las ideas liberales o el conservadurismo hayan tenido de dejar sentido político, sino porque la política ya no es un sistema en el que intervienen los hombres con sentido de Estado, sino el humano real y mezquino. Eso que tanto se dice, ya no hay “sentido de Estado”, no es más que el eufemismo que empleamos para decir que la política, el arte de convivir, ya no está en manos de gente cercana a la ficción del hombre ilustrado, sino a la del hombre real. Los procesos sociales ya no sirven para generar élites de decisión que se seleccionan por su mérito y capacidad (y no por su cuna o caja). Y en ese escenario ninguna idea política clásica funciona porque todas ellas presuponen la ficción del humano racional. Desde el momento en que hemos corrido el velo y reivindicamos la humanidad real y verdadera (la de seres violentos, egoístas, con una predisposición genética al nepotismo) como sujeto político, y lo que es aún peor, como agente político, la democracia está condenada.
Pero, conocido el diagnóstico, lo que toca ahora es hacer el esfuerzo de buscar un tratamiento. Seguramente ya no es posible volver al ideal de la democracia occidental clásica. Pero me da a mi que todo pasa por devolver al humano real a los confines de la vida cotidiana, y sujetarlo a sistema educativos y sociales exigentes para volver a seleccionar a los más capacitados para entender y gestionar el mundo. Rousseau sólo condujo a la anarquía; Hobbes nos llevó a la democracia.