lunes, 18 de diciembre de 2017

LIBERTAD DE EXPRESIÓN, AUNQUE DUELA

Advierto de un tiempo para acá una cada vez mayor “penalización” de los casos de libertad de expresión. Me explico. Casi no hay semana en la que los medios de comunicación no se hagan eco de un caso en el que a alguien se le procesa penalmente o se le condena por sus opiniones. Ojo, no confundir esto con el discurso y queja demagógica y perversa de los independentistas catalanes cuando dicen que sus políticos presos lo están por las ideas que expresan, por sus opiniones. Hombre, pues mire, no. No están por sus ideas ni por las opiniones en las que las expresan, sino por la presunta comisión de actos tumultuarios o por haber presuntamente pasado de las palabras a los hechos formalizando en su condición de cargos institucionales (Presidente de la Generalitat, Consellers, parlamentarios…) decisiones y acuerdos manifiestamente contrarios a la integridad territorial del Estado español. Esto señores si han sido imputados en procesos penales, no lo han sido por lo que han dicho o las ideas que han defendido, sino porque parece que han actuado gravemente en contra del ordenamiento jurídico español.
Pero dicho esto, sí que me preocupa la creciente penalización de los casos, esto sí, de ejercicio de la libertad de expresión. Me llama la atención, además, el empeño de los jueces penales españoles, en particular la Audiencia Nacional, en criminalizar ciertas conductas expresivas, que pueden ser especialmente molestas, inquietantes incluso, hasta ofensivas, pero que, a mi juicio, no hay razón alguna para sancionarlas ni civil ni penalmente, so pena de infringir el artículo 20 de la Constitución española. Este precepto garantiza con un especial vigor la libertad de expresión e información en España, y la jurisprudencia del Tribunal Constitucional español, atenta y coherente con la del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, ha hecho tradicionalmente una defensa encomiable de estas libertades en la convicción que si ella y sin un mercado de las ideas robusto, libre, en el que todo pueda ser dicho y discutido, no es posible una democracia sana y robusta. Juicios penales por organizar una pitada al himno nacional o al Rey en un partido de fútbol, condenas penales por bromas de mal gusto difundidas a través de un tuit, cárcel por quemar fotos del Jefe del Estado o por injuriarlo… Hemos vuelto a los años ochenta donde la judicatura tenía poca fe en la libertad de expresión y el Tribunal Constitucional desplegaba un titánico esfuerzo en corregirles y darles criterios claros para distinguir lo que estaba protegido por el artículo 20 de la Constitución y lo que no. Ahora parece que esos cánones se han olvidado. Incluso el Tribunal Constitucional lo ha hecho, porque parece que ya no recuerda su sentencia 107/1988 en la que vino a decir que con sólo las opiniones no se ofende ni agrede penalmente a ninguna institución del Estado, ni siquiera al Rey. Ahora hemos pasado a que mofarse o atacar al Rey acarrea la cárcel sin remisión. El problema de todo esto, y hasta no hace poco lo decía el Tribunal Constitucional, y desde siempre el Europeo de Derechos Humanos, es que este tipo de comportamiento judicial conduce a un inexorable debilitamiento del debate público y la libre opinión por el efecto de desaliento que sus sentencias provocaba en un potencial ciudadano que ante el riesgo de ser encarcelado prefiere guardar silencio.

Y miren que el canon fijado por el Tribunal Constitucional en materia penal era muy claro y simple: si no hay expresiones formalmente injuriosas y además innecesarias para el mensaje que se quiere expresar…  no hay delito, sólo libertad de expresión. Aunque esa expresión duela u ofenda.

(Publicado en El Comercio el 17 de diciembre de 2017)

TWITTER Y OTROS ÍDOLOS DE BARRO


Toda época ha tenido a sus propios ídolos de barro. En la nuestra son esos veinteañeros listos y ocurrentes que tuvieron la idea feliz de convertir en negocio la necesidad humana de chismorrear. Ya saben que una de las teorías más pujantes sobre el origen del lenguaje humano (ligado a la revolución cognitiva que transformó el mono en humanoide –Yuval Noah Harari-) dicen que todo surgió de la necesidad de compartir cotilleos. Eso siempre ha existido, y lo que estos cracks fue universalizarlos. Ahora cotilleamos todos de todos y de todo. El chismorreo se ha hecho planetario, y lo ha llenado todo de un ruido ensordecedor.
Porque no es cierto que haya una infestación informativa de tal magnitud que ha banalizado la realidad y nos ha hecho inmunes a los hechos. El flujo de información es algo mayor y más plural que el que había gracias a los medios digitales. Lo que ha ocurrido es que por el mismo canal por el que antes sólo recibíamos información, y también cotilleo pero en mucha menos cantidad, fluye torrencialmente el chismorreo, y lo que es tremendo, la mera ocurrencia y la diarrea mental de mucho descerebrado. La posverdad, la infoxicación, el autismo informativo… todos esos fenómenos aparejados a la revolución tecnológica no son sino la expresión planetaria de algo que ya existía y que probablemente siempre ha sido así: la babayada global. Creo que tendemos a proyectar una imagen idealizada del ser humano pre-tecnológico como si sólo leyese el Times, se informase en la BBC y sólo ocasionalmente se rindiese a la frivolidad del chismorreo. Lo cierto es que no es así. Siempre hemos tenido una querencia por la babayada, sólo que ahora la propagamos planetariamente.
Lo que ha ocurrido con fenómenos como Facebook y Twitter es que todo el mundo se ha convertido en una fuente de información sobre la realidad, una realidad que ya no es la inmediata y circundante, puede ser la más remota posible; y que lo que antes se quedaba en la barra del chigre ahora circula en tiempo real por todo el universo y además se lo escupimos directamente a la fuente o al protagonista del evento. Encima, súmenle la perversa y equívoca sensación de anonimato que nos da enviar un twitt, un comentario o lo que sea en la soledad de la noche y con la pantalla de nuestro móvil como testigo. Sólo que tras esa pantalla hay millones de seres humanos ávidos de consumir chismes y sandeces. Pienso que quizá la única forma de que esta marea de vulgaridad y descabezamiento remita no es limitando o castigando severamente al ocurrente de turno, sino que cada cual se acostumbre a no exponerse tanto al mundo. A lo mejor hay que dejar de hacer tanto exhibicionismo y contenerse un poco en nuestra necesidad de compartir siempre y a todas horas nuestras opiniones y pensamientos.

Dicho esto, sigo sin saber muy bien qué mérito tienen esos veinteañeros que lo único que han aportado a la humanidad es la era del chisme planetario, con lo que, además, se han hecho multimillonarios (y alguno ha sido incapaz incluso de concluir sus estudios universitarios… pero, ¿para qué? Total, le caen los doctorados honoris causa por doquier). Esos son nuestros ídolos de barro 2.0, la gran broma de una hermandad universitaria convertida en la religión del siglo XXI.

(Publicado en El Comercio el 2 de diciembre de 2017)

UN ESCENARIO POSIBLE Y UNA REFORMA IMPROBABLE

Tras las elecciones del 21 de diciembre la partida queda en tablas. Separatistas y constitucionalistas empatan técnicamente; aunque finalmente el Gobierno que se forme será similar al destituido, y estará sostenido por el independentismo. ¿Sería posible una vuelta a atrás y un reinicio del proceso de desconexión? Se me antoja que la formación de ese gobierno iba a ser una tarea titánica, porque no veo a la CUP, y aledaños, apoyando a quienes a día de hoy consideran unos flojos, cuando no unos simples traidores. Es más, el PDCat se ha inclinado por un candidato tibio y más proclive a volver a la casilla de salida de 2008 , momento en el que se intentó un fallido acuerdo económico fiscal con el Gobierno de España. Sospecho que la víctima propiciatoria del proceso será este estertor de CiU que seguramente cosechará un resultado electoral casi testimonial. Esquerra ha amortizado por el momento a Junqueras, y coloca en su lugar una lideresa del proyecto independentista que da la impresión de sentirse más cómoda con la CUP y sus adláteres que con los descafeinados demócrata-catalanes. Del otro lado no hay más que la eterna oposición. El voto en Cataluña es pertinaz, y el paisaje parlamentario poco o nada va a cambiar. Si esto es así, y en la hipótesis de que Esquerra se haga con la Generalitat, cosa nada improbable, ¿el desgaste en la negociación para la formación del gobierno catalán será de tanta magnitud que no les dejará fuerzas para intentar la independencia de nuevo? ¿Habrán aprendido de este ensayo general fallido que el camino a la república independiente de su casa debe ser otro? No me extrañaría que se reivindicase una suerte de acuerdo con el Gobierno de España que de facto transforme Cataluña en una “nación libre asociada” al Estado español. ¿Acaso no lo es ya materialmente el País Vasco? ¿Por qué negarse a esta solución si puede ser un buen acuerdo para la convivencia y el respeto mutuo?
El problema aquí es la respuesta del Gobierno ante este posible escenario. Mantener el 155 si el resultado electoral no agrada no parece la opción política más adecuada. Esto no haría sino enquistar el conflicto aún más si cabe, sin ninguna garantía de mejora o reconducción. Llegar a un acuerdo es la única opción, sea económico (adoptar un modelo de concierto a la vasca) o político (una nación libre asociada). Pero uno u otro, si se quieren hacer bien, pasan por una reforma constitucional, y además de las agravadas, de esas que exigen mayorías y acuerdos muy duros, celebrar nuevas elecciones generales y referéndum aprobatorio de la reforma. El PP ya ha desautorizado al Presidente del Gobierno cuando recién estrenada la Comisión parlamentaria de estudio de la reforma ha sugerido que igual no están por la labor. Quizá no hayan caído en la cuenta de que la reforma constitucional puede ser la excusa perfecta para entretenernos durante lo que queda de legislatura, eximiendo al Gobierno y al Parlamento de otras tareas; para adelantar elecciones generales si eso conviene y sin necesidad de admitir que las ha forzado el mal resultado electoral en Cataluña; y para apaciguar el dragón catalán, pendiente de lo que resulte del pacto reformador. Ya ven que me he dejado llevar por el más puro tacticismo, porque si no les diría que al constitucionalismo le irá mal en las elecciones catalanas, y eso será un fracaso difícil de digerir para el Gobierno, que tendrá la tentación de perpetuar el 155 agravando en el tiempo el problema, yendo final e inexorablemente a un adelanto de elecciones porque no habrá manera de sacar adelante un presupuesto, sin la excusa de que así lo ordena la Constitución si el parlamento actual vota a favor de la reforma (la reforma, no se olvide, la hace el parlamento que resulte de esas elecciones). Pero para pensar todo esto hay que abandonar el cortoplacismo, y ese es un tema que no estaba en el temario de las oposiciones.

(Publicado en El Comercio, el 19 de noviembre de 2017)


lunes, 6 de noviembre de 2017

EL DÍA DESPÚES

Acabo de escuchar a un cineasta, si es que ese término existe, achacar el supuesto problema catalán a la condición acomplejada de los españoles (¿por qué tenemos esta manía de presumir la valía o la autoridad incuestionables de la opinión de alguien por dedicarse a tareas científica, intelectuales o artísticas?). Les explico. Resulta que según este sesudo director de cine la tendencia separatista del catalán (y mete en el mismo saco al vasco) es la consecuencia natural de la falta de autoestima del español y su pertinaz complejo de inferioridad. Nuestra manía de hacer de menos nuestros talentos y éxitos, de vivir acomplejados y admirando los logros ajenos y nunca los propios, ha llevado a que ciertos grupos sociales no quieran formar parte de una legión de apenados. Ellos son diferentes, porque ni tienen esos complejos ni están aquejados de falta de autoestima, ni quieren seguir al lado de quien no está orgulloso de sí mismo y sus paisanos. Por eso quieren irse. No quieren estar con tristes. La verdad es que no dejo de pasmarme ante tan finos análisis. Y miren que tengo cierta querencia por la psicología social jungueriana. Pero esto es demasiado. Porque en realidad ese argumento no esconde sino un terrible reproche para los “españolistas” (todos unos maricomplejines según parece) que nos acusa de ser la causa de la desafección de los catalanes, y una clara imputación de responsabilidades y culpas. Nosotros somos la razón de todo el mal porque somos unos acomplejados, envidiosos y pusilánimes. En fin…
En realidad, yo, de lo que les quería hablar, era del día después del 21 de diciembre. Todo parece indicar que el mapa electoral arrojará un resultado similar a las elecciones catalanas de 2015. Si es así, la partida seguirá en tablas y todo quedará al albur de la abstención. Será difícil que la participación supere el máximo del 77 % del 2015, y lo probable es que los separatistas se muevan en el entorno del 55 % del voto y los no separatistas se queden con el 45 % restante. No cabe duda de que serán elecciones plebiscitarias y que se convertirán en el referéndum que no fue y debió haber sido. Debió haber sido, porque, en primer lugar, hubiera reunido todas las garantías para que fuese serio y riguroso bajo la supervisión de la administración electoral española y no controlado por el separatismo; en segundo lugar, porque en ese momento el no a la independencia hubiera ganado, pues la actitud arrogante y sorda del Gobierno de Rajoy no habría polarizado y extremado las posiciones; y en tercer y último lugar, porque eso nos hubiese permitido aprender y copiar del proceso canadiense para desactivar el separatismo. Ahora me temo que es un poco tarde para ese camino. El voto está extremado y el sentimiento de humillación y frustración es muy profundo.
Así las cosas, tarde o temprano habrá que afrontar que hay que hacer un referéndum como dios manda y que los catalanes digan lo que quieren hacer con sus vidas. No podemos dejar en herencia a nuestros hijos y nietos este lío pendular y cíclico. Los hechos son tozudos, como la vida, y tarde o temprano deberemos afrontar este lío. No es excusa sostener que hacerlo encendería la mecha en otros lugares y que después vendrían los vascos, luego los gallegos… y los andaluces, ¿por qué no? Si le tenemos miedo al futuro, tendremos justo el que no queremos. A lo único que debemos temer es a nuestra propia inseguridad. Cataluña será un problema mientras nos empeñemos en que lo sea. Y desde luego no podemos pretender que el problema lo resuelvan los tribunales.

Tampoco va a ser la solución una reforma constitucional guiada por la profundamente desorientada idea de que más federalismo es más descentralización. Pero de eso hablaremos otro día.

(PUBLICADO EN EL COMERCIO EL 5 DE NOVIEMBRE DE 2017)

lunes, 30 de octubre de 2017

Y AL FINAL, LLEGO LA INDEPENDENCIA

Ya no sé qué decir, ni qué sentir, ni qué pensar. Finalmente se ha consumado la rebelión y el Parlament ha declarado la independencia de Cataluña. Sería fácil buscar culpables, asignar responsabilidades y enredarnos en debates y soliloquios fútiles. Pero nada de esto ahora tiene sentido y sirve para arreglar este disparate. Qué importa que yo les diga que esa declaración es un brindis al sol porque jurídicamente no tiene ningún valor. Esa ficción que esconde la declaración de independencia, no es menos ficción que la de creer que la Constitución sigue vigente en Cataluña. La ficción que en el tiempo resultará exitosa será aquella que logre llevarse a la práctica. Por eso es absolutamente urgente y perentorio que la aplicación del artículo 155 sea inmediata, contundente y sin resquicios. Una ficción se impone a otra en la medida en que la realidad la confirma. En este momento la urgencia es que la realidad confirme que la Constitución sigue vigente en Cataluña.
70 parlamentarios catalanes han perpetrado un golpe de Estado, han decidido separarse de España y han cometido un presunto delito, al menos de sedición, si no de rebelión. No es el momento de tibiezas y eufemismos, sino de llamar a las cosas por su nombre. Dejemos ahora que sean los órganos judiciales los que actúen, procedan a la imputación de los delitos que correspondan a quien corresponda. Es el momento de la Constitución y del Estado de Derecho. Una Constitución, por cierto, que permite secesiones territoriales. Pero siempre respetando los procedimientos que la propia Constitución establece, y que lo hace de manera que los cambios profundos y radicales sean posibles, siempre que se respeten las reglas de juego que tratan de buscar un equilibrio entre la realidad y los deseos, entre los que quieren cambiar el mundo y los que no quieren que le cambien su mundo. ¡Qué importante es saber perder en la vida! Aceptar que uno no tiene razón o que los demás no nos la den. Las separatistas no han sabido perder, y su derrota la han convertido en una rebelión donde unos activistas, agresivos y ciegos de rencor, han secuestrado la calle y han callado la voz de unos catalanes que no comulgan con su rueda de molino. La tardanza del Gobierno en activar el artículo 155 ha permitido que el separatismo haya empleado las instituciones políticas democráticas para disfrazar su sedición con la aparente formalidad institucional de un poder público que sólo es el fiel servidor de la voluntad de un supuesto pueblo catalán. La palabra lo aguanta todo.
Ahora llega el día después. El artículo 155 está activado y urge que el Gobierno de la Nación empiece cuanto antes a actuar porque no puede permitirse que el separatismo lleve la iniciativa como hasta este momento. Pero llevar a la práctica las medidas del artículo 155 no será tarea fácil. Destituir al Gobierno catalán o a la Mesa del Parlamento no será un coser y cantar. Ni estos señores se irán a casa voluntariamente, ni los activistas (y vaya usted a saber qué harán los Mossos) permitirán su casi probable e inevitable detención. Nadie tiene garantías de que los empleados públicos de la Administración autonómico catalana se sometan a las órdenes e instrucciones que les impartan las autoridades que designe el Gobierno de la Nación para sustituir a los depuestos. Ese será el stress test del 155. Y tampoco veo claro que la normalización de la situación en Cataluña vaya a ser simple y fácil porque el separatismo se va a lanzar a la calle y de forma muy agresiva. El Gobierno de la Nación llega tarde. Ya sé que es fácil rogarlo desde Asturias, pero es absolutamente vital que la Cataluña silenciada también se movilice y exprese su voluntad de no irse. Debe tratar de ganar el escenario al separatismo.

Sin embargo, aunque el artículo 155 resulte exitoso, no va a sanar la fisura social y política que este proceso ha provocado. Además, y aunque lo democráticamente deseable es que los catalanes se pronuncien en unas elecciones autonómicas inevitablemente plebiscitarias, ¿qué va a suceder si el separatismo gana esas elecciones; aunque sea por la mínima? No podemos quedarnos sólo con la activación del 155, hay que dialogar, dialogar y dialogar. No hay otra. Pero antes, volvamos a la Constitución.

(publicado en La Nueva España el 29 de octubre de 2017)

lunes, 23 de octubre de 2017

REFORMAR LA CONSTITUCIÓN. AHORA SÍ

Pues sí, ahora sí que no queda otra. Cuando ustedes lean esto probablemente el Gobierno de la Nación habrá activado el mecanismo del artículo 155 CE y estará pendiente de que el Senado autorice la intervención de Cataluña. Que esto pueda suceder ha pasado, según se sabe, por un pacto entre el PP y el PSOE en el que éste apoyaría esa medida a cambio de que aquél active el proceso de reforma Constitucional. Ninguna de las dos cosas será tarea fácil.
Los que nos dedicamos al Derecho Constitucional siempre nos hemos preguntado sobre el momento en el que una constitución debe ser reformada. La respuesta siempre es política. Pero hay signos que ponen de manifiesto la fatiga de la constitución y la necesidad de que ésta se reforme. Esa fatiga no siempre (casi nunca) obedece a razones técnicas. No se suele afrontar un cambio constitucional, con el coste institucional y político que conlleva ese proceso, simplemente porque algunos preceptos o secciones de la constitución ya no funcionan. Yo les podría hacer una larga lista de aspectos de la constitución española que habría que pulir o simplemente cambiar porque el tiempo ha demostrado que no fueron una buena idea o ya no cumplen ninguna función o la que tenían prevista. Y, sin embargo, he dicho en muchas ocasiones que creía que no era necesario cambiar la Constitución española porque ninguno de esos cambios o ajustes iban a tener un impacto en la vida cotidiana de la gente, y si no era así, el esfuerzo y la tensión no valían la pena. Las constituciones no son sólo cosa de los constitucionalistas, ni están al servicio de sus especulaciones. Es verdad que las constituciones no están pensadas para estar presentes constantemente en la vida cotidiana. Las constituciones valen si sirven para ordenar la vida política y ciudadana de una comunidad y para dar respuesta a sus cuestiones capitales. Para ello se necesita, entre otras cosas, que en efecto cumplan esa misión de dejar resueltas ciertos aspectos esenciales para la convivencia de una comunidad política formada por individuos libres e iguales, y que, además, lo que callan sirva para dejar un espacio al debate y la elección política donde los ciudadanos veamos reflejadas sucesivamente nuestras cambiantes expectativas generacionales. Si las decisiones tomadas por la constitución son puestas en cuestión mayoritariamente y sus silencios no son fuente de soluciones, sino de conflictos, ha llegado el momento de cambiar esa constitución.
Una constitución para estar sana necesita que los ciudadanos se sientan afectos a ella, que la consideren pieza esencial de la convivencia pacífica, que dé respuesta cabal a sus expectativas, e incluso cuando se discrepa de ella, se perciba como la norma que garantiza y salvaguarda la discrepancia. Si eso no ocurre, lo que suele ser normal transcurrido un tiempo porque las sucesivas generaciones se van desligando y distanciando vital e ideológicamente de ella, y sobre todo donde los tribunales constitucionales no han asumido el papel (discutible en muchos casos, véase el ejemplo norteamericano) de actualizadores del texto constitucional, haciéndolo vivo y atento a los afanes de cada momento (mecanismo cuya bondad divide a los especialistas entre originalistas e interpretativistas -perdón por los neologismos-), la constitución entra en crisis.

Creo que España ha llegado a ese punto. No porque considere que una reforma constitucional, que será un proceso tortuoso y frustrante, sea la solución al problema catalán. En esto la reforma, como tantas otras cosas, llega tarde. Se trata más bien de que los españoles tenemos que recuperar nuestra confianza en la Constitución y volver a sentirla como la norma fundante de nuestra comunidad política. Lo que haya que reformar, lo dejamos para otro día.

PUBLICADO EN EL COMERCIO EL 22 DE OCTUBRE DE 2017

DE ERROR EN ERROR

Si se hubiese empeñado en hacerlo peor, no lo hubiese conseguido. Este Gobierno de España es una calamidad. Ha conseguido poner a este país en el peor de los escenarios políticos posibles. Y casi lo peor no es ya el reto separatista, que lo es y mucho. No. Lo peor es que le han dado a los pardos los mejores argumentos para seguir con la socava del Estado. No se pudo gestionar peor la crisis catalana. Hasta el punto que ha tenido que salir el Jefe del Estado a hacer lo que debía haber hecho el Jefe del Gobierno, defender la Constitución. Porque de eso se trata, aunque parece que ni el PSOE ni IU se han enterado. Aquí no se trata de defender al Ejecutivo nacional, ni de acallar la voz de los catalanes (¿cuáles? Digo yo, porque parece que hay unos catalanes que quieren justo que les defiendan de los separatistas). Aquí se trata, ni más ni menos, de defender las reglas básicas de este juego, que es el de todos; y eso no pasa por dar un golpe de Estado contra el orden Constitucional democrático de España.
Corre por la red el video del mensaje televisado de JFK a resultas de la negativa de un Gobernador a acatar la sentencia de la Corte Suprema de los EEUU que declaró contrario a la Constitución el segregacionismo racial. Su mensaje es clarísimo. Es el mensaje que tratamos de trasladar los profesores de Derecho serios y rigurosos: sin ley, no es que no haya orden, es que no habrá ni paz ni libertad. Como dice JFK en ese mensaje, los ciudadanos somos libres para discrepar de las normas, pero no para desobedecerlas. Porque si lo hacemos, simplemente, es la guerra de todos contra todos. Recuerdo la imagen de una vecina de una ciudad catalana que le decía a uno de esos concejales de camiseta y sin duchar que, si él se negaba a cumplir con una sentencia judicial porque era “injusta y antidemocrática”, ¿ella podía negarse a pagar las multas de aparcamiento o el IBI porque los consideraba “injustos y antidemocráticos” y, además, no los había “votado”? Contéstense ustedes mismos.
No toca usar el lío catalán para atacar al Gobierno. A pesar de que se lo merece. Ha puesto a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado a comerse un marrón. Me gustaría saber qué brillante estratega se le ocurrió montar los operativa a las 9 de la mañana. Seguro que dirá que fue cuando llamaron los Mossos. Menuda excusa. Tampoco era necesario desalojar los lugares. Bastaba con ir allí, advertir a quienes hubiesen cedido los espacios o participasen en las pseudo-mesas que si persistían en su empeño estaban cometiendo un delito, al menos de desobediencia por no decir de sedición. Y de forma coordinada con sus señorías, una vez incumplida la orden policial amparada en el pertinente mandato judicial, proceder a notificarles allí mismo su imputación penal y, dado el caso, dictar las órdenes de detención oportunas. Lo otro fue ridículo y le dio al separatismo sedicioso la imagen y los mártires que ellos deseaban. Mejor no hablar de la prensa internacional y del debate en el Parlamento europeo. Por primera vez me he sentido euroescéptico.
Mientras, el Gobierno en shock, y la oposición de izquierdas haciendo honor a su historia remota, desleal y oportunista. Desleal a la Constitución, que es lo que hay que defender ahora sin miramientos. No hay espacio para la tibieza. No podemos confundir a unos con los otros. Tenemos que tener claras las líneas rojas y de qué lado estamos. Y oportunista, porque sólo piensan en debilitar al Gobierno en un cálculo electoral vergonzante. Pero claro, “no es no”. Yo siempre me he tenido por un socialdemócrata, pero no de “éstos”. Todo es expresión del fracaso de una generación de españoles que nunca han sabido administrar una Democracia. Una generación perdida en sus propios demonios, familiares y personales, que no han sabido mirar más allá de sus complejos morales. El problema es que serán mis hijas las que sufran su fracaso.


 PUBLICADO EN EL COMERCIO EL 8 DE OCTUBRE DE 2017

lunes, 2 de octubre de 2017

¿CÓMO ENFRENTARSE AL SEPARATISTA?

Sí, sí, digo enfrentar, porque esto ya es un enfrentamiento. Hay una sutil línea roja que, una vez atravesada, ya no admite equidistancias, ya no es posible atemperar y tratar de encontrar un punto medio entre los que se quieren ir, lo que se quieren quedar y los que no entendemos nada de lo que está pasando. Hoy en Cataluña ya no es posible ser equidistantes y hay que tener claro quién está fuera de la ley y quién dentro. Y esa línea roja es la Constitución española. Claro que, si también cuestionamos esto y afirmamos sin solución de continuidad que por encima de la ley está la voluntad de la gente… pues la hemos liado, porque, digo yo, ¿quién es esa gente? ¿Y qué pasa con los que no son gente? ¿Y por qué lo que dice una gente vale más que lo que dice otra gente? La Constitución y la ley están justo para resolver estos dilemas, no el “derecho a decidir”.
Pero hoy no quiero hablarles de esto, que ya lo he hecho otras veces. No, hoy, y muy a mi pesar, me pongo en modo constitucionalista y trataré de describirles el panorama. El Tribunal Constitucional ha dicho de forma reiterada e indubitada que no existe un pueblo catalán soberano, que no existe un derecho a decidir o a la autodeterminación, que una comunidad autónoma no puede convocar un referéndum o consulta porque no tiene competencias para ello, y que, si bien se puede discutir sobre la secesión de España, la única manera de llevarla a cabo es a través de una reforma constitucional, por lo que cualquier otra forma de poner en práctica el debate sobre separarse que no sea reformar la Constitución es contario a ella y por tanto nulo e ilegal. Fíjense que el Tribunal nunca ha dicho que no puedan separarse, sino que no pueden hacerlo como los separatistas pretenden, a la brava y sin contar con los demás.
Dicho esto, y una vez que el Parlament catalán ha declarado materialmente la independencia de la “república catalana”, con gran tropelía de los derechos y reglas parlamentarias civilizadas, ¿qué puede o debe hacer el Gobierno? En primer lugar, el Tribunal Constitucional podría acordar ya en ejecución de sus resoluciones la destitución temporal de la Mesa del Parlament y del Gobern catalanes y deducir testimonio a fiscalía para que les impute un delito de desobediencia, por lo menos. Al Gobierno de España no le queda más remedio que acudir al manido artículo 155 de la Constitución. Éste podría ser el primer paso: suspender en sus funciones temporalmente a las autoridades y altos funcionarios de la Generalitat sustituyéndolos por personas designadas por el Gobierno de España, deteniendo e imputando penalmente a quien se resista física y activamente. A mi juicio, al igual que el poder de ejecución del Tribunal, estas medidas podrían alcanzar al Parlament y proceder a su disolución, convocando nuevas elecciones en Cataluña. El Gobierno debería presentar ante el Senado, que debe aprobarlo, tanto la propuesta de intervención en Cataluña (que en realidad no es de suspensión de su autonomía, si no de quienes la gestionan) como el plan de medidas a adoptar. Si la cosa va a mayores, y se producen graves altercados (que el Gobern o el Parlament se encierren, tumultos callejeros, violencia física…), entonces el Gobierno de la Nación quizá deba declarar un estado de excepción e incluso de sitio al amparo del artículo 116 de la Constitución y la Ley Orgánica 4/1981 que lo desarrolla. Aquí el asunto toma otro cariz, más grave y severo, y requiere el acuerdo del Congreso de los Diputados. La Ley de Seguridad Nacional únicamente aporta el marco jurídico-institucional en el que debe desarrollarse la actuación del Gobierno de la Nación en el caso de que acuda a una de las dos opciones, que pueden ser alternativas o declararse sucesivamente una tras otra.

Hasta aquí la teoría constitucional. Pero me resisto a creer que no haya un plan b político, que entre unos y otros hayamos dejado que las cosas lleguen a este dramático punto.

(publicado en El Comercio el 24 de septiembre)

¡QUE SE VAYAN Y NOS DEJEN EN PAZ!

Así como lo oyen. Esto ya no tiene remedio. Los catalanes ni se llevan, ni se conllevan, como decía Ortega. Ese conjunto difuso de gente haría las delicias de Jung, porque están para un estudio de psiquiatría social. Esta gente tiene algún problema emocional. No comprendo esa especie de necesidad permanente de ir por ahí reivindicándose a todas horas, siempre acomplejados, siempre quejándose, siempre exigiendo un trato diferenciado. Alguien tendría que recordarles su historia fenicia, su vocación oportunista y arribista; y hoy, que tanta paliza dan con el franquismo y la dictadura españolista, no estaría de más recordarles también que muy leales nunca fueron y que bien que arrimaron su sardina al ascua franquista. Hay imágenes tremendas de este desquicie. La de la parlamentaria añeja y furibunda arrancando banderas españolas de los escaños vacíos de la oposición (puro guerracivilismo); o la Forcadell, una pequeña burguesa antisistema que le ajusta cuentas a la “dictadura española”. Y la más grave, eminentes constitucionalistas -schmittianos, parece ser- que están en el cerebro del independentismo manipulando el Derecho Constitucional para justificar una revolución.
Porque es lo que está ocurriendo en Cataluña. Un levantamiento, no sé si popular o populista, con dos momentos claros. El primero es la crisis de la consulta de 2009, que es el precipitado de una gente que ya no se aguanta a sí misma, de una sociedad corrompida políticamente, que nos echa la culpa a los demás de su ruina. Pero en ese momento, el Gobierno de España, que ha demostrado una ineptitud y una irresponsabilidad dignas de mejor causa, tenía que haberse puesto a negociar y a buscar una salida política al chantaje permanente sobre el que siempre se ha construido la política catalana. Pero no; quiso maquiavelar, y todo se les ha ido de las manos, permitiendo que los pardos del populismo antisistema hiciesen justo lo que los manuales del revolucionario aconsejan: entrar en las instituciones para asesínalas desde dentro. En esta primera fase el Gobierno tenía que haber hecho caso al sutil mensaje del TC en su sentencia sobre la consulta del 2009, cuando decía que, a pesar de que nuestra Constitución no reconocía un sedicente derecho a decidir o a la autodeterminación, sí regula cauces para que los ciudadanos puedan ser oídos. Ese día los arriolas debían estar de tuerka. Nada de eso se hizo, y aquí estamos ahora. Sordos a la negociación, se entra en esta segunda fase en la que sólo es posible acudir a los jueces y a la Guardia Civil para asegurar el cumplimiento de las leyes. Vale que uno se quiera divorciar, pero lo que no vale es que pretenda hacerlo como le convenga y no con arreglo al Código Civil. Bueno, pues eso es justamente lo que quieren: divorciarse, pero con sus normas, no con las de todos. Y este Gobierno políticamente calamitoso, siguiendo una máxima imperecedera de este país, pudiendo hacerlo mal para qué hacerlo bien, sigue su senda de dislates. Porque, si no, no se explica que este desastre de Gobierno no haya acudido aún al artículo 155 de la Constitución.

En este punto, no hay otra que el divorcio. Que se vayan de una vez, que nos dejen en paz. Y no me digan que la mayoría no quiere irse. Esa “mayoría” silenciosa ha sido cómplice cómoda del proceso, y ahora les toca bregar a ellos con sus demonios. Pero ya en una república catalana independiente. Eso sí, después de arreglar las cuentas con España, no vaya a ser que se deba algo.

(PUBLICADO EN LA NUEVA ESPAÑA, 2 DE OCTUBRE DE 2017)

martes, 25 de julio de 2017

ESTO VA PERO QUE MUY MAL

Hoy tengo un día gris. Como los de esta triste Asturias, adormecida en su gris perenne. Es tan gris mi ánimo que me pregunto cuándo coño estropeamos esto, si es que “esto” alguna vez no estuvo estropeado. Cuándo carajo hemos jodido a este país, y por extensión, tal como están las cosas, a Europa. Buena pregunta para un buen estudio politológico cultural. Sí, lo confieso, me he rendido a Spengler y su “Decandecia de Occidente” y a la tesis de Barzun (“Del amanecer a la decadencia”) según la cual esto empezó a torcerse cuando aceptamos que pulpo puede ser una animal de compañía. Sí, tengo que declararme culpable de ser un pesimista cultural, como diría Arthur Herman (“La idea de decadencia en la historia occidental”). Sí, me siento heredero de Nietzsche o de Schopenhauer, esos dos grandes pesimistas. Lo demás es todo postureo para idiotas. Cómo no voy a ser pesimista en un país donde se cuestiona y vitupera a un tío que ha creado un emporio empresarial que le da de comer a su pueblo y encima dona una millonada para luchar contra el cáncer. Con cosas así me entran ganas de hacerme de derechas. Cómo no voy a ser pesimista, si los futuros universitarios no muestran ningún interés por escuchar a los grandes del pensamiento si lo que van a decir no cabe en un twitter. Cómo no voy a ser pesimista si el periodismo de verdad ha sido sustituido por el “periodismo de datos” (Y eso ¿qué es?). Si veneramos a un tipo que no ha sido capaz de acabar una carrera y cuyo mérito es haber creado Facebook… que ya me dirán qué mérito es ese. Yo crecí en un mundo donde se veneraba a Einstein, a Severo Ochoa o a Thomas Mann… Gente que ha creado obras imperecederas y que ha hecho este mundo un sitio digno de ser vivido. El otro simplemente ha hecho negocio de la animal inclinación humana al cotilleo. ¿Se han parado ustedes a pensar qué sucedería si mañana desapareciese Facebook? Nada. ¿Pero si nos quedásemos sin penicilina? Pues está todo dicho.

Ya ven el día que tengo. Pero es que no acabo de entender por qué Belén Esteban es un icono, o por qué las aulas universitarias no se abarrotan para escuchar a los grandes pensadores, pero sí para escuchar a un jugador de fútbol o a un cocinillas que no son capaces de formar una frase en correcto castellano y que nada han aportado al progreso y a la felicidad humana. Y siempre habrá un roussouniano bien pensante que dirá que de todos se puede aprender y que todos tienen algo interesante que decir. ¿En serio? ¿Ronaldo tiene algo interesante que decir? ¿Belén Esteban tiene algo interesante que decir? ¡Pero si ni Steve Jobs tenía nada interesante que decir, salvo vendernos sus inacabables gadgets! Para mi un ejemplo claro del signo de estos tiempos superficiales y de puro postureo son las famosas charlas Tedx. ¡Vaya una colección de chorradas! Igual soy un poco extremo en mis opiniones (ya les advertí de que tenía el día torcido). Pero lo que está acabando con nosotros es esta absoluta falta de espíritu crítico. Las cosas ya no se llaman por su nombre, porque nos tapa la boca el eterno “bien queda” que confunde el respeto o la educación con la hipocresía y la falsedad. Lo que ha hecho grande a Europa ha sido su invención del juicio crítico. Porque eso lleva derecho a la mayor de las exigencias y a colocar las cosas en su justo sitio. Porque el problema no está en que alguien como Belén Esteban mueva a las masas; el problema está en que alguien justifique la bondad de ese hecho en aras de un mal entendido respeto al otro o, lo que es el colmo, porque cree que un personaje así es capaz de aportar algo al bienestar de la humanidad y del planeta. Toda persona y sus opiniones son respetables, faltaría más. Esa es otra esencia civilizatoria de lo europeo. Pero no puede confundirse el respeto con la aceptación acrítica de lo que otro diga o piense. No puede acallarse al crítico con la mordaza del supuesto “respeto a la opinión del otro” o con otro lugar común que me pone enfermo, “la crítica constructiva” (¿qué coño es una crítica “constructiva”?). Sin juicio crítico y exigente, todo es “Sálvame Deluxe”.
(PUBLICADO EN EL COMERCIO EL 9 DE JULIO DE 2017)

SOMOS MEMORIA

Carlos, sé que te vas a reír con la rádula de hoy. Ya sabes como soy.
Hay momentos en los que no puedo evitar ponerme petulantemente trascendente. Me puede la sensación de que todo esto tiene muy poco sentido. Me admiran esas gentes que parecen tener una vida pletórica, o al menos tan ocupada que no tienen ni el más mínimo riesgo de preguntarse qué carajo hace uno en este negocio del vivir. Envidio a quienes su fe en una vida mejor más allá de lo corpóreo da cuenta y razón de este “pedreru” que es la vida terrenal. Para ellos, esta vida es un mero tránsito, que debe ser penoso y trágico, porque así uno se gana el más allá. El primer existencialismo fue cristiano y monoteísta. Envidio a los que llenan su vida de un afán. Salvar vidas y “ayudar a otros”. Reconozco que soy un holgazán de la solidaridad. Admiro, no saben ustedes cuánto, a estas personas que tienen, como se decía antes, vocación de servicio y dedican su vida a otros. Soy un egoísta; yo me autoinculpo. Envidio a quienes logran no pensar en nada de esto y su máxima preocupación es su equipo de fútbol. Debe ser la repara levantarte por las mañanas y que tu cabeza no esté en las preocupaciones y desazones propios de la existencia, sino en la crítica feroz al entrenador, al delantero, al árbitro…  Porque si hay algo que relaja mucho es tener un enemigo a quien batir. Si hay algo que da sentido a la vida es tener a alguien a quien criticar. Es la poética de “Sálvame”, una nueva religión posmoderna cuyo credo es el más poderoso de todos los tiempos: el cotilleo feroz. Yo no tengo ni fe, ni espíritu de servicio ni equipo en el que creer. Soy una calamidad existencial.
Yo sobrevivo con el sentimiento creciente día a día de que todo consiste en ir salvando obstáculos; con una agria sensación de que, desde que uno se levanta, esto consiste en ir cumpliendo hitos y sorteando los sustos. Porque al final todo es azar. La vida es sólo azar, una especie de suma de casualidades e imprevistos que vamos librando minuto a minuto. Y así un día tras otro. Y llega el final de la jornada y uno suspira aliviado porque ha pasado otro día sin una nueva angustia. Porque las que se hacen viejas y crónicas dejan de serlo; son el ruido de fondo de la supervivencia.

Al final, me pregunto qué va a quedar de nosotros. Somos memoria, perduramos en la memoria de otros. Por eso tenemos pareja, hijos y amigos, porque necesitamos que alguien nos recuerde después de nuestra muerte. A veces pienso en todos esos seres de los que ya nadie se acuerda. ¿Qué sentido ha tenido su vida? La verdad es que vivir si fe, sin una ONG o unos colores es bastante rollo. Te echaré de menos Carlos, tu gesto siempre elegante, tu palabra cauta y sabia, y esa sonrisa franca. Te conservaremos en nuestra memoria para que sigas viviendo en ella. Sé que estas elucubraciones mías te hacían gracia, tú estabas en otro nivel existencial y muy por encima de éstas mis poéticas ordinarias de lo cotidiano. Hace tanto que no te doy un abrazo, y ahora ya no lo podré hacer. Me duelen estas ausencias. Pero siempre tendremos a nuestro Gijón y su mierda de verano.
(publicado en el comercio el 23 de julio de 2017)

martes, 2 de mayo de 2017

EL EXCESO DE TACTICISMO POLITICO


David Van Reybrouck dice en su libro “Contra las elecciones. Cómo salvar la Democracia” que la democracia es una forma política que todo el mundo desea, pero que nadie cree en ella. Y así es, porque se sostiene sobre una hipótesis imposible: el autogobierno del ser humano a través de normas aceptadas y autoimpuestas. Todos la deseamos porque los sistemas democráticos transmiten la confianza de que en ellos se puede vivir con una elevada dosis de libertad e igualdad. La democracia vale por las emociones que produce, que tiene que ver más con la seguridad, la confianza y el respeto, que no con una efectiva y real participación en el autogobierno. Por eso no creemos en ella, porque no acabamos de aceptar que su dimensión política es pura ficción. La toleramos mientras funciona, mientras nos garantiza una vida próspera y tranquila. En realidad, la mayoría de las personas deseamos que nos gobiernen, que bastante tenemos con lo nuestro cotidiano. Fingimos que nos autogobernamos, pero lo que queremos es que lo hagan en nuestro nombre, reservándonos el derecho a patalear y a echar al gobernante sin necesidad de alzarnos en armas, siempre, claro está, que nos respeten, que nos sintamos dignos miembros de la comunidad, y podamos vivir nuestra vida en paz y libertad. Pero para que este fingimiento funcione es necesario que el que nos gobierna lo haga bien y sea ejemplar, que resuelva nuestros problemas cotidianos y que no sea un sinvergüenza, porque si no, la ficción no vale.

No me extraña la desafección generalizada para con la democracia si pretendemos de ella y de la política que la sustenta lo que no nos puede dar. Pero menos me extraña lo extremo de esa desafección cuando los actores de la política resulta que en vez de venerar el valor simbólico de esa ficción, unos la profanan con su corrupta desvergüenza y otros con su tacticismo. A la larga lo que más daño hace es lo segundo, porque, como también dice Van Reybrouck, la democracia se asienta en un difícil y frágil equilibrio entre legitimidad (la ficción) y eficiencia (la realidad). El equilibrio entre fingir que nos autogobernamos y la realidad de que los políticos son los que realmente nos gobiernan. Ese equilibrio se mantiene sólo si los políticos resuelven con eficacia los problemas cotidianos. Si no lo hacen, el sistema se resquebraja. Y la primera señal de que no lo hacen es el exceso de tacticismo político. No hay estrategias políticas (no sabemos a dónde vamos), pero sí mucha táctica para evitar perder el poder, olvidando la misión de la política y sus agentes que es resolver los problemas cotidianos de las personas. Un ejemplo claro de tacticismo: un alto cargo de un ministerio se reúne con un investigado por corrupción o un pariente suyo. Una vida política sana aconsejaría sin duda su cese inmediato. La conducta ha sido inoportuna, imprudente y nada ejemplar. No hay más que hablar. Mantenerlo en el cargo es puro tacticismo para no dejar el poder. La mancha y la duda ahí queda, y ese alto cargo ha quedado deslegitimado irremisiblemente. La ficción se ha roto, y emerge en toda su crueldad la ignominia de la desvergüenza. La falta de respeto al ciudadano es tal, que difícilmente podremos recuperar a ese ciudadano para la fe democrática. La imagen de un alto cargo ocupado en atender a los manchados por la corrupción y empeñado en defenderse antes que de cumplir con su deber es insoportable.

(publicado en El Comercio, 30 de abril de 2017)
RUFIANES EN EL PARLAMENTO
Uno ha visto y oído cosas en el Parlamento. Miembros de la Mesa del Congreso jugando con la Tablet o estudiando catalán, señorías dormitando, votando con los pies (en sentido literal y figurado)… Les he visto incluso rompiendo una Constitución. Pero nunca había visto la zafiedad y la insolencia hechas política. El diputado Rufián, sujeto celebre donde los haya, no deja de sorprendernos. Da igual el tema del que se trate, que ahí está él con esa vivacidad dialéctica que le sacaría los colores al mejor de los oradores parlamentarios habido y por haber. Todo un campeón de la oratoria y la impostura. A mí me recuerda a Trump: arrogante, desafiante, mendaz, bravucón. Los extremos se tocan, y aquí la izquierda rencorosa y la derecha recalcitrante comparten formas. Desde luego, a mí no me representan. Pero, como soy costra, a Rufián seguramente le da igual, e incluso se vanagloriará de no hacerlo.
El problema no serían sólo las formas, si tras la mala educación y el revanchismo sordo y huero, hubiese algo de sustancia política. Las formas ya son un problema, porque el político debe ser ejemplar. Tendrá mayor o menor fortuna en el manejo de la palabra y el discurso, pero en todo caso debe transmitir a la ciudadanía educación, saber estar y respeto por la institución a la que sirve. Si lo que transmite es un “todo vale”, la gente no hará más que legitimar y aceptar que vale todo. Si a la falta de formas, le sumamos una ausencia total de fondo, el asunto se pone crudo, porque la política deja de ser un espacio para debatir sobre la mejor forma de gobernarnos y ocuparnos de lo que a todos nos atañe, para convertirse en un concurso de descalificaciones. Es verdad que los medios de comunicación a veces se fascinan con este tipo de sujetos, y tienden a difundir sólo y descontextualizados sus exabruptos. Pero lo terrible del caso es que cuando uno acude a los diarios de sesiones donde se pueden leer sus letanías, uno descubre entre perplejo y preocupado que su argumentario político no va más allá del calificativo grueso y brutal encerrado en un discurso vacío y resentido. Es posible que, en efecto, no sean sino la voz de los que no la tienen. Lo que me desasosiega aún más, porque si esa es la voz de los que no la tienen, estamos arreglados. De aquí al pistolerismo sólo hay un paso, que algunos parecen empeñados en dar oídas sus diatribas. Tipos como Rufián han llevado la taberna al Parlamento, y con ello rebajado el discurso político a la bronca tabernaria. Y parece que nos da igual a todos. A mí no, porque sigo creyendo en el sistema democrático donde hacer política es y debe ser otra cosa.

Y mientras nos despistamos con Rufián, los problemas siguen sin resolver. Porque si hay algo que caracteriza a este tipo de nuevos políticos es que no traen en su mochila ni una sola idea, ni una sola propuesta, ni una sola solución. Son nada más que postureo que consume el tiempo de hacer política en las hogueras de su nueva inquisición. No les he oído aún ninguna propuesta seria, razonable,  que dé solución a lo que nos preocupa a la gente cuyas vidas no discurren en el bar o en el obsceno intercambio de insultos en lo que se van convirtiendo día tras día las redes sociales o en la espiral de la perpetua indignación. Así nos va, y así nos irá si los tiempos y la agenda los marca Rufián.    

(publicado en El Comercio, 16 de abril de 2017)

EL ARRIESGADO OFICIO DE PROGENITOR


¡Y vaya si lo es! Asisto estupefacto a un debate, rayano en el esperpento, sobre la absolución judicial de una madre, a la que había denunciado su hijo por haberle quitado el móvil, que a más inri era de la madre, tras un forcejeo. Resulta que la progenitora en cuestión, a la vista de que su retoño adolescente no terminaba por ponerse a estudiar, le retiró el teléfono. El caso es que el chaval quiso empapelar a la madre, y un juez sensato dijo que no. Desconozco los pormenores y las circunstancias de la familia, pero, desde luego, el caso es chusco.
Es cierto que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos condenó hace tiempo al Reino Unido por tolerar en sus colegios el uso de correctivos físicos. Aquella sentencia desató una ola en Europa de revisión de estas políticas tolerantes para con el castigo físico, y llego al punto de eliminar de numerosos Códigos Civiles, entre ellos el español, la norma que permitía a los progenitores corregir moderadamente a sus hijos acudiendo a la fuerza física… vaya, que permitía dar un azote. De este modo se entendía excluido del delito de agresión, coacciones, amenazas, lesiones o vejaciones, o como se quisiera llamar, el manido cachete, azote o bofetada. Siempre, claro está, de que se tratase de un uso leve y proporcionado de la fuerza. Porque todo, hasta en el seno de la convivencia familiar, tiene un límite. La cuestión es que en este universo de fariseo buenismo, no exento de una elevada dosis de cinismo sofista, siempre hay quien se rasga las vestiduras, se envuelve en la bandera de la dignidad y la defensa del menor desprotegido, arremete irreflexivamente contra el bofetón. La consecuencia no es que se haya mejorado la pedagogía familiar por prohibir y sancionar al progenitor que da un azote, sino que los jueces condenan a padres y madres, abuelos y abuelas, desconcertados porque simplemente han corregido a un menor con un cachete. El caso del abuelo denunciado por un policía que vio como le daba un azote a su nieto en un parque, da que pensar.
El problema y el debate se desvía si nos enzarzamos en decidir si es o no correcto el cachete. Un azote es un acto violento, no cabe duda, y debe estar prohibido por principio. Pero su violencia es graduable, y habrá un extremo en el que resulte intolerable (las palizas con le hebilla del cinturón), y otro en el que carezca de relevancia jurídica (el mero azote desganado y leve en el culo). El problema es que haya policías o fiscales que no sepa medir el acto, identificar su gravedad y desproporción, y se ensañen con el progenitor. Que pegar no es solución, todos lo sabemos. Pero todo pegar no es igual, y no debe introducirse en la convivencia familiar semejante distorsión provocada por la amenaza de una sanción penal si se corrige físicamente al hijo. Y tampoco es equiparable a la violencia de género. Desde luego, es inaceptable que una ley autorice el uso de la violencia de cualquier clase. Pero que ya no se autorice no significa que en todo caso se cometa un delito.  El sentido común nos dice que eso no es así. Porque si lo fuera, tras cada partido de fútbol habría que instruir varias causas penales a cuenta de las patadas, entradas, empujones y codazos que se suceden durante el encuentro. Una sociedad que se mete en esos telares está tan enferma como la que permite el otro extremo. Hay elementos en el derecho más que suficientes para identificar un caso de violencia gratuita e intolerable, de una mera corrección que no tiene más consecuencias. Me asombra que un fiscal o un juez no sean capaces de ver esa diferencia y de tener claras las líneas que separan un caso de otros.

(publicado en E Comercio 2 de abril de 2017)

EDUCAR EN EMOCIONES


Por enésima vez, y me temo que no será la última, se habla en España de un gran pacto educativo. Permítanme mostrarme especialmente escéptico. Este país siempre ha tenido un problema serio con la Educación. Sentimos un desprecio sordo y racial para todo aquello que suene a “educación”, desde la cívica hasta la  universitaria. Somos un país maleducado, grosero; ensalzamos y enaltecemos la ordinariez porque nos permite sentirnos iguales en la ignorancia y la vulgaridad. Si no, es imposible entender fenómenos como la Esteban o Gran Hermano. Y no sólo porque sean monumentos a la ignorancia y la vulgaridad rancia; sino porque los elevamos a categoría y a modelo a seguir. En pocos lugares del mundo (civilizado o no) se hace tanto honor de ser un bárbaro como aquí. Lo peor es que, además de jactarnos de ello, expresamos sin rubor nuestro desprecio para quien cuida las formas y es persona cultivada. ¡Claro que en otros lugares hay gente inculta y vulgar!. La diferencia es que en esos lugares no se venera la ignorancia. Aquí sí, y así nos va.
El origen probablemente de esta circunstancia que tanto ha lastrado a esta gran nación es que no hemos tenido ningún cuidado con el sistema educativo. Lo hemos dejado a su caer. No hemos hecho el esfuerzo de dignificar a los profesionales de la educación, de cuidar su selección y las condiciones de su trabajo, y hemos sucumbido a la tentación de que las aulas se conviertan en espacios de estabulación reglada de niños y no tan niños, y, en línea con ese desnortamiento, convertirlos en lugares de solaz entretenimiento donde a todos nos igualan por abajo y cuyo objeto es “entretener”. El resultado es que esa columna vertebral de cualquier comunidad civilizada, que constituye el eje sobre el que gira la vida de niños y no tan niños y el de sus familias durante al menos casi un tercio de sus vidas, sólo sirve para sostener y producir centurias de chicos cuya principal expectativa en la vida es emular a la Esteban o convertirse en concursante de Gran Hermano, o en “tronista”. Sentido crítico y raciocinio… los justos.

El problema es que quizá lleguemos tarde. No es casual que allí donde los sistemas educativos han perdido su vigor, y no se haya mimado la educación pública para llegar con su seriedad y rigor a todos los rincones del país, sean donde más han crecido los populismos de todo pelaje y la xenofobia.  Quizá debiéramos tomar nota. Ahora, se me antoja que el tiempo perdido no lo podemos recuperar diseñando para el S.XXI un modelo educativo del S.XX para dar respuesta a lo que preocupaba en el S XIX. El saber y el mundo ya no son bienes y experiencia en manos sólo de las escuelas. Los colegios no son ya ventanas al conocimiento y a lo lejano. Ni siquiera sirven ya para transmitir valores (respeto, dignidad, compromiso, solidaridad…). Quizá hoy su misión sea educar en emociones. Internet, la hipercomunicación y las redes sociales ha puesto a nuestros pies el mundo todo, pero no estamos preparados emocionalmente para responder a sus estímulos y retos. Tampoco estábamos antes, pero todo era más lento y lejano. El tiempo y el espacio eran nuestros aliados en el proceso trabajoso de emancipación y maduración emocional. Hoy todo es tan rápido y fluido que ya no hay tiempo para ello, y nuestras respuestas se hacen instintivas. Nuestro refugio está en lo simple y en lo que a todos iguala, el alarde de la brutalidad.  La escuela acaso debiera servir justo para lo contrario. 
(publicado en El Comercio 19 de marzo de 2017)

MIEDO A HABLAR. LA OMERTA


Les confieso que he estado a un tris de no escribir este artículo. Pero pensé que, tras casi toda una vida profesional dedicada al estudio de la libertad de expresión, era bien triste callarme en un asunto como éste (y se lo debo a mis estudiantes). Me resisto a callarme por miedo a las reacciones de la nueva intolerancia de los defensores indignados de todo pelaje. Vaya dicho por delante que me parece impresentable la campaña de esta asociación “Hazteoír” en contra de todo género que no sea el heterosexual católico apostólico y romano; y más impresentable es que reciba fondos públicos que gasta en este tipo de campañas sórdidas. Estos son los “originalistas” del “Tea Party” español… ¿Qué pensarán de Darwin? Mejor no saberlo. No es propio de una sociedad democrática y avanzada que aún nos suscite rechazo algo tan personal y respetable como la elección de la identidad sexual de cada cual. Vive y deja vivir, y, sobre todo, ¡respeta!
Pero dicho eso, la polémica generada con este autobús y las reacciones viscerales y contenidamente violentas, pero no por ello menos amenazantes, de quienes no comparten y les asquea el mensaje que porta del vehículo ha puesto en solfa de nuevo el futuro de la libertad de expresión, amenazada ahora por una nueva ley del “silencio” de todo lo que pueda ofender a las minorías. A su juicio, los promotores de dicha iniciativa son reos claros del delito de incitación al odio transfóbico, ofenden y denigran a los transexuales (y así lo piensa de manera harto discutible el juez de la medida cautelar; otro día le dedicaré unas líneas a esta nueva generación de jueces activistas, justicieros y muy dados al uso alternativo del derecho). Si el criterio es el de la “ofensa”, ¿qué hacemos con los que consideran que el Día del Orgullo Gay les resulta “ofensivo”? ¿Por qué una ofensa merece más respeto que otra? La verdad es que todas estas imprecaciones son simples juicios de y sobre intenciones. El Estado no puede dirimir juicios de intenciones y cuestiones meramente morales. El mensaje, expreso y tácito, es deleznable. Pero a pesar de serlo, tienen derecho a expresarlo; tienen derecho a ejercer su libertad de expresión y decir lo que les dé la gana, aunque sea un disparate, una mentira, o un juicio moralmente inaceptable, mientras no incurran en el insulto. Y aquí no hay insultos, a pesar de que el mensaje sea impresentable.
La grandeza de la verdadera libertad de expresión es que protege cualquier opinión siempre que no sea un insulto expreso y evidente. La libertad de expresión no exige tener que escuchar o leer estos mensajes, no exige que les hagamos caso. Podemos pasar olímpicamente de quien opina, y quien opina tiene que aceptar que se le ponga pingando de palabra, por supuesto. Las reglas son las mismas para el opinador y el crítico. Pero lo que no podemos hacer es que la gente tenga miedo a opinar por miedo a que se le sancione por lo que diga. Stuart Mill ya decía que nadie, y menos el Estado, puede atribuirse el poder de la infalibilidad y por tanto el de imponer a los demás una opinión porque es la buena y la verdadera. Las opiniones se discuten con opiniones y en el debate público, no en los tribunales o en los parlamentos.

Vivimos tiempos desconcertantes en los que ciertas morales pretenden imponerse como verdades inatacables; tiempos en los que la ofensa la tenemos a flor de piel y exigimos en nuestra condición de ofendidos una reparación ejemplar: silenciar al disidente. Que nadie se equivoque, esa forma simple y primitiva de reaccionar solo conduce a un único lugar, al fin de la democracia.

(publicado en El Comercio 5 de marzo de 2017)

lunes, 20 de febrero de 2017

INVESTIGA, COMISIÓN, QUE ALGO QUEDA

Siempre he defendido la utilidad, siquiera simbólica, de las Comisiones parlamentarias. Siempre he mostrado mi disenso con aquéllos que cuestionan su utilidad. Pero es que la política es un juego de imágenes y símbolos, una suma de ritos, que tienen su aquél. Nada es casual, y el poder, sea cual sea su calaña, necesita de parafernalia y ceremonia porque en buena medida su autoridad se asienta en la solemne distancia. Ello obedece a distintas y muy valiosas razones. No se trata de un ejercicio de soberbia y arrogancia (que es para lo que algunos bodoques creen que sirve la pompa del poder), sino de necesario distanciamiento, de silenciamiento del factor humano que siempre acompaña a la cercanía. La pompa y ceremonia del poder es la manera simbólica de expresar su exigible neutralidad y objetividad. Neutralidad y objetividad que por definición son frías y distantes. Por eso en política las formas importan. Por eso la existencia de Comisiones parlamentarias y su trabajo importa, porque con su existencia el Parlamento transmite que le preocupa lo que le pasa a los ciudadanos, que se toma en serio las cosas y que trabaja, analiza, profundiza en los asuntos, escucha a quienes saben de ellos, a quienes tienen responsabilidades sobre ellos, y tiene la oportunidad de apretar a quienes no cumplen como es debido. En las Comisiones estamos los ciudadanos, actuando por medio de nuestros representantes, y a través suyo nos tomamos en serio lo que ocurre y les ocurre a nuestros conciudadanos, y velamos por que se cumplan las reglas de juego, se mejoren las condiciones de vida de la gente, se busquen soluciones a sus problemas y se riña a quien no hace lo que debe. Una Comisión parlamentaria está para analizar, estudiar y decidir; para ayudar a la toma sensata de decisiones legislativas. Para lo que no sirve una Comisión parlamentaria es para juzgar y enjuiciar, para sustituir a los tribunales, para ejercer de Gran Inquisidor; en fin, para hacer eso que tanto nos gusta en este país, solucionar los problemas buscando un culpable a quien embrear, emplumar y escarnecer públicamente.

Por todo ello, las Comisiones son recursos escasos que debe administrarse bien. Porque como todo símbolo, su abuso lo transforma en caricatura y esperpento, y banaliza su función. Hay ciertas fuerzas políticas que tiene una necesidad compulsiva de resolverlo todo constituyendo Comisiones de investigación a troche y moche. Creen que hay que estar todo el santo día en Comisiones, creando una tras otra sobre las cuestiones más banales, malgastando recursos y el tiempo de aquellos a los que se les ordena o invita a comparecer. Creen que la función parlamentaria de control es eso, es estar en permanente estado de investigación, convertir las Comisiones parlamentarias en una suerte de Comités de Salud Pública a la jacobina en los que “depurar responsabilidades” (que nunca se depuran porque su cantidad y obsolescencia las hace superfluas e inútiles) y buscando unos culpables que nunca se encuentran. Digo yo que nos podríamos ahorrar bastante dinero si en vez de tanta Comisión de Investigación, nuestros próceres se dedicasen a estudiar los informes de los expertos, los expedientes administrativos relativos a los asuntos y dedicasen su valioso tiempo a analizar, pensar y reflexionar sobre esta información en sus despachos, y no a celebrar estos autos de fé en los que no se busca acercarse a la verdad, sino escuchar lo que interesa en un ejercicio de pereza intelectual sonrojante.

(Publicado en El Comercio el 19 de febrero de 2017) 

lunes, 6 de febrero de 2017

Cosas de la geografía y el temperamento político

Publicado en El Comercio el 5 de febrero de 2017

No soy yo muy dado a la geografía de lo político, y siempre he leído con cierto desdén las reflexiones de Montesquieu sobre los accidentes geográficos y las meteorologías de los lugares  como condiciones de las instituciones políticas. Sin embargo, la lectura del enciclopédico libro de Fukuyama con el que trata de narrar la historia del Estado, me ha hecho recapacitar. Quizá no de la forma un tanto ingenua con la que Montesquieu traba esa relación entre brumas, montañas y legislador, pero lo cierto es que los estudios antropológicos nos dicen que algo sí que determina las formas políticas de un lugar sus condiciones geográficas y climáticas. Es posible que el Estado en sus distintas modalidades y evoluciones pueda describirse como la tenaz lucha contra el medio, imponiendo su lógica a la de las montañas, las lluvias o los vientos. Se me antoja poético en exceso.
La cosa es que tirando de esa reflexión, veía yo un programa de viajes que recalaba en China. Allí se mostraba a un grupo pintoresco y diverso en edad y condición que se reunía para cantar viejas coplas maoístas. Canciones de tono épico y grandilocuente, en el que se expresaba las más de las veces la nostalgia de un amanecer luminoso de libertad y prosperidad. Decía quien comentaba la escena, que los integrantes de estos grupos suelen ser personas de cierta edad que añoran los tiempos del maoísmo. Tiempos donde ser libres no tenía valor. Lo que sí valía era comer todos los días, tener trabajo, sentirse parte de una comunidad que era guiada por un código moral y político sin grises ni dudas. El Estado cuidaba de ellos. Son inadaptados a un mundo que ya no cuida de nadie. Seres desvalidos que no saben qué está bien o mal, ni quién velará por ellos.

Al hilo de esas imágenes, me dio por pensar si no existiría una relación entre la personalidad de cada cual y su ideología. Si no era llamativo que los liberales y neoliberales suelen ser gente muy segura de sí misma, elevada autoestima y sin miedo a competir en la vida. Mientras que los nostálgicos de toda clase de autoritarismos, suelen ser seres inseguros, temerosos y desconfiados, para los que la vida es una suma de amenazas. Qué interesante podría ser examinar si en efecto los rasgos psicológicos del personal influyen en sus propensiones políticas. Porque acaso va a resultar que al final Montesquieu tuviese razón. Pero no porque la geografía y la meteorología condicionen los sistemas políticos; sino que son las personalidades de cada miembro de la comunidad, hasta, y por ponerse jungueriano, el inconsciente colectivo que hace que un pueblo criado y educado en tenerse en muy alta estima, en el individualismo competitivo y la confianza en uno mismo, reclame una libertad en la que poner a punto sus dones y triunfar frente a los rivales, sin tener mucho miramiento para quien se queda atrás. Al otro lado, los que sólo se sienten seguros anónimos en la comunidad, disueltos en lo social y atendidos por un Estado paternalista que les suministra los mínimos vitales, y, sobre todo, les evita enfrentarse a la lucha de la vida día tras día. Unos ensalzan la diferencia, y los otros la uniformidad. Unos quieren ser libres para triunfar, y los otros quieren ser iguales para sobrevivir. A lo mejor no vendría mal saber si existe esa conexión. Menudas conclusiones podríamos alcanzar si al final también la ideología y la política son cosa de la bio-antropología.  

abuelas salvajes

Publicado en El Comercio el 22 de enero de 2017

He observado en estos años un par de fenómenos curiosos. El primero, que ya he comentado en estas páginas, es que en Gijón hay más perros que niños. Conste que a mí me encantan los perros… Pero me resulta incomprensible esta proliferación tan evidente de mascotas. Tampoco me extraña, porque tal como está el patio, hay que ser muy valiente o muy inconsciente para decidir tener hijos. Tener uno ya es la pera, pero querer más es ya para nota. A cambio, las parejas jóvenes se deciden por el perro o perros. El que la gente mayor y sola se acompañe de uno, sobre todo las señoras, es una estampa habitual. Ya saben que forma parte de una terapia según la cual tener la mascota ayuda a estas personas a no sentirse tan solas ni deprimirse. Tienen alguien de quien ocuparse. ¿Pero una persona joven y con pareja? Aquí no puede haber un problema de soledad, ¿no? En fin, yo entiendo que los perros son tipos cariñosos y de fiar. Un perro es un ser fiel y leal, que te quiere incondicionalmente y con quien siempre puedes contar. No se puede decir lo mismo de las personas. Ay, ¡cómo es el ser humano!
Otro fenómeno peculiar y… ¡peligroso! El de las abuelas salvajes. Últimamente proliferan las madres y padres que llevan los carritos de su progenie como carros de combate. Van por las aceras a toda prisa, echando al resto de los viandantes a la carretera, o, atropellándoles sin más. Doblan las esquinas a lo bestia, lanzando por delante a los carritos de los bebés, que en la actualidad son artefactos colosales, creando un momento tremendamente incómodo porque si no andas listo te caes sobre el bebé… y, claro, no es cosa. Ni se te ocurra mirarles mal, o reprocharles esa conducta irresponsable al convertir a su prole en arietes urbanos. Qué decir de los que se limitan a atravesar el carrito donde les apetece y normalmente donde más molestan y más obstaculizan el paso del resto de los peatones. Cualquiera les dice nada. El bebe lo explica y justifica todo.

Pero ahora han irrumpido en este escenario las abuelas. Esas señoras de cierta edad, aún jóvenes y ágiles, que no sólo conducen el carrito, sino que lideran a la manada familiar. Ellas asumen la responsabilidad de ser cabeza de puente en aceras, tiendas y cafeterías. Irrumpen soberanas en cualquier lugar, te atropellan sin miramientos, y prepárate si obstruyes su paso. Te mirarán despiadadamente y te arrollaran sin contemplaciones. Si además se trata de la lucha por el espacio vital en la cafetería de moda, el asunto se torna en crítico. Allá llegan con sus carritos, desalojan el espacio a base de ocuparlo violentamente con el cochecitos, su abrigo, el paraguas, el sombrero, el bolso… dan órdenes e instrucciones a la tropa, exigen la presencia del servicio de forma inmediata, indican donde sentarse, qué hacer y hasta qué tomar. Una vez que se han hecho fuertes en la plaza sin ningún miramiento, imponiendo la ley del carrito y de la abuelería desbordante, comienzan su expansión inexorable a los espacios aledaños. Primero aparcan el carrito donde les sale, acaparan todo tipo de mesas y sillas, sacan al bebé y lo jalean en voz suficientemente alta como para ya no poder seguir leyendo el periódico si estás a su lado, sobreexcitan al niño que se suma al jaleo, y finalmente miran a su alrededor de forma desafiante retando a los presentes a que se atrevan a cuestionar su indudable e incontrovertido mando en plaza.  Aléjense de ellas mientras puedan.  

Unos cuantos años de Estatuto de Autonomía

Asturias tiene alguna condición que debe tenerse en cuenta para responder sobre la vitalidad del Estatuto de Autonomía 35 años después de su aprobación. En primer lugar que somos muy pequeños. Tenemos un tamaño geográfico y poblacional que no permite milagros. En segundo lugar nuestra relación con el pasado. Asturias es rehén de su pasado, lo que nos hace aldeanos y melindrosos. Aquí siempre hay alguna cuenta que ajustar, algo de lo que quejarse y un rencor sordo y corrosivo que ha empujado a los mejores a irse. Y en tercer lugar, una sociedad civil muy frágil, inmadura y avejentada. Somos viejos mentalmente, como todas las sociedades pequeñas, aisladas y endogámicas. Una sociedad atrapada en la nostalgia de un pasado que nunca existió, que necesita reivindicarse constantemente haciendo un alarde de grandonismo provinciano que termina por asfixiar al más pintado. Asturias es la memoria de un espejismo en el tiempo. Eso explica nuestra endogamia socio-política, nuestra paralización endémica, nuestro aldeanismo pertinaz y excluyente. Ahí está nuestro empeño minero, que además sólo afecta a una parte menor de su espacio; o que sigamos dándole vueltas a la constitución de un gran centro metropolitano… una idea fracasada, antigua y obsoleta en la era de los “territorios inteligentes”.

Todo esto ha conducido a que en la escena político-social asturiana se sigan representando las mismas obras desde hace años, protagonizadas por los mismos personajes, hoy ya muy entrados en años y con un paradigma mental ajeno al siglo XXI. Todo ello nos ha hecho muy talentosos en echar fuera al talento, cuyo vacío se colma con toda clase de chigreros y farándula de pelaje diverso e incierto (aquí hay peluqueros-coach, cocineros-thinktank y  tenderos-influencers). Así las cosas, al pobre Estatuto no le ha ido nada bien con semejante paisanaje. Nuestro Estatuto es una buena norma, que nos ofrece todas las herramientas necesarias para crecer como territorio y como sociedad. Pero, ni se ha desarrollado legislativamente como debiera, ni se ha conseguido que la Administración pública asturiana sea un instrumento ágil y eficaz, ni nuestra sociedad política ha sido capaz de crecer sin mirar el retrovisor o sin estar al dictado de Madrid. A pesar de que nuestra pequeñez podía haber sido una ventaja para hacer buenas leyes, para tener una Administración con un tamaño adecuado y una clase política más dinámica, ha sido todo lo contrario. El desarrollo legislativo es paupérrimo, no disponemos de un cuerpo de leyes que haya servido para construir el esqueleto legal de la región dotándola de reglas claras y un marco jurídico para crear y crecer. La Administración que se edificó en los ochenta casi de la nada, con enorme esfuerzo y talento por quienes la idearon en el primer gobierno autónomo (tan brillante y motivado), sin embargo, con el paso del tiempo, se ha convertido en un lodazal de chiringuitos absurdos, en un elefante varado incapaz de dar servicio de calidad ahogada en sus guerras sindicales. Todo ello ha provocado que el Estatuto no haya sido la palanca para una estrategia de región que nos hubiese permitido crear un espacio atractivo y confortable donde estar y quedarse. Por eso, lo que hay que reformar no es el Estatuto, sino a la sociedad asturiana. Y yo me hago esta pregunta: Inditex tiene su centro neurálgico en Galicia, tierra de Amancio Ortega; ¿dónde está la sede central de El Corte Inglés? El Estatuto no tiene la culpa. 

PUBLICADO EN EL COMERCIO el 8 de enero de 2017