Advierto de un tiempo para acá
una cada vez mayor “penalización” de los casos de libertad de expresión. Me
explico. Casi no hay semana en la que los medios de comunicación no se hagan
eco de un caso en el que a alguien se le procesa penalmente o se le condena por
sus opiniones. Ojo, no confundir esto con el discurso y queja demagógica y
perversa de los independentistas catalanes cuando dicen que sus políticos
presos lo están por las ideas que expresan, por sus opiniones. Hombre, pues
mire, no. No están por sus ideas ni por las opiniones en las que las expresan,
sino por la presunta comisión de actos tumultuarios o por haber presuntamente pasado
de las palabras a los hechos formalizando en su condición de cargos
institucionales (Presidente de la Generalitat, Consellers, parlamentarios…)
decisiones y acuerdos manifiestamente contrarios a la integridad territorial
del Estado español. Esto señores si han sido imputados en procesos penales, no
lo han sido por lo que han dicho o las ideas que han defendido, sino porque parece
que han actuado gravemente en contra del ordenamiento jurídico español.
Pero dicho esto, sí que me
preocupa la creciente penalización de los casos, esto sí, de ejercicio de la libertad
de expresión. Me llama la atención, además, el empeño de los jueces penales
españoles, en particular la Audiencia Nacional, en criminalizar ciertas
conductas expresivas, que pueden ser especialmente molestas, inquietantes
incluso, hasta ofensivas, pero que, a mi juicio, no hay razón alguna para
sancionarlas ni civil ni penalmente, so pena de infringir el artículo 20 de la
Constitución española. Este precepto garantiza con un especial vigor la
libertad de expresión e información en España, y la jurisprudencia del Tribunal
Constitucional español, atenta y coherente con la del Tribunal Europeo de
Derechos Humanos, ha hecho tradicionalmente una defensa encomiable de estas
libertades en la convicción que si ella y sin un mercado de las ideas robusto,
libre, en el que todo pueda ser dicho y discutido, no es posible una democracia
sana y robusta. Juicios penales por organizar una pitada al himno nacional o al
Rey en un partido de fútbol, condenas penales por bromas de mal gusto
difundidas a través de un tuit, cárcel por quemar fotos del Jefe del Estado o
por injuriarlo… Hemos vuelto a los años ochenta donde la judicatura tenía poca
fe en la libertad de expresión y el Tribunal Constitucional desplegaba un
titánico esfuerzo en corregirles y darles criterios claros para distinguir lo
que estaba protegido por el artículo 20 de la Constitución y lo que no. Ahora
parece que esos cánones se han olvidado. Incluso el Tribunal Constitucional lo
ha hecho, porque parece que ya no recuerda su sentencia 107/1988 en la que vino
a decir que con sólo las opiniones no se ofende ni agrede penalmente a ninguna
institución del Estado, ni siquiera al Rey. Ahora hemos pasado a que mofarse o
atacar al Rey acarrea la cárcel sin remisión. El problema de todo esto, y hasta
no hace poco lo decía el Tribunal Constitucional, y desde siempre el Europeo de
Derechos Humanos, es que este tipo de comportamiento judicial conduce a un
inexorable debilitamiento del debate público y la libre opinión por el efecto
de desaliento que sus sentencias provocaba en un potencial ciudadano que ante
el riesgo de ser encarcelado prefiere guardar silencio.
Y miren que el canon fijado por
el Tribunal Constitucional en materia penal era muy claro y simple: si no hay
expresiones formalmente injuriosas y además innecesarias para el mensaje que se
quiere expresar… no hay delito, sólo
libertad de expresión. Aunque esa expresión duela u ofenda.
(Publicado en El Comercio el 17 de diciembre de 2017)