Imagino que intuirán ustedes de
qué voy a escribir hoy. Es que esto del caso Cursach me trae hablando solo. No
acierto a entender que se les ha pasado por la cabeza al juez y a la fiscalía
en semejante trance. Quiero pensar que no ha sido por desconocimiento del
derecho constitucional más elemental, o de la más básica teoría general de los
derechos fundamentales, o de la doctrina universalmente aceptada sobre la libertad
de expresión. Me resisto a creer que cediesen sin más y por ignorancia a la
petición de la policía judicial, probablemente muy justificada en el hastío de
tanta filtración que estaba perturbando gravemente el curso de las investigaciones
en un asunto tan siniestro. No puede ser, porque su señoría debería saber que
con arreglo a una doctrina pacífica, reiterada y muy sólida del Tribunal
Europeo de Derechos Humanos cualquier violación del secreto periodístico
soporta una gravísima sospecha de constituir una aún más grave intromisión en
la libertad de información de los profesionales del periodismo, y por
extensión, de todos los ciudadanos. Dudo mucho de que el Tribunal Constitucional,
llegado el caso, contrariase esta jurisprudencia.
En efecto, así es. Y no sólo el
Tribunal Europeo de Derechos Humanos, también todos los tribunales
constitucionales de nuestro entorno (el alemán lo acaba de reiterar en una
sentencia de 2015), han sostenido rotundos que cualquier interferencia en el
secreto profesional de los periodistas debe justificarse en razones de
indiscutible necesidad en el seno de una sociedad democrática. Esas razones
siempre se han identificado con la ineludible garantía de otros intereses, bienes
o derechos fundamentales. Debe acreditarse ante el juez que es absolutamente
imprescindible revelar las fuentes periodísticas porque no hay otra forma
alternativa menos gravosa de proteger los derechos constitucionales de terceros.
Y no sólo eso, es además necesario acreditar que el daño que se produciría en
esos derechos, de no violentar el secreto periodístico, es real, inminente y
desproporcionado. Si no se acreditan todos estos extremos, la decisión judicial
de obligar al periodista a revelar sus fuentes de la forma que sea,
directamente llamándole a declarar, o indirectamente incautándose de sus medios
de trabajo (móviles, archivos, ordenador, etc.), ¡constituye una vulneración de
su libertad de información de manual!
No parece que se haya acreditado
nada de eso ni por la fiscalía, ni por la policía judicial, ni por el propio
juez, porque el auto que decreta la incautación de los móviles y ordenadores de
los periodistas en cuestión no está motivado. Lo que ya resulta el colmo, porque
cualquier juez debería saber que cualquier resolución judicial –que no sea de
simple impulso procesal- sin motivación, especialmente en un supuesto de
evidente afectación de un derecho fundamental, es manifiestamente contraria al
derecho a la tutela judicial efectiva (si no conozco las razones de la
decisión, malamente me podré defender de ella) y a la libertad de información (cualquier
limitación de un derecho fundamental sin motivar lo lesiona). El juez desde
luego habrá podido saber quién filtraba información de las diligencias previas
penales que instruía. Pero nada de lo que ha obtenido con esa actuación tiene
valor probatorio porque al haberse obtenido con manifiesta vulneración de
derechos fundamentales es nulo de pleno derecho y no puede emplearse en el
proceso, so pena de viciarlo y provocar su nulidad (doctrina de los frutos del
árbol envenenado). ¡Y encima para solventar un asunto ajeno al objeto principal
de la causa! ¿Alguien da más?
(Publicado en EL COMERCIO, 23 de diciembre de 2018).