martes, 2 de julio de 2019

ARCHIVOS

Siempre me han fascinado los archivos. Esos lugares en los que reposan vidas y memorias en suspenso. Hay algo en esos espacios donde se acumulan cajas y cajas de papeles, informes, cartas, oficios, resoluciones, notificaciones y vaya usted a saber cuántas otras cosas. Todas ellas preñadas de pasado y olvido. El silencio de esos espacios, que en contra de lo que parece, suelen ser sitios frescos, tranquilos y luminosos. Santuarios de cronologías y orden. Cada cosa tiene su sitio, y en cada sitio está lo que le corresponde.

En estos tiempos acelerados y líquidos, los archivos son un homenaje a lo que fuimos. En ellos discurren los minutos de otro tiempo. Me imagino cuánta vida, cuántas historias cotidianas encierran sus cajas. Yo para eso soy un desastre. Me olvido de guardar las cosas, a pesar de mi propósito de tener mi pequeño archivo personal. Ni siquiera soy capaz de ordenar mis fotografías. Capto el instante, pero no sé volver a él. Como tampoco sé volver a lo que escribo. Soy mal padre para mis creaciones. Me da un inmenso pudor releerme o reverme… Bueno, de hecho, sólo conservó mis escritos por si hay que aportarlos a algo, no vaya ser que a pesar de tener un buen puñado de trienios alguien te pida que acredites no sé que cosa que publicaste cuando ni siquiera sabías qué eran. No me gusta salir en las fotos… algún día alguien podrá dudar de que yo estuve aquí o allí porque no salgo en ninguna. ¿Para qué? Me gustan así, porque me da la locura de verlas será para recordar la belleza de ese instante o el recuerdo de lo que fuimos. Para eso, mi presencia es innecesaria.

Me gusta refugiarme en los archivos. Bajar a esos sótanos o a esos altillos a los que los desterramos. Hurgar en las cajas y cotillear los legajos. No tengo ánimo alguno de reconstruir nada, tan sólo me gusta imaginarme el mundo y las personas que en él habitaron y redactaron aquellos papeles. En ellos se encierra la vida, como hibernada. Mi imaginación se desparrama entre los folios, las firmas, la jerga de las declaraciones y los saludas, el tono de los acuses de recibo, los sellos de los expedientes. En ellos dormitan miles de historias, pequeñas historias de vida cotidiana, condenada tarde o temprano a la destrucción y al reciclaje. En los archivos se pueden reconstruir geografías, espacios, rencores, indignidades y corajes. En ellos se cuenta la vida real. Confieso que siento cierta turbación cada vez que desato el cordón de una carpeta y de entre el polvo del tiempo emergen nombres y relatos. Y me estremece la idea de cuánto olvido encierran también los archivos. Cuánta gente anónima que ya ni siquiera lo es porque nadie se acuerda de ellos. Cuántas vidas olvidadas. Siempre me pregunto cuántos secretos esconden esos papeles. Cuánta desmemoria. Y eso me entristece.

Sí, los archivos me gustan. Me gusta su olor y la belleza de su orden. Pero no sabría ser archivero, porque viviría cada vida encerrada en sus cajas. Mi imaginación se desataría y finalmente quedaría postrado de nostalgia y melancolía por esa gente cuyo único rastro en la vida es un archivo silencioso. 

(Publicado en El Comercio el 23 de junio de 2019)