Pues no, no voy a escribir sobre
las elecciones. Tampoco sobre política. Es que uno está ya un poco saturado, ¿y
para qué seguir sumando más y más opiniones sobre lo que va a pasar, lo que
debiera pasar o lo que deseamos que pase? No, hoy voy a hablar de viajes y de
cocinas. Porque verán, ¡qué harto me tiene a mí esto del viajar y del cocinar!
Yo bien que lo siento. Sé que mi
atractivo (si es que lo tuve alguna vez) se va a ir al garete porque ¡no me
gusta cocinar! Una pena. Pero es que cocinar me parece un gran coñazo, me
estresa y me aburre. Yo soy más de comer lo que cocinan otros. Eso sí,
recogiendo y fregando cacharros soy un crack. Imbatible. Ahora, cocinar… me da
una gran pereza esto de cacharrear y enredar en la cocina. No tengo un plato
especial que borde (no, no hago paellas míticas los domingos). No me atrae nada
de nada el fogón. Yo cocino por pura necesidad. Porque no queda otra. O cocino
o muero de una sobredosis de colesterol. Lo del cocinar no va conmigo y además
lo encuentro sobrevalorado. Disfruto viendo algunos programas de Canal Cocina.
En su momento me resultó entretenido Máster Chef (menos el de niños, que
siempre me pareció algo digno de fiscalía de menores por explotación y maltrato
infantil). Pero ahora estoy de la cocina y de los cocinillas hasta la cabeza.
Resulta que para ser sexy hay que saber cocinar. Pues yo lo tengo chungo, pero
que muy chungo. Miren, a casi ningún hombre en el fondo le gusta cocinar (como,
por otra parte, tampoco a la inmensa mayoría de las mujeres). Lo que pasa es
que lo disimulamos porque está de moda y no eres nadie ni tienes conversación
si no sabes hacer unas alcachofas glacé, o una mousse de centolla parda, o
sushi. Hemos pasado de la vinomanía, donde todo el mundo era sumiller, a que
ahora, o eres adicto a Arzak y tienes la temporada completa de Jamie Oliver en
Italia, o eres superfluo. Es un rollo. No obstante, en este mundo líquido, el
mandil ha trascendido las cocinas e importa más lo que opine de economía,
cultura o política cualquiera de los Roca, que un premio Nobel. Cocinero a tus
cocinas. Creo sinceramente que se equivocan apostando tan fuerte por esta sobredosis
de cocinillas porque todo este circo terminará por banalizar la buena mesa.
Viajar esta sobrevalorado. Se ha
convertido en un gran coñazo. Antes lo del viaje tenía glamour. Te cultivaba.
Ahora te estresa y cabrea. Los aeropuertos tenían un no sé qué. Lo de viajar en
avión, incluso en turista (a mí siempre me gustó más el eufemismo de “economy
class”, era como que lo hacías por ahorrar y no porque no tuvieras un por qué),
le daba a uno una pátina de mundanidad y sofisticación. Ahora es un calvario.
Horarios imposibles. Aviones infernales. Aeropuertos atestados. Uno ya no cabe
en el asiento, y eso que se es de talla apañada. La gente no sabe comportarse
en los viajes. Vociferan, comen a dos carrillos, te hacen soportar a sus niños
consentidos, escuchas sus series favoritas, te empujan… Y para otro día
dejaremos la feroz lucha por el espacio para llevar la maleta de cabina. Eso es
terrible. Antes los escenarios del viaje eran un entorno de civilidad, de
cortesía, de una cierta elegancia. Hoy sacan lo peor de nosotros. La obsesión
por colas absurdas cuando a nadie le van a quitar el sitio, la mala educación y
la grosería. La cosa termina por rematarse cuando llegas a tu destino. Todo
está infestado de turistas y viajeros de saldo. ¡Y qué me dicen de la moda de
viajar en ropa deportiva y, en particular, con malla de correr! Hubo un tiempo
en el que todos íbamos disfrazados de Quechua. Parecía que íbamos o veníamos de
explorar la Amazonia, cuando resulta que habías estado en Roma o Nueva York.
Pero ahora la cosa ha ido a peor: la mallas, esas terribles mallas lo invaden
todo. ¿Es que nadie se mira al espejo? A duras penas puedo entender que se usen
para un viaje transoceánico. Pero no puedo con el “mallismo” sin fronteras.
Puedes estar en el Vaticano, que la gente, sin pudor ninguno, va enfundada en
mallas. ¡Hombre, Miguel Angel y la Capilla Sextina… se merecen un respeto!