Acabo de escuchar a un cineasta,
si es que ese término existe, achacar el supuesto problema catalán a la
condición acomplejada de los españoles (¿por qué tenemos esta manía de presumir
la valía o la autoridad incuestionables de la opinión de alguien por dedicarse
a tareas científica, intelectuales o artísticas?). Les explico. Resulta que
según este sesudo director de cine la tendencia separatista del catalán (y mete
en el mismo saco al vasco) es la consecuencia natural de la falta de autoestima
del español y su pertinaz complejo de inferioridad. Nuestra manía de hacer de
menos nuestros talentos y éxitos, de vivir acomplejados y admirando los logros
ajenos y nunca los propios, ha llevado a que ciertos grupos sociales no quieran
formar parte de una legión de apenados. Ellos son diferentes, porque ni tienen
esos complejos ni están aquejados de falta de autoestima, ni quieren seguir al
lado de quien no está orgulloso de sí mismo y sus paisanos. Por eso quieren
irse. No quieren estar con tristes. La verdad es que no dejo de pasmarme ante
tan finos análisis. Y miren que tengo cierta querencia por la psicología social
jungueriana. Pero esto es demasiado. Porque en realidad ese argumento no
esconde sino un terrible reproche para los “españolistas” (todos unos maricomplejines según parece) que nos
acusa de ser la causa de la desafección de los catalanes, y una clara
imputación de responsabilidades y culpas. Nosotros somos la razón de todo el
mal porque somos unos acomplejados, envidiosos y pusilánimes. En fin…
En realidad, yo, de lo que les
quería hablar, era del día después del 21 de diciembre. Todo parece indicar que
el mapa electoral arrojará un resultado similar a las elecciones catalanas de
2015. Si es así, la partida seguirá en tablas y todo quedará al albur de la
abstención. Será difícil que la participación supere el máximo del 77 % del
2015, y lo probable es que los separatistas se muevan en el entorno del 55 %
del voto y los no separatistas se queden con el 45 % restante. No cabe duda de
que serán elecciones plebiscitarias y que se convertirán en el referéndum que
no fue y debió haber sido. Debió haber sido, porque, en primer lugar, hubiera
reunido todas las garantías para que fuese serio y riguroso bajo la supervisión
de la administración electoral española y no controlado por el separatismo; en
segundo lugar, porque en ese momento el no a la independencia hubiera ganado, pues
la actitud arrogante y sorda del Gobierno de Rajoy no habría polarizado y
extremado las posiciones; y en tercer y último lugar, porque eso nos hubiese
permitido aprender y copiar del proceso canadiense para desactivar el
separatismo. Ahora me temo que es un poco tarde para ese camino. El voto está
extremado y el sentimiento de humillación y frustración es muy profundo.
Así las cosas, tarde o temprano
habrá que afrontar que hay que hacer un referéndum como dios manda y que los
catalanes digan lo que quieren hacer con sus vidas. No podemos dejar en
herencia a nuestros hijos y nietos este lío pendular y cíclico. Los hechos son
tozudos, como la vida, y tarde o temprano deberemos afrontar este lío. No es
excusa sostener que hacerlo encendería la mecha en otros lugares y que después
vendrían los vascos, luego los gallegos… y los andaluces, ¿por qué no? Si le
tenemos miedo al futuro, tendremos justo el que no queremos. A lo único que
debemos temer es a nuestra propia inseguridad. Cataluña será un problema
mientras nos empeñemos en que lo sea. Y desde luego no podemos pretender que el
problema lo resuelvan los tribunales.
Tampoco va a ser la solución una
reforma constitucional guiada por la profundamente desorientada idea de que más
federalismo es más descentralización. Pero de eso hablaremos otro día.
(PUBLICADO EN EL COMERCIO EL 5 DE NOVIEMBRE DE 2017)