Querido amigo, es muy difícil ser
templado al ver la mezquina manera en la que los mediocres y cobardes te han
emborronado. La gente no sabe qué duro y salvajemente competitivo es nuestro mundo,
y en particular el vuestro, donde la cada vez mayor renuncia a ayudar a la
investigación con fondos públicos nos ha abandonado en manos de la financiación
privada, o de una pública gestionada con criterios “gerenciales”, que exige
resultados y ya. Esta chifladura obliga cada día más a una ciencia motorizada,
que debe renunciar a la debida pausa y mesura porque si te demoras perderás el
tren de los recursos necesarios para seguir trabajando, especialmente en tu
extremadamente competitivo campo. Imagino que tú, como yo, disculpa mi
arrogancia por pensar que así es, crecimos en una universidad muy distinta a la
de hoy. No sé si es mejor o peor, sólo digo que era distinta. Era una
universidad más pausada, que sólo pedía que se confiara en ella, porque el camino
del conocimiento siempre es lento y extraño. Una universidad de maestros y
discípulos. Soy consciente de que también estaba llena de defectos. Pero era,
al menos para algunos, un lugar para estudiar, pensar y empujar el conocimiento
más allá del lugar en el que estaba, y formar a otros en ese largo, extenuante
y muy a menudo incomprendido y denostado camino. Por eso, no me puedo imaginar
el trabajo titánico que hay tras tus logros y los de tu equipo, como los de otros
colegas a los que admiro, para llegar a donde habéis llegado, para haber
ensanchado el conocimiento como lo habéis hecho. Nada ni nadie suele ayudar en
ese camino. Alcanzar ese nivel a pesar de la burocracia y la incomprensión del
entorno tiene un mérito que sobrecoge. Imagino que a ti también te fascinaba el
ideal de la gran universidad (en mi caso era la alemana). En la creencia en que
la ciencia, blanda o dura, se construía a base de muchas horas de trabajo,
paciente y dedicado. Donde se suponía que unos y otros nos respetábamos, sin ser
tan ingenuos como para creer que no hay mala gente entre nosotros. Pensábamos
que nuestro trabajo y nuestra honestidad nos inmunizaba. Lo curioso es que la
literatura del mundo universitario, de Nabokov a Williams, está repleta de tragedias
humanas ocasionados por esos indeseables. Pero no estamos inmunes querido
amigo, nos hacen daño. Y mientras el daño es sólo personal, lo soportamos, pero
cuando ataca a nuestra gente y a su trabajo, nos deshace.
Te digo de verdad que sólo con
leer las primeras palabras del famoso blog de marras, donde se afirma sin
empacho que ya se sabe que en la península ibérica tenemos la tradición de
premiar a “científicos bien conectados” que falsean datos (¡ahí va y que te
preste!), se le quita a uno las ganas de todo. ¿Se puede dar crédito a alguien
así? Ya ni te cuento a los torquemadas que se esconcen cobardemente tras el
pseudónimo “Clare Francis” para denunciar supuestos fraudes científicos.
Hombre, eso a mí me enseñaron que se hace a la cara y a la luz del día. Perdona
este desahogo. Imagino que todo el mundo esperaría palabras más sosegadas. Pero
me resulta muy difícil no dejarme llevar por un profundo sentimiento de
desolación y tristeza. Puedo entender que suscite debate el alcance de
hipotéticos errores en tus trabajos. Pero nadie ha invalidado sus resultados. Y
en tu mundo de ciencia dura, a diferencia del mío, la solidez de una hipótesis
siempre tiene el juez implacable de la realidad física. Ya te podrás empeñar en
sostener que la manzana cae para arriba, que la manzana se empeñará en caer
para abajo (perdonen los exquisitos por esta vulgar caricatura). Lo sensato y
razonable hubiera sido simplemente darte la oportunidad de corregirlos. Punto.
Pero parece que hay muchas ganas de morbo y de hacerte daño. Te lo hacen a ti,
y nos lo hacen a todos. Y quien no lo vea o no quiera verlo, se hace cómplice
de esta progresiva intoxicación que envenena cada día más nuestra vida académica
y nos invita al silencio. Son malos tiempos para la honesta genialidad mi
querido Carlos.
(Publicado en El Comercio el 3 de febrero de 2019)