¡Joder, Juan, ¿cómo te has ido
así?! Es que te has ido sin avisar, y nos dejas a todos en la estacada. Perdona
que me enfade. Ya sé que estábamos a mitad de camino entre saludados y
conocidos, como decía Josep Pla, y probablemente por eso no tengo derecho
alguno a recriminarte que te hayas marchado así, a la francesa. Es verdad que
hacía muchísimo tiempo que no nos veíamos. Nuestras vidas habían cambiado mucho
y de la misma manera que nos acercaron en un momento (¿te acuerdas de aquellas
memorables reuniones del Consejo de la Comunicación que tu presidías con tanto
tino y las discusiones que manteníamos tú y yo sobre la libertad de
información?), también nos alejaron; aunque yo siempre te seguía la pista.
Cosas que pasan. Es difícil olvidar aquellas parrafadas que nos echábamos
camino del pan en Somió, o a la puerta de tu casa, en aquella esquina donde
todo lo podías ver y dónde todos debíamos aminorar el paso para doblar la
esquina ciega como si de una devota reverencia se tratase. Debo ser sincero.
Hablar, hablabas tú. Yo sólo me atrevía a escuchar, ¡qué iba a decir yo ante
ese titán de las ideas!, abrumado por tu energía, por tu potencia intelectual,
tu inteligencia y perspicacia, siempre viendo más allá. Luego llego la
enfermedad, y te alejaste silencioso de todo. Dejé de ver en las ventanas de tu
casa aquél pantallón de televisión que todo lo llenaba. Un día vi colgado el
cartel de “se vende” a la puerta, y sigo desorientado.
Ahora me pregunto qué pensarías
tú de este mundo frenético y caótico que nos toca vivir. Un mundo donde hemos
vuelto a las andadas, en donde es preferible el silencio, en donde al otro se
le denigra y machaca, donde la tele es basura y nada hace ya pop porque todo se
ha hecho banal. Nunca fuiste un apocalíptico, pero tampoco un integrado.
Seguramente verías en todo esto una luz al final de este túnel de intolerancia,
marginalidad e insignificancia. Yo creo que eras un optimista radical, no al
modo de estos nuevos optimistas tan de moda que parecen más bien unos ingenuos
inconsistentes que tienden a confundir la estadística de los grandes números
con la vida real. No, tú eras un optimista porque creías en la capacidad
inagotable del ser humana de crear. Aunque quizá, con los años y los achaques,
te habrías vuelto algo más escéptico. Juan, yo era un chaval pedante y redicho
que leía Cuadernos del Norte, aunque no entendía nada, y tomaba cerveza en el “Sed
de Mal”, que también frecuentabas. Y te escuchaba a lo lejos admirado y
boquiabierto. Era difícil no oírte (otra cosa es que te escucharan), porque tu
voz se elevaba y era como un torrente inacabable de ideas, visiones, análisis
y, entre col y col, un chascarrillo. Así te recuerdo, inabarcable, inagotable,
infinito.
Como así recuerdo a Tini. Un
gigante de la política. Les gustará más o menos, pero Tini cambió Gijón y para
bien. Recuerdo aquella noche que regresaba yo de una larga estancia en
Alemania. Eras los años noventa. Yo me había ido de una ciudad de plomo, gris,
triste, donde se abandonaban los barcos mercantes de cabotaje y el puerto olía
a mugre y pis, donde tropezabas con los raíles de un tranvía del que nadie
tenía ya memoria y se sorteabas las barricadas de las manifestaciones obreras.
Ahora volvía y todo estaba patas arriba, era el caos de la transformación.
Gijón estaba mutando para convertirse en una ciudad capaz de presumir de su
fealdad, de tener vida cultural, de ser moderna. Tini y su gente hicieron todo
aquello. Algo le traté en estos años, y me asombraba su energía personal y
política. A mí me agotaba sólo de verle por Begoña a toda prisa a despachar en
su otra oficina, como decía él: el café Dindurra. Por eso más asombro me
produce saber que ya no me dirás ese “Villaverde” lleno de mando y poderío.
Estoy triste, se están yendo los buenos, y sólo nos quedamos los irrelevantes.
(Publicado en El Comercio, 20 de enero de 2019)