Les aseguro que me es
tremendamente difícil mantener separadas mi condición humana de padre y persona
de la profesional del Derecho Constitucional en un asunto tan emotivo como
éste. Me encoge el corazón y me angustia ver a esos padres y familiares
desgarrados por la barbarie de alguien que ha acabado salvajemente con su ser
querido. Es difícil no comprender que su grito sea que se pudran en la cárcel.
Yo lo daría. Pero el Derecho Penal no sólo está para castigar, también para
corregir mediante la educación y la inserción. Este es el problema que plantea la
pena de prisión permanente revisable, instaurada el año 2015 en nuestro sistema
penal, saber si es una simple manifestación de la ley del talión o permite la
resocialización efectiva del penado. Es cierto que en nuestro entorno se prevén
penas similares. Nuestra diferencia es la manera en la que el Código Penal
español regula el cuándo y el cómo de la revisión de la prisión permanente. Y
ésta es la clave del asunto porque el Tribunal Europeo de Derechos Humanos no
ha tenido inconveniente en considerar conforme con el Convenio Europeo de Derechos
Humanos, que proscribe las penas injustas y desproporcionadas, las cadenas
perpetuas siempre que puedan ser revisables en un plazo razonable (el límite
parece que está justo en los 25 años), y si su regulación permite al condenado,
primero, saber con certeza qué debe hacer para que su condena se revise, y, en
segundo lugar, si a la vista de la regulación de la revisión de su pena puede
tener una expectativa cierta de puesta en libertad futura (Casos Vinter de 9 de
julio de 2013 y Hutchinson de 3 de febrero de 2015).
Aquí hay dos mundos. Aquel en el
que el sistema penal sólo, o primordialmente, busca castigar al culpable,
hacerle pagar por lo hecho y que esto le sirva de escarmiento, a él y a otros.
Esta idea retributiva de la pena es muy dada a la manipulación populista. Es
muy fácil lanzar soflamas y que cualquiera se sienta reconfortado pensando que
los malos son castigados, y que sólo unos pocos, los redimidos, podrán
salvarse. Quizá por eso, por ese evidente riesgo de manipulación, nuestro
Constituyente, que tonto no debía ser a pesar del revisionismo tan en boga,
decidió que cómo y cuánto castigar no se dejase a las iniciativas legislativas populares
(art. 87 CE). Parece que nuestros padres fundadores tenían claro que no es la
ira popular, tan fácil de prender y tan difícil de apagar, la que debe regir la
voluntad del legislador penal. No voy a hondar en los numerosos estudios que
apuntan la inutilidad reeducadora o disuasoria de la pena de muerte o la cadena
perpetua. No deja de llamar la atención la casi total ausencia (o al menos yo
no los conozco) de estudios serios y rigurosos que avalen la utilidad, siquiera
disuasoria, de semejantes condenas penales. No las disfracemos, son pura
venganza. Quien la hace, la paga. Simple y llanamente. Pero hay otra visión. La
pena de muerte o la cadena perpetua no sirven de nada. Ni devuelven al ser
querido, ni reparan el dolor y el daño sufrido, ni disuade de la comisión de
atrocidades semejantes. Por lo tanto, son inútiles social y penalmente. Porque
las penas buscan, naturalmente, castigar a quien infringe el ordenamiento. Pero
también reeducar al condenado y darle la posibilidad de insertarse socialmente.
Delinquir debe ser castigado. Pero nada resolvemos dejando que se pudran en la
cárcel. La sociedad debe esforzarse en darle la oportunidad de tener una vida
dentro de la ley.
Al margen de ese debate y la
forma en la que se debe entender el cumplimiento de las penas (y del uso
electoralista que hacen algunos partidos de este asunto), de lo que no tengo
dudas es de que el art. 25 CE prohíbe cualquier pena que no esté dirigida a la
resocialización del condenado. Nos puede gustar más o menos, pero así es. Y
tengo muchas dudas, tanto de la propia constitucionalidad de la cadena perpetua,
aunque sea revisable, como de la forma en la que el legislador penal español ha
diseñado esa revisión, aun aceptando la hipotética constitucionalidad de la
prisión permanente. El Tribunal Constitucional español nunca se ha pronunciado
sobre este asunto (ni otro similar) y tiene pendiente el recurso de
inconstitucionalidad interpuesto contra la prisión permanente revisable. Pero
es cierto que el TC ha exigido que también las penas deben tener una duración
determinada y precisa, e indudablemente dirigidas a la resocialización del
condenado por mandato del artículo 25 CE (STC 129/2006).
Esta es para mí la clave. Poco
importa el debate ético, social, filosófico o crimanilístico; lo que resulta
indiscutible es que el artículo 25.2 CE establece de tajante que “Las penas
privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la
reeducación y reinserción social”. Dejando incluso a un lado la condición de
“inhumana” que pueda tener la cadena perpetua, por muy revisable que sea, lo
que está claro es que la CE exige que toda pena esté dirigida a la
resocialización del condenado. El problema es que esa resocialización resulta
improbable si la expectativa de libertad del condenado es incierta. Sin una
firme esperanza en la revisión, es difícil esperar de un condenado la paciencia
y esfuerzo que exige trabajar por su reinserción durante un número nada desdeñable
de años. El juez no tiene criterios
objetivos y reglados que emplear para la revisión, dejando la ley demasiados
flecos al subjetivo criterio de su señoría que debe medir la peligrosidad
latente del condenado sin asideros objetivos y mensurables. Lo que supone una
presión terrible sobre los jueces cuyo juicio se verá interferido por el dilema
de tener que tomar decisiones impopulares y desgarradores Al penado poco le va
a consolar la ilusión de una posible revisión de su condena a perpetuidad
transcurridos mínimo 25 años, sin en ella son tantos los factores
incontrolables y ajenos a su voluntad que condicionan la decisión del juez. Así
las cosas, me cuesta un enorme esfuerzo concluir que la prisión permanente revisable
del vigente Código penal cumpla con las exigencias Constitucionales.
(Publicado en El Comercio el 29 de abril de 2018)