Se ha montado un cierto revuelo
con ocasión del anuncio de la Unión Europea según el cual la labor científica
que sea financiada con fondos europeos debe ser accesible a cualquiera. El
sector de la edición científica se ha puesto patas arriba porque ésta sana
medida lamina su negocio. A alguien se le ocurrió en un momento determinado
que, si la reputación de un científico se podía medir por el impacto de sus
publicaciones, es decir, por cuántos las leían y las citaban, ¿por qué no
cobrar al científico que quisiese publicar en esas revistas o editoriales?
Tener reconocimiento académico tiene un precio. Si a eso le unimos que muchas
disciplinas científicas son universales (el genoma es el mismo aquí que en
China) y que en esos campos existe una comunidad científica global que para
comunicarse han elegido dos idiomas comunes: el inglés y el matemático, ¿por
qué no cobrar globalmente? Y para rematar, ¿por qué no nos inventamos unas
agencias de calificación, como las que evalúan el riesgo económico de los
países, que establezcan los rankings de las publicaciones más prestigiosas
donde todo el que quiera ser alguien en la ciencia debe publicar en ellas para
lograrlo? Todo junto, gloria. Un gran y boyante negocio editorial que tengo
para mí que ha corrompido en alguna medida el discurrir natural de la ciencia,
a lo que han contribuido nuestras respectivas agencias evaluadoras de la
calidad del trabajo científico que están, creo yo, un poco (si no mucho)
deslumbradas por los rankings y los impactos. Incluso hay factores que te
colocan en el ranking científico. Uno de ellos es el facto “H”, que se han
inventado unos señores, no se sabe de dónde y que yo sigo sin entender. Pero
que cada día se usa más para encasillarte y hacerte merecedor de proyectos de
investigación. En fin, no tenía yo bastante con el punto g, y ahora resulta que
el tema era tener un factor h.
Las ciencias blandas, que nos
habíamos librado en buena medida de ese corsé, nos vemos cada vez más abocados
a funcionar como nuestros colegas de las duras. En mi ámbito, el Derecho
Constitucional, un saber sólo relativamente global, cada vez se impone más como
criterio superior de evaluación de la calidad de nuestros trabajos, que se
publiquen en habla inglesa. Lo paradójico de esto es que lo que se ha
convertido en sello de calidad de un trabajo en mi campo es que esté escrito en
inglés, como si hacerlo ya hiciera bueno lo que dices, y no la altura y rigor
de lo escrito. Vaya, que lo que prima es que usted sepa escribir en inglés o
tenga dinero para que se lo traduzcan, aunque lo que diga no valga para nada.
Si además resulta que, si pagas, te lo publican, la consecuencia es que sólo los
ricos por casa podrán hacer Derecho Constitucional. Tengan en cuenta que un
trabajo científico de las ciencias duras suele ser breve y con apenas texto y
sí mucha matemática y mucho gráfico, que no hay que traducir. Un trabajo de Derecho
Constitucional tiene entre 20 o 30 folios, está lleno de notas a pie de página,
y no hay un solo momento de respiro para el lenguaje. A eso súmenle que en
especialidades como la mía el lenguaje importa. Quiero decir, los matices, los
giros idiomáticos, las expresiones, los estilos, los modos de expresión de cada
tradición jurídica son esenciales. Por mucho que uno sepa inglés, yo no me
atrevería a publicar en ese idioma; y cuando media un traductor, aunque sea
especializado, los problemas no son menores. O sea, que a mí me parece
estupenda la decisión de la Unión Europea de que todo trabajo científico
financiado o que resulte de un proyecto financiado con dinero de la Unión, o
sea de todos, debe publicarse y difundirse libre y abiertamente. La ciencia,
dura y blanda, es de todos, no sólo de quien se la pueda permitir (y sepa
inglés).