David Van Reybrouck dice en su
libro “Contra las elecciones. Cómo salvar la Democracia” que la democracia es
una forma política que todo el mundo desea, pero que nadie cree en ella. Y así
es, porque se sostiene sobre una hipótesis imposible: el autogobierno del ser
humano a través de normas aceptadas y autoimpuestas. Todos la deseamos porque
los sistemas democráticos transmiten la confianza de que en ellos se puede
vivir con una elevada dosis de libertad e igualdad. La democracia vale por las
emociones que produce, que tiene que ver más con la seguridad, la confianza y
el respeto, que no con una efectiva y real participación en el autogobierno.
Por eso no creemos en ella, porque no acabamos de aceptar que su dimensión
política es pura ficción. La toleramos mientras funciona, mientras nos
garantiza una vida próspera y tranquila. En realidad, la mayoría de las
personas deseamos que nos gobiernen, que bastante tenemos con lo nuestro
cotidiano. Fingimos que nos autogobernamos, pero lo que queremos es que lo
hagan en nuestro nombre, reservándonos el derecho a patalear y a echar al
gobernante sin necesidad de alzarnos en armas, siempre, claro está, que nos
respeten, que nos sintamos dignos miembros de la comunidad, y podamos vivir
nuestra vida en paz y libertad. Pero para que este fingimiento funcione es
necesario que el que nos gobierna lo haga bien y sea ejemplar, que resuelva nuestros
problemas cotidianos y que no sea un sinvergüenza, porque si no, la ficción no
vale.
No me extraña la desafección
generalizada para con la democracia si pretendemos de ella y de la política que
la sustenta lo que no nos puede dar. Pero menos me extraña lo extremo de esa
desafección cuando los actores de la política resulta que en vez de venerar el
valor simbólico de esa ficción, unos la profanan con su corrupta desvergüenza y
otros con su tacticismo. A la larga lo que más daño hace es lo segundo, porque,
como también dice Van Reybrouck, la democracia se asienta en un difícil y
frágil equilibrio entre legitimidad (la ficción) y eficiencia (la realidad). El
equilibrio entre fingir que nos autogobernamos y la realidad de que los
políticos son los que realmente nos gobiernan. Ese equilibrio se mantiene sólo
si los políticos resuelven con eficacia los problemas cotidianos. Si no lo
hacen, el sistema se resquebraja. Y la primera señal de que no lo hacen es el
exceso de tacticismo político. No hay estrategias políticas (no sabemos a dónde
vamos), pero sí mucha táctica para evitar perder el poder, olvidando la misión
de la política y sus agentes que es resolver los problemas cotidianos de las
personas. Un ejemplo claro de tacticismo: un alto cargo de un ministerio se
reúne con un investigado por corrupción o un pariente suyo. Una vida política
sana aconsejaría sin duda su cese inmediato. La conducta ha sido inoportuna,
imprudente y nada ejemplar. No hay más que hablar. Mantenerlo en el cargo es
puro tacticismo para no dejar el poder. La mancha y la duda ahí queda, y ese
alto cargo ha quedado deslegitimado irremisiblemente. La ficción se ha roto, y
emerge en toda su crueldad la ignominia de la desvergüenza. La falta de respeto
al ciudadano es tal, que difícilmente podremos recuperar a ese ciudadano para
la fe democrática. La imagen de un alto cargo ocupado en atender a los
manchados por la corrupción y empeñado en defenderse antes que de cumplir con
su deber es insoportable.
(publicado en El Comercio, 30 de abril de 2017)