martes, 2 de mayo de 2017

EL EXCESO DE TACTICISMO POLITICO


David Van Reybrouck dice en su libro “Contra las elecciones. Cómo salvar la Democracia” que la democracia es una forma política que todo el mundo desea, pero que nadie cree en ella. Y así es, porque se sostiene sobre una hipótesis imposible: el autogobierno del ser humano a través de normas aceptadas y autoimpuestas. Todos la deseamos porque los sistemas democráticos transmiten la confianza de que en ellos se puede vivir con una elevada dosis de libertad e igualdad. La democracia vale por las emociones que produce, que tiene que ver más con la seguridad, la confianza y el respeto, que no con una efectiva y real participación en el autogobierno. Por eso no creemos en ella, porque no acabamos de aceptar que su dimensión política es pura ficción. La toleramos mientras funciona, mientras nos garantiza una vida próspera y tranquila. En realidad, la mayoría de las personas deseamos que nos gobiernen, que bastante tenemos con lo nuestro cotidiano. Fingimos que nos autogobernamos, pero lo que queremos es que lo hagan en nuestro nombre, reservándonos el derecho a patalear y a echar al gobernante sin necesidad de alzarnos en armas, siempre, claro está, que nos respeten, que nos sintamos dignos miembros de la comunidad, y podamos vivir nuestra vida en paz y libertad. Pero para que este fingimiento funcione es necesario que el que nos gobierna lo haga bien y sea ejemplar, que resuelva nuestros problemas cotidianos y que no sea un sinvergüenza, porque si no, la ficción no vale.

No me extraña la desafección generalizada para con la democracia si pretendemos de ella y de la política que la sustenta lo que no nos puede dar. Pero menos me extraña lo extremo de esa desafección cuando los actores de la política resulta que en vez de venerar el valor simbólico de esa ficción, unos la profanan con su corrupta desvergüenza y otros con su tacticismo. A la larga lo que más daño hace es lo segundo, porque, como también dice Van Reybrouck, la democracia se asienta en un difícil y frágil equilibrio entre legitimidad (la ficción) y eficiencia (la realidad). El equilibrio entre fingir que nos autogobernamos y la realidad de que los políticos son los que realmente nos gobiernan. Ese equilibrio se mantiene sólo si los políticos resuelven con eficacia los problemas cotidianos. Si no lo hacen, el sistema se resquebraja. Y la primera señal de que no lo hacen es el exceso de tacticismo político. No hay estrategias políticas (no sabemos a dónde vamos), pero sí mucha táctica para evitar perder el poder, olvidando la misión de la política y sus agentes que es resolver los problemas cotidianos de las personas. Un ejemplo claro de tacticismo: un alto cargo de un ministerio se reúne con un investigado por corrupción o un pariente suyo. Una vida política sana aconsejaría sin duda su cese inmediato. La conducta ha sido inoportuna, imprudente y nada ejemplar. No hay más que hablar. Mantenerlo en el cargo es puro tacticismo para no dejar el poder. La mancha y la duda ahí queda, y ese alto cargo ha quedado deslegitimado irremisiblemente. La ficción se ha roto, y emerge en toda su crueldad la ignominia de la desvergüenza. La falta de respeto al ciudadano es tal, que difícilmente podremos recuperar a ese ciudadano para la fe democrática. La imagen de un alto cargo ocupado en atender a los manchados por la corrupción y empeñado en defenderse antes que de cumplir con su deber es insoportable.

(publicado en El Comercio, 30 de abril de 2017)
RUFIANES EN EL PARLAMENTO
Uno ha visto y oído cosas en el Parlamento. Miembros de la Mesa del Congreso jugando con la Tablet o estudiando catalán, señorías dormitando, votando con los pies (en sentido literal y figurado)… Les he visto incluso rompiendo una Constitución. Pero nunca había visto la zafiedad y la insolencia hechas política. El diputado Rufián, sujeto celebre donde los haya, no deja de sorprendernos. Da igual el tema del que se trate, que ahí está él con esa vivacidad dialéctica que le sacaría los colores al mejor de los oradores parlamentarios habido y por haber. Todo un campeón de la oratoria y la impostura. A mí me recuerda a Trump: arrogante, desafiante, mendaz, bravucón. Los extremos se tocan, y aquí la izquierda rencorosa y la derecha recalcitrante comparten formas. Desde luego, a mí no me representan. Pero, como soy costra, a Rufián seguramente le da igual, e incluso se vanagloriará de no hacerlo.
El problema no serían sólo las formas, si tras la mala educación y el revanchismo sordo y huero, hubiese algo de sustancia política. Las formas ya son un problema, porque el político debe ser ejemplar. Tendrá mayor o menor fortuna en el manejo de la palabra y el discurso, pero en todo caso debe transmitir a la ciudadanía educación, saber estar y respeto por la institución a la que sirve. Si lo que transmite es un “todo vale”, la gente no hará más que legitimar y aceptar que vale todo. Si a la falta de formas, le sumamos una ausencia total de fondo, el asunto se pone crudo, porque la política deja de ser un espacio para debatir sobre la mejor forma de gobernarnos y ocuparnos de lo que a todos nos atañe, para convertirse en un concurso de descalificaciones. Es verdad que los medios de comunicación a veces se fascinan con este tipo de sujetos, y tienden a difundir sólo y descontextualizados sus exabruptos. Pero lo terrible del caso es que cuando uno acude a los diarios de sesiones donde se pueden leer sus letanías, uno descubre entre perplejo y preocupado que su argumentario político no va más allá del calificativo grueso y brutal encerrado en un discurso vacío y resentido. Es posible que, en efecto, no sean sino la voz de los que no la tienen. Lo que me desasosiega aún más, porque si esa es la voz de los que no la tienen, estamos arreglados. De aquí al pistolerismo sólo hay un paso, que algunos parecen empeñados en dar oídas sus diatribas. Tipos como Rufián han llevado la taberna al Parlamento, y con ello rebajado el discurso político a la bronca tabernaria. Y parece que nos da igual a todos. A mí no, porque sigo creyendo en el sistema democrático donde hacer política es y debe ser otra cosa.

Y mientras nos despistamos con Rufián, los problemas siguen sin resolver. Porque si hay algo que caracteriza a este tipo de nuevos políticos es que no traen en su mochila ni una sola idea, ni una sola propuesta, ni una sola solución. Son nada más que postureo que consume el tiempo de hacer política en las hogueras de su nueva inquisición. No les he oído aún ninguna propuesta seria, razonable,  que dé solución a lo que nos preocupa a la gente cuyas vidas no discurren en el bar o en el obsceno intercambio de insultos en lo que se van convirtiendo día tras día las redes sociales o en la espiral de la perpetua indignación. Así nos va, y así nos irá si los tiempos y la agenda los marca Rufián.    

(publicado en El Comercio, 16 de abril de 2017)

EL ARRIESGADO OFICIO DE PROGENITOR


¡Y vaya si lo es! Asisto estupefacto a un debate, rayano en el esperpento, sobre la absolución judicial de una madre, a la que había denunciado su hijo por haberle quitado el móvil, que a más inri era de la madre, tras un forcejeo. Resulta que la progenitora en cuestión, a la vista de que su retoño adolescente no terminaba por ponerse a estudiar, le retiró el teléfono. El caso es que el chaval quiso empapelar a la madre, y un juez sensato dijo que no. Desconozco los pormenores y las circunstancias de la familia, pero, desde luego, el caso es chusco.
Es cierto que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos condenó hace tiempo al Reino Unido por tolerar en sus colegios el uso de correctivos físicos. Aquella sentencia desató una ola en Europa de revisión de estas políticas tolerantes para con el castigo físico, y llego al punto de eliminar de numerosos Códigos Civiles, entre ellos el español, la norma que permitía a los progenitores corregir moderadamente a sus hijos acudiendo a la fuerza física… vaya, que permitía dar un azote. De este modo se entendía excluido del delito de agresión, coacciones, amenazas, lesiones o vejaciones, o como se quisiera llamar, el manido cachete, azote o bofetada. Siempre, claro está, de que se tratase de un uso leve y proporcionado de la fuerza. Porque todo, hasta en el seno de la convivencia familiar, tiene un límite. La cuestión es que en este universo de fariseo buenismo, no exento de una elevada dosis de cinismo sofista, siempre hay quien se rasga las vestiduras, se envuelve en la bandera de la dignidad y la defensa del menor desprotegido, arremete irreflexivamente contra el bofetón. La consecuencia no es que se haya mejorado la pedagogía familiar por prohibir y sancionar al progenitor que da un azote, sino que los jueces condenan a padres y madres, abuelos y abuelas, desconcertados porque simplemente han corregido a un menor con un cachete. El caso del abuelo denunciado por un policía que vio como le daba un azote a su nieto en un parque, da que pensar.
El problema y el debate se desvía si nos enzarzamos en decidir si es o no correcto el cachete. Un azote es un acto violento, no cabe duda, y debe estar prohibido por principio. Pero su violencia es graduable, y habrá un extremo en el que resulte intolerable (las palizas con le hebilla del cinturón), y otro en el que carezca de relevancia jurídica (el mero azote desganado y leve en el culo). El problema es que haya policías o fiscales que no sepa medir el acto, identificar su gravedad y desproporción, y se ensañen con el progenitor. Que pegar no es solución, todos lo sabemos. Pero todo pegar no es igual, y no debe introducirse en la convivencia familiar semejante distorsión provocada por la amenaza de una sanción penal si se corrige físicamente al hijo. Y tampoco es equiparable a la violencia de género. Desde luego, es inaceptable que una ley autorice el uso de la violencia de cualquier clase. Pero que ya no se autorice no significa que en todo caso se cometa un delito.  El sentido común nos dice que eso no es así. Porque si lo fuera, tras cada partido de fútbol habría que instruir varias causas penales a cuenta de las patadas, entradas, empujones y codazos que se suceden durante el encuentro. Una sociedad que se mete en esos telares está tan enferma como la que permite el otro extremo. Hay elementos en el derecho más que suficientes para identificar un caso de violencia gratuita e intolerable, de una mera corrección que no tiene más consecuencias. Me asombra que un fiscal o un juez no sean capaces de ver esa diferencia y de tener claras las líneas que separan un caso de otros.

(publicado en E Comercio 2 de abril de 2017)

EDUCAR EN EMOCIONES


Por enésima vez, y me temo que no será la última, se habla en España de un gran pacto educativo. Permítanme mostrarme especialmente escéptico. Este país siempre ha tenido un problema serio con la Educación. Sentimos un desprecio sordo y racial para todo aquello que suene a “educación”, desde la cívica hasta la  universitaria. Somos un país maleducado, grosero; ensalzamos y enaltecemos la ordinariez porque nos permite sentirnos iguales en la ignorancia y la vulgaridad. Si no, es imposible entender fenómenos como la Esteban o Gran Hermano. Y no sólo porque sean monumentos a la ignorancia y la vulgaridad rancia; sino porque los elevamos a categoría y a modelo a seguir. En pocos lugares del mundo (civilizado o no) se hace tanto honor de ser un bárbaro como aquí. Lo peor es que, además de jactarnos de ello, expresamos sin rubor nuestro desprecio para quien cuida las formas y es persona cultivada. ¡Claro que en otros lugares hay gente inculta y vulgar!. La diferencia es que en esos lugares no se venera la ignorancia. Aquí sí, y así nos va.
El origen probablemente de esta circunstancia que tanto ha lastrado a esta gran nación es que no hemos tenido ningún cuidado con el sistema educativo. Lo hemos dejado a su caer. No hemos hecho el esfuerzo de dignificar a los profesionales de la educación, de cuidar su selección y las condiciones de su trabajo, y hemos sucumbido a la tentación de que las aulas se conviertan en espacios de estabulación reglada de niños y no tan niños, y, en línea con ese desnortamiento, convertirlos en lugares de solaz entretenimiento donde a todos nos igualan por abajo y cuyo objeto es “entretener”. El resultado es que esa columna vertebral de cualquier comunidad civilizada, que constituye el eje sobre el que gira la vida de niños y no tan niños y el de sus familias durante al menos casi un tercio de sus vidas, sólo sirve para sostener y producir centurias de chicos cuya principal expectativa en la vida es emular a la Esteban o convertirse en concursante de Gran Hermano, o en “tronista”. Sentido crítico y raciocinio… los justos.

El problema es que quizá lleguemos tarde. No es casual que allí donde los sistemas educativos han perdido su vigor, y no se haya mimado la educación pública para llegar con su seriedad y rigor a todos los rincones del país, sean donde más han crecido los populismos de todo pelaje y la xenofobia.  Quizá debiéramos tomar nota. Ahora, se me antoja que el tiempo perdido no lo podemos recuperar diseñando para el S.XXI un modelo educativo del S.XX para dar respuesta a lo que preocupaba en el S XIX. El saber y el mundo ya no son bienes y experiencia en manos sólo de las escuelas. Los colegios no son ya ventanas al conocimiento y a lo lejano. Ni siquiera sirven ya para transmitir valores (respeto, dignidad, compromiso, solidaridad…). Quizá hoy su misión sea educar en emociones. Internet, la hipercomunicación y las redes sociales ha puesto a nuestros pies el mundo todo, pero no estamos preparados emocionalmente para responder a sus estímulos y retos. Tampoco estábamos antes, pero todo era más lento y lejano. El tiempo y el espacio eran nuestros aliados en el proceso trabajoso de emancipación y maduración emocional. Hoy todo es tan rápido y fluido que ya no hay tiempo para ello, y nuestras respuestas se hacen instintivas. Nuestro refugio está en lo simple y en lo que a todos iguala, el alarde de la brutalidad.  La escuela acaso debiera servir justo para lo contrario. 
(publicado en El Comercio 19 de marzo de 2017)

MIEDO A HABLAR. LA OMERTA


Les confieso que he estado a un tris de no escribir este artículo. Pero pensé que, tras casi toda una vida profesional dedicada al estudio de la libertad de expresión, era bien triste callarme en un asunto como éste (y se lo debo a mis estudiantes). Me resisto a callarme por miedo a las reacciones de la nueva intolerancia de los defensores indignados de todo pelaje. Vaya dicho por delante que me parece impresentable la campaña de esta asociación “Hazteoír” en contra de todo género que no sea el heterosexual católico apostólico y romano; y más impresentable es que reciba fondos públicos que gasta en este tipo de campañas sórdidas. Estos son los “originalistas” del “Tea Party” español… ¿Qué pensarán de Darwin? Mejor no saberlo. No es propio de una sociedad democrática y avanzada que aún nos suscite rechazo algo tan personal y respetable como la elección de la identidad sexual de cada cual. Vive y deja vivir, y, sobre todo, ¡respeta!
Pero dicho eso, la polémica generada con este autobús y las reacciones viscerales y contenidamente violentas, pero no por ello menos amenazantes, de quienes no comparten y les asquea el mensaje que porta del vehículo ha puesto en solfa de nuevo el futuro de la libertad de expresión, amenazada ahora por una nueva ley del “silencio” de todo lo que pueda ofender a las minorías. A su juicio, los promotores de dicha iniciativa son reos claros del delito de incitación al odio transfóbico, ofenden y denigran a los transexuales (y así lo piensa de manera harto discutible el juez de la medida cautelar; otro día le dedicaré unas líneas a esta nueva generación de jueces activistas, justicieros y muy dados al uso alternativo del derecho). Si el criterio es el de la “ofensa”, ¿qué hacemos con los que consideran que el Día del Orgullo Gay les resulta “ofensivo”? ¿Por qué una ofensa merece más respeto que otra? La verdad es que todas estas imprecaciones son simples juicios de y sobre intenciones. El Estado no puede dirimir juicios de intenciones y cuestiones meramente morales. El mensaje, expreso y tácito, es deleznable. Pero a pesar de serlo, tienen derecho a expresarlo; tienen derecho a ejercer su libertad de expresión y decir lo que les dé la gana, aunque sea un disparate, una mentira, o un juicio moralmente inaceptable, mientras no incurran en el insulto. Y aquí no hay insultos, a pesar de que el mensaje sea impresentable.
La grandeza de la verdadera libertad de expresión es que protege cualquier opinión siempre que no sea un insulto expreso y evidente. La libertad de expresión no exige tener que escuchar o leer estos mensajes, no exige que les hagamos caso. Podemos pasar olímpicamente de quien opina, y quien opina tiene que aceptar que se le ponga pingando de palabra, por supuesto. Las reglas son las mismas para el opinador y el crítico. Pero lo que no podemos hacer es que la gente tenga miedo a opinar por miedo a que se le sancione por lo que diga. Stuart Mill ya decía que nadie, y menos el Estado, puede atribuirse el poder de la infalibilidad y por tanto el de imponer a los demás una opinión porque es la buena y la verdadera. Las opiniones se discuten con opiniones y en el debate público, no en los tribunales o en los parlamentos.

Vivimos tiempos desconcertantes en los que ciertas morales pretenden imponerse como verdades inatacables; tiempos en los que la ofensa la tenemos a flor de piel y exigimos en nuestra condición de ofendidos una reparación ejemplar: silenciar al disidente. Que nadie se equivoque, esa forma simple y primitiva de reaccionar solo conduce a un único lugar, al fin de la democracia.

(publicado en El Comercio 5 de marzo de 2017)