Pues porque protestamos mucho.
Sí, protestamos mucho y nos quejamos aún más. Somos una nación de quejicas.
Siempre me ha llamado la atención que en otros lugares de este planeta la gente
no se queja, y cuando lo hace es con mucho fundamento. Allí cada uno está a lo
suyo, se preocupa de lo común, y, lo que ahora importa, no está todo el santo
día dando la matraca con quejas, protestas y reivindicaciones de toda clase. No
quiero decir con ello que sea gente a la que pinchas y no tiene sangre. No son
personas indolentes. Simplemente, entienden que las normas y la organización
están para algo. Ojo, que no seré yo quien haga un elogio de la docilidad. Es
que no se trata de ser o no ser dócil, se trata de ser responsables y maduros.
En mi modesta experiencia como
docente ya sé que en uno u otro momento de la sesión habrá que hacer terapia de
grupo. Hay siempre un momento en el que alguien plantea una queja, más o menos
abstracta y más o menos ligada al asunto del que se está tratando, a la que de
forma inmediata se suman uno tras otros los presentes haciendo a cada momento
más grande la protesta. En ocasiones se llega a bordear el amotinamiento… no
contra el docente (o sea, yo –menos mal-), sino contra todo en general y nada
en particular. La gente de este país tenemos una predisposición genética a
llevar la contraria y creer que ser un “pan-contraria” (que diría mi abuela)
nos hace más dignos y honorables. Solemos tender a confundir el juicio crítico (que
es cosa buena, pero, admitámoslo, resulta ser virtud de unos pocos) con la querulancia crónica. ¿Saben dónde está
la diferencia? En que quien enjuicia críticamente lo hace con la razón y la
cabeza, y quien se queja y protesta lo hace con las emociones y las tripas. Por
eso no todo es siempre y en todo momento objeto de juicio crítico. Pero siempre
hay motivos para quejarse de todo. La queja suele ser una expresión de egoísmo
que en el mejor de los casos envolvemos en una supuesta conciencia social. El
juicio crítico es expresión de un afán de mejora de lo que nos rodea, aunque de
esa mejora resulten perjudicados nuestros intereses personales. Si se fijan,
quien se queja nunca lo hace en contra de su propio interés. La queja es un
desahogo incontenido y verbalizado. Y nadie se para a pensar si a los demás nos
interesan sus quejas.
Es imposible ser productivos si
estamos todo el día quejándonos y protestando. ¿Han pensado alguna vez sobre la
cantidad de energía que malgastan quejándose? Si toda esa energía la
utilizásemos para producir, ser más eficientes en nuestras labores, ser mejores
y mejorar nuestro entorno personal, familiar, laboral y social, seguro que nos
cantaba otro gallo. ¡Claro que hay momentos y razones para la queja! Pero ni
todo momento es adecuado para hacerlo (para eso se inventaron las pausas del
café en los trabajos, para poder desahogarse), ni todo puede ser objeto de
queja. Cuando la queja es urbi et orbe,
entonces nos hemos convertido en antisistemas,
y este país tiene mucho de antisistémico (y así nos ha ido en muchas
ocasiones). Es como que vivimos en una inacabable adolescencia social. Se nos
va toda la fuerza por la boca. Así no hay manera de mejorar. No defiendo una
productividad cuantificable únicamente en resultados económicos. Con ser
importante, lo que reivindico es la productividad de la seriedad y el rigor, de
hacer las cosas bien y poder destinar todas nuestras fuerzas a cumplir con lo
que nos toca, sea en el hogar o en el trabajo. Ser productivo es ser capaz de
hacer algo bueno y valioso. La queja sólo lleva a la esterilidad… y a la
melancolía.
(Publicado en El Comercio el 28 de octubre de 2018).