lunes, 29 de octubre de 2018

POR QUÉ NO SOMOS PRODUCTIVOS


Pues porque protestamos mucho. Sí, protestamos mucho y nos quejamos aún más. Somos una nación de quejicas. Siempre me ha llamado la atención que en otros lugares de este planeta la gente no se queja, y cuando lo hace es con mucho fundamento. Allí cada uno está a lo suyo, se preocupa de lo común, y, lo que ahora importa, no está todo el santo día dando la matraca con quejas, protestas y reivindicaciones de toda clase. No quiero decir con ello que sea gente a la que pinchas y no tiene sangre. No son personas indolentes. Simplemente, entienden que las normas y la organización están para algo. Ojo, que no seré yo quien haga un elogio de la docilidad. Es que no se trata de ser o no ser dócil, se trata de ser responsables y maduros.
En mi modesta experiencia como docente ya sé que en uno u otro momento de la sesión habrá que hacer terapia de grupo. Hay siempre un momento en el que alguien plantea una queja, más o menos abstracta y más o menos ligada al asunto del que se está tratando, a la que de forma inmediata se suman uno tras otros los presentes haciendo a cada momento más grande la protesta. En ocasiones se llega a bordear el amotinamiento… no contra el docente (o sea, yo –menos mal-), sino contra todo en general y nada en particular. La gente de este país tenemos una predisposición genética a llevar la contraria y creer que ser un “pan-contraria” (que diría mi abuela) nos hace más dignos y honorables. Solemos tender a confundir el juicio crítico (que es cosa buena, pero, admitámoslo, resulta ser virtud de unos pocos) con la querulancia crónica. ¿Saben dónde está la diferencia? En que quien enjuicia críticamente lo hace con la razón y la cabeza, y quien se queja y protesta lo hace con las emociones y las tripas. Por eso no todo es siempre y en todo momento objeto de juicio crítico. Pero siempre hay motivos para quejarse de todo. La queja suele ser una expresión de egoísmo que en el mejor de los casos envolvemos en una supuesta conciencia social. El juicio crítico es expresión de un afán de mejora de lo que nos rodea, aunque de esa mejora resulten perjudicados nuestros intereses personales. Si se fijan, quien se queja nunca lo hace en contra de su propio interés. La queja es un desahogo incontenido y verbalizado. Y nadie se para a pensar si a los demás nos interesan sus quejas.
Es imposible ser productivos si estamos todo el día quejándonos y protestando. ¿Han pensado alguna vez sobre la cantidad de energía que malgastan quejándose? Si toda esa energía la utilizásemos para producir, ser más eficientes en nuestras labores, ser mejores y mejorar nuestro entorno personal, familiar, laboral y social, seguro que nos cantaba otro gallo. ¡Claro que hay momentos y razones para la queja! Pero ni todo momento es adecuado para hacerlo (para eso se inventaron las pausas del café en los trabajos, para poder desahogarse), ni todo puede ser objeto de queja. Cuando la queja es urbi et orbe, entonces nos hemos convertido en antisistemas, y este país tiene mucho de antisistémico (y así nos ha ido en muchas ocasiones). Es como que vivimos en una inacabable adolescencia social. Se nos va toda la fuerza por la boca. Así no hay manera de mejorar. No defiendo una productividad cuantificable únicamente en resultados económicos. Con ser importante, lo que reivindico es la productividad de la seriedad y el rigor, de hacer las cosas bien y poder destinar todas nuestras fuerzas a cumplir con lo que nos toca, sea en el hogar o en el trabajo. Ser productivo es ser capaz de hacer algo bueno y valioso. La queja sólo lleva a la esterilidad… y a la melancolía.

(Publicado en El Comercio el 28 de octubre de 2018).


lunes, 15 de octubre de 2018

ADELANTAR O NO ADELANTAR, ESA ES LA CUESTIÓN


La pregunta es si deben convocarse elecciones generales ya. El dilema político que acompañó a la insoslayable moción de censura primaveral era si se trataba de un medio para desalojar del poder a un PP hundido en sus miserias, pero con el propósito de llamar a los ciudadanos a las urnas cuanto antes para formar un gobierno salido del voto y no del reglamento parlamentario. O más bien, una carambola afortunada que ha permitido que el PSOE llegara a la Moncloa, de manera que sería un despilfarro político no aprovechar el efecto “moqueta” (subidón en los sondeos a consecuencia de la llegada al Gobierno) para, por un lado, marcar diferencias con los contrarios tratando de hacer política, aunque se sepa que probablemente no se logre nada por la debilidad parlamentaria del Gobierno; y por otro, sacar rédito de esta situación controlando los tiempos políticos y aprovechando las ventajas que desde luego ofrece gobernar.
Sean dichas de paso un par de cosas. Aquí no hay un problema de legitimidades políticas. Es tremendamente perverso y falaz afirmar como hace el PP que el Gobierno de Sánchez es ilegítimo porque no ha salido de las urnas. Democrática y constitucionalmente tan legítimo es el Gobierno resultante del triunfo de una moción de censura como el que sale de las urnas. Primero, porque es falaz que los gobiernos salgan de las urnas. De las urnas sale un Parlamento, y es éste el que elige a un Presidente del Gobierno. La misma forma de elegirlo tras unas elecciones generales es la que se emplea en la moción de censura, que es un instrumento que tiene el Parlamento para sustituir al Presidente del Gobierno que ha perdido su confianza (la que le otorgaron en su elección en la Cámara tras las elecciones) por otro candidato en el que la han depositado tras una votación que requiere la misma mayoría que la elección de Presidente en primera vuelta tras unas elecciones generales. Es el mismo Parlamento, elegido por los mismos votantes, el que decide en un caso o en otro. En segundo lugar, porque justamente por lo anterior, porque los ciudadanos no elegimos ni votamos a un Presidente, sino a un Parlamento que es el que le elige, lo relevante en un sistema parlamentario (y no presidencial) como el nuestro es que el Presidente goce de la confianza de la Cámara. Y nuestro sistema constitucional prevé tres mecanismos igual de legítimos para lograrlo: la investidura tras las elecciones generales, ganando una cuestión de confianza (porque si la pierde debe dimitir) o que otro postulante gane una moción de censura.
El problema no es de legitimidades, sino, como le afea Ciudadanos, de convocatoria de elecciones generales. Nada obliga al Presidente Sánchez a convocarlas antes del término de la legislatura en el 2020. Pero no es menos cierto que políticamente el dilema es tremendo. Imagino que los estrategas del PSOE estarán pensando que ahora conviene esperar a los resultados de las elecciones andaluzas y, en todo caso, de las locales y autonómicas de mayo de 2019. Dos buenos termómetros para saber si el PSOE sigue en su momento dulce (efecto “moqueta”) o conviene convocar antes de que las cosa se tuerzan. Todo ello aderezado en la esperanza de que el postureo político de un Gobierno con menguados, inestables e imprevisibles apoyos parlamentarios sea capaz de trasladar su propio desgaste a la oposición. El problema es que eso es muy difícil cuando haces políticas identitarias que siguen olvidando al gran centro electoral, que es el que te da la victoria. Y un año y poco más, pasa volando. Pero si esperas demasiado, te puedes estrellar, y si adelantas antes de tiempo, también te puedes estrellar. En mi humilde opinión, posponer la convocatoria no hará sino perjudicar al PSOE porque ahora aún puede sacar rédito de su bloqueo parlamentario por una oposición carca y terca, desleal para los intereses de los ciudadanos, y de su promesa de honestidad y dignidad. Pero qué va a saber un profesor de la periferia.
(publicado en EL COMERCIO el 14 de octubre de 2018)

lunes, 1 de octubre de 2018

EL PESO DEL SILENCIO


Hace unos días daban cuenta los medios de comunicación del dilema en el que estaba sumido el editor de The New Yorker. Este prestigioso semanario norteamericano celebra regularmente un foro denominado “Festival de las ideas” en el que invita a figuras relevantes de distintos ámbitos para que expongan sus opiniones ante un auditorio crítico. Uno de los invitados había sido el controvertido Steve Bannon. Cuando se dio a conocer su nombre, una ola de indignación y rechazo inundó la redacción del semanario. Las quejas, críticas, reproches, declinatorias de invitaciones de otros personajes, incluso la pérdida de suscriptores, llevaron a su editor a retirar la invitación a Bannon, con el consiguiente enfado de éste personaje pintoresco de la política americana.
El caso es que, por un lado, el asunto en su conjunto tiene una sospechosa apariencia de censura de las ideas y opiniones de una persona. Serán execrables, discutibles, perversas, inquietantes, perturbadoras… pero son opiniones que, al fin y al cabo, tiene derecho a expresar. La lógica de la libertad de expresión y su protección del libre debate de ideas, ampararía la queja de Bannon, que legítimamente se sentiría silenciado por la presión de quienes disienten de ellas y han tenido la capacidad, por su posición y su notoriedad (entre ellas la mismísima hija de Bill Clinton), de acallarle. Pero, por otro lado, las opiniones de Bannon no son nada inocentes. Es conocida su xenofobia, su homofobia, su ultranacionalismo, su conservadurismo cavernario. En fin, es un ideólogo irreverente, incómodo y perturbador. Sus ideas y opiniones han alentado a personajes como Trump (y hasta Trump terminó por prescindir de él por su extremismo) e inspira y aconseja a lo más oscuro de la política europea (Frente Nacional en Francia, o la Liga en Italia, a Orbán en Hungría). Cada vez que abre la boca, sube el pan en todo el mundo. Y uno se pregunta si es sensato darle cancha, elevarlo a los altares de las opiniones respetables dándole la palabra en los estrados de los foros de ideas más prestigiados. En cierta manera, hacerlo, es legitimar su voz corrosiva y difundirla arropada por un cierto halo de respetabilidad. Imagino que el editor del semanario fundadamente pensó que no podían ser cómplices en la propagación de su pensamiento retrógrado.
El asunto es complejo. A mi entender el editor de The New Yorker se rindió ante la presión de los políticamente correcto y del lobby de los bienintencionados, y silencio las ideas de Bannon. Pero no debe perderse de vista que lo hizo excluyéndolo de una plataforma de comunicación que es suya. En modelos constitucionales como el nuestro, al tratarse de un asunto entre particulares, apenas tendría relevancia constitucional, y, en definitiva, al Sr. Bannon se le ha sustraído un medio de difundir sus ideas (el Festival de las Ideas), que no era suyo, y su legítimo propietario (The New Yorker) tiene derecho a decidir a quién le cede o no su espacio mediático. Sin embargo, no tengo muy claro que este proceder sea el más adecuado si nos tomamos en serio la gran ficción del discurso público. Obviamente, la libertad de expresión no le inmuniza a uno de las críticas de otros. Tampoco garantiza tener un público receptivo, ni permite obligar a otros a que me escuchen. La libertad de expresión garantiza que nadie me puede imponer una opinión o impedir que opine. Pero nada más. En ese sentido al Sr. Bannon no le han vulnerado su libertad de expresión. Pero un robusto debate de las ideas, garantizado por el derecho a recibir libremente información que todos tenemos, aseguraría en cierto modo al Sr. Bannon su derecho a expresarse y decir lo que piensa, e incluso a no ser excluido de los foros de debate si estos reciben algún tipo de ayuda pública, porque otros no quieran escucharle. En realidad, lo que me preocupa es la santurronería de quienes consiguieron silenciarlo en ese foro, no mediante la sana y decidida crítica de sus opiniones participando en el dichoso foro (¡y vaya sin son censurables!), sino presionando al editor del semanario para que fuese él quien lo silenciase, a riesgo de sufrir las represalias de no hacerlo. Da qué pensar.

LA GUERRA DE LOS LAZOS


Esto tiene mala pinta. Unos ponen lazos, y otros los quitan. Al final todo este jaleo es la incubadora de un odio ya inoculado en la sociedad catalana, y tarde o temprano nos dará un disgusto. La guerra de los lazos y de las banderas ha llegado tan lejos, que, en este momento, al igual que la crisis catalana en su conjunto, no se vislumbra salida alguna, y la posible tendría muchos costes a corto plazo: mano dura con el independentismo.
Por desgracia, en política, como en tantas otras cosas, nada es blanco y negro. Por eso es tan difícil trazar una línea que nos permita distinguir lo bueno de lo malo, si no es en los extremos de la bondad o la maldad. Nadie duda de que asesinar a personas por sus ideas está mal; y que defender el derecho del disidente a expresar sus ideas en libertad está bien. A partir de estos extremos, el largo recorrido de circunstancias que nos lleva de uno a otro extremo es una escala de grises donde tomar partido es complejo y difícil. Encarcelar a los independentistas no es matarlos, naturalmente, pero ya es un gris que genera discrepancias hasta en los especialistas que más saben de ello. Tolerar que el espacio público (edificios, calles, playas, rotondas...) se llene de lazos amarillos puede ser un benévolo ejercicio de defensa de la libertad de expresión; pero igual no. Me explico.
Una cosa es que una institución pública, un ayuntamiento, el Parlamento catalán, una consejería o cualquier otra entidad pública haga suya la reivindicación simbólica que está tras los lazos y plague el edificio o las calles con ellos; y otra muy distinta es que lo haga un ciudadano normal y corriente. Las instituciones públicas no tienen libertad de expresión, por muy representativas de la ciudadanía que sean. Un pleno municipal o el Parlamento catalán no pueden distorsionar el proceso de comunicación pública empleando el espacio público para transmitir una idea que no competirá en igualdad de condiciones con otras en ese proceso y en ese espacio. En el marco de un debate de ideas y opiniones, los poderes públicos tienen el deber constitucional de ser escrupulosamente neutrales. Los ciudadanos no soportamos ese deber, y por tanto tenemos el derecho constitucional a expresar con libertad lo que pensamos, aunque moleste o inquiete a otros. En el primer caso la reacción frente al uso partidista e ideológico de los poderes públicos y del espacio público por quienes ostentan un cargo público es la que tuvo el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña ordenando la retirada inmediata de lazos y banderas de las fachadas y espacios de una institución pública si no son los establecidos por la normativa. De esta manera se garantiza la neutralidad del poder público en el debate de ideas constriñéndolo exclusivamente al uso de aquellos símbolos que representan a todos los ciudadanos y no sólo a una parte de ellos. En el segundo caso, y como recientemente ha dicho el Tribunal Constitucional Federal alemán en relación con la difusión de mensajes que negaban el Holocausto judío durante la II Guerra Mundial, el límite a la libertad de expresión, es verdad que su trazado no está exento de dificultades, debe estar en la paz que debe gobernar el debate libre de ideas. El problema no es que ciertas ideas sean repulsivas, inquietantes u ofensivas. El problema surge cuando expresarlas, bien por la forma en la que se hace, bien por las consecuencias que puede acarrear su difusión, altera la paz que debe regir el debate de ideas al provocar miedo en los interlocutores. El debate sólo es libre, abierto y plural si es un debate sin miedo. El problema con los lazos es que ahoga el debate libre de ideas, ejerce una presión e incluso una coerción sobre el disidente que le impele al silencio por miedo a arrostrar con las consecuencias de disentir. El lazo ya no es una idea, es un arma, y en España no hay un derecho a portarlas.

TIEMPO


Hay algo que me resulta especialmente llamativo de un tiempo para acá, y es el contraste que hoy existe entre lo tiempos, perdón por la redundancia, de unos y otros. Eso que algunos llaman prisa, quizá no lo sea. Quizá lo haya sido en el mundo de ayer, pero no en el de hoy. ¿Está el mundo acelerado? No, no lo creo. Lo que ocurre es que algunos andamos lentos para la vida moderna. La forma en la que percibimos el tiempo siempre ha sido una forma de medir las eras. El tiempo cíclico griego, y de otras muchas civilizaciones antiguas, porque todo está condenado a repetirse; el tiempo lineal judío, y la idea de que el tiempo es un avance hacia el juicio final. El tiempo medido por los ritmos de la naturaleza. El tiempo que luego midieron las máquinas. El tiempo como resignación ante el inexorable avance hacia la muerte. El tiempo rentable (el tiempo es oro) del capitalismo. Somos tiempo, y nada más, que decían algunos existencialistas. El tiempo es transformación, cambio, donde todo se transforma y nada se destruye, un bucle sin fin. Quédese usted con la idea que más le plazca.
Si hay algo que cada día se hace más evidente en nuestro entorno es que conviven dos tiempos. El propio del Siglo XX. Un tiempo que mide la rentabilidad humana. El tiempo es un espacio para hacer cosas, y si no las haces, malgastas el tiempo. Pero también el tiempo es un bien preciado, valiosísimo, por lo que su consumo debe ser dosificado es una cuestión moral. Hay que tratar de ralentizarlo para llegar cuanto más tarde mejor a la muerte, para ser más rentable, para ser más feliz. El empeño por detener el tiempo podría ser el slogan del Siglo XX. Por eso los ciudadanos del Siglo XX somos lentos. Andamos lentos por las aceras, por las carreteras, respondemos lentos a los mails, escribimos whatsapp como si fueran microscópicas misivas, y anhelamos unirnos al movimiento slow. Creemos a pies juntillas en las virtudes de todo lo indefinido (los contratos, el trabajo, los electrodomésticos, las relaciones de pareja, las amistades). Para nosotros el tiempo no se mide en distancia, sino en quietud. Nuestro tiempo ni es lineal, ni cíclico. El tiempo tiene un único valor, que sea indefinido (no confundir con perpetuo), esto es, que se detenga. Y a esa percepción del tiempo le damos un valor moral. Lo bueno es lo indefinido, porque es un tiempo de certezas. Por eso vivimos en crisis y deprimidos, porque nada es indefinido y todo irremediablemente es incierto. 
Sin embargo, los humanos del Siglo XXI viven el tiempo de otra manera. El tiempo pasa, y pasa rápido, y ellos lo saben y no les importa. El mundo global, que los humanos del Siglo XX vivimos con preocupación e incertidumbre, sólo significa un mundo sin espacio/tiempo, donde todo está al alcance de forma cada vez más inmediata. El tiempo ya no importa, porque importa la movilidad. Importa no parar. Nada es indefinido, ni se valora que lo sea. Quizá el movimiento slow no sea más que el anhelo de unos nostálgicos; como lo fueron los bucólicos que creían ver en la vida pastoril un antídoto frente a la premura de las incipientes urbes. Quizá seguir pensando el mundo (el trabajo, la familia, la pareja, el arraigo, la movilidad) en indefinido sólo nos traerá más depresión y ansiedad. Ya no se trata de que vivamos en tiempos impacientes, es que la paciencia no es de este mundo. Por eso no dejo de mirar con ternura esos intentos condenados al fracaso de parar la vorágine como los movimientos pro-bicicleta o el empeño en que el contrato laboral preferentemente indefinido. Solo sé que por la calle me tropiezo con personas de una edad que andan lentas porque su mundo es lento. Pero es que otros me adelantan a mí, porque mi tiempo ya es lento. Incluso si voy en bicicleta.


MIGRACIONES


¿Y si pensamos la migración de otra manera? ¿Y si tratamos de no dar una respuesta a las migraciones masivas como si estuviéramos aún en los años 50 y 60 del siglo pasado? ¿Y si repensamos la migración en términos globales, no porque la migración sea global, sino porque ya no existe un mundo compartimentado por fronteras, sino un espacio global de tránsito y flujos imparables?
Yo no sé si es cierto que el humano es naturalmente migratorio. Este tipo de afirmaciones fundadas en generalizaciones inductivas a partir de hechos sucedidos a lo largo de miles años me dejan bastante indiferente. Que nuestra historia humana está ligada a iniciales y largos períodos de nomadismo… pues probablemente sea así. Pongámonos en esa hipótesis, y aceptemos que nuestra esencia milenaria es nómada. Pero el nomadismo no es el resultado de ninguna genética, parece más bien que resulta de la lucha por la supervivencia y la búsqueda de alimento y refugio; porque en el momento en que el humano descubrió que era posible poseer alimento y refugio sin trasladarse, se hizo sedentario (y con ello, empezaron los líos –Yuval Noah Harari-). No obstante, ese nomadismo primigenio también supuso la lucha brutal por la supervivencia contra otros grupos humanos a cuyo espacio llegaban los nuevos transeúntes o se cruzaban por el camino y se disputaban un mismo espacio de subsistencia. También pudo ser posible la convivencia pacífica, y la mezcla entre especies…  Pero no cabe duda de que el nomadismo supuso confrontaciones, mezcla y una hipotética lucha de exterminación de una especie humanoide sobre otra. Todo esto, bien mirado, no es muy distinto a lo que ocurre ahora. Hoy es el nomadismo forzado por hambrunas, guerras, persecuciones, por el anhelo de una vida mejor; y también las mismas circunstancias derivadas: crisis, los enfrentamientos, el rechazo, la xenofobia, el miedo. Apenas han cambiado las causas y sus efectos. Bueno, sí. Las naciones y sus fronteras, que durante un tiempo fueron útiles para controlar el nomadismo puntual. Pero hoy, en un mundo en permanente movimiento (todos somos commuters… Zygmunt Bauman), las naciones y las fronteras sólo han agudizado los inconvenientes y silenciado las ventajas
¿Y si aceptamos que somos nómadas y que es imposible en el mundo actual impedir las migraciones? ¿Y si aprendemos de nuestro pasado? ¿Y si aceptamos que las migraciones pueden ser beneficiosas para todos? ¿Y si abordamos la migración no como un problema de cada nación, sino un asunto global que requiere una política global como se ha hecho con tantas otras cosas… un tratado internacional? ¿Y si imaginamos por un momento una manera de entender el “pueblo del Estado”, como decía la Teoría clásica del Estado, desligado de los conceptos nación-ciudadanía-frontera?
Estado, pueblo, nación, frontera… todos son ficciones, artificios jurídicos y políticos que son muy útiles para explicar y legitimar ciertas realidades. Pero profundamente perturbadoras en el mundo actual para afrontar realidades a las que habrá que dar una respuesta para que no se destruyan las grandes ventajas de aquellas ficciones: la libertad, la igualdad, la democracia… Ideas, por cierto, perfectamente globales y ajenas a los compartimentos nacionales y fronterizos. ¿Por qué no aceptamos que las migraciones son inevitables? ¿Por qué no nos afanamos en buscar instrumentos que las ordenen y las hagan humanas, que permitan tratar y ofrecer un futuro digno? ¿Por qué no creamos otros artificios jurídicos para construir una nueva ficción política?
¿Y si encargamos a los que ahora están pensando la forma en la que poner puertas al campo de las migraciones a pensar justamente cómo ordenar un mundo en el que migrar es inevitable? Ahí lo dejo.

TIEMPOS DE SOSPECHA Y FURIA


Hubo un tiempo en el que la política era un arte propio de grandes mujeres y hombres, a quienes se les podía cuestionar sus ideas y propuestas, pero nunca o en muy raras ocasiones sus personas. Las polémicas y los debates eran sobre ideas y proyectos. Debates duros y cruentos. Los medios seguían, azuzaban e incluso provocaban los líos y las trifulcas parlamentarias. La alta política era un asunto de unas señoras y unos señores muy serios y con currículos incuestionables, entreverados de periodismo ocupado y preocupado por la política y no por la vida de los políticos.

Hoy la política no es alta, es sólo fango. Los medios de comunicación se han convertido en grandes ventiladores de ese fango, cuando no sus alfareros que la producen y moldean. Hoy lo que importa es la vida del político, no la vida de la política. Hoy lo que importa es lo que ha hecho el político, o cualquiera que quiera servir en una institución pública, desde que echó el primer diente. Lo que te da la medida del servidor público ya no es su honestidad actual y presente, y su honestidad potencial, hoy lo que importa y se persigue es la honestidad sin mácula desde el día de su alumbramiento. Que nadie se equivoque. No seré yo quien diga que debemos correr un velo de ignorancia sobre el pasado del servidor público. Desde luego que importa ese pasado, y la honradez con la que lo haya vivido. Pero debemos pensar si podemos extremar esa causa general que se extiende a cualquier momento y detalle de la vida del servidor público. No se perdonan los errores, los deslices, los malos momentos por los que uno haya podido pasar. Aquel negocio fracasado o algo turbio, tratar de lograr un ahorro fiscal dentro de los márgenes de la legalidad tributaria, amistades inconvenientes o aquellos comentarios o palabras que se hicieron al calor de una vieja trifulca o en un momento de inconsciente verborrea y desahogo, lejanos en el tiempo y sin trascendencia probada. Todo sucedido en el pasado más o menos remoto de un servidor público que ni siquiera sabía que lo iba a ser en el tiempo de esos acontecidos se saca a la luz con alevosía. Tampoco seré yo quien les quite hierro a ciertos pasajes del pasado. No creo que se pueda ser Juez de la Corte Suprema si una mujer te recuerda que trataste de abusar de ella. No puede ser Ministro alguien que ha defraudado a la Hacienda Pública. No se puede confiar en el político arrogante que miente o confunde. Pero como todo en la vida, es cuestión de grado. ¿Tiene alguna importancia el valor de la tesis doctoral de un político? Que sea una birria, ¿es motivo para escarnio y razón para su dimisión? ¿Importa si se hizo o no un máster, o si se hizo por vericuetos alternativos al modo reglado? Les confieso que no lo tengo claro. No sé si esa exigencia extrema que impone al servidor público una santidad retroactiva es una expresión de higiene democrática y moral, o una psicopatología del universo político que sólo alimenta a inquisidores y macartistas.

Convendría reflexionar sobre la perversión de la sospecha absoluta y retroactiva. Su exceso ha dado poder a inquisidores que se han erigido en los que deciden quien pasa y quien no en la vida política y de servicio público. Son ellos, tenebrosos, quienes deciden quien pasa el escrutinio moral previo, de manera que quien supera la prueba no es el que resiste o no tiene nada que ocultar, sino quien se rinde a sus chantajes. Estos inquisidores, que lanzan la piedra, y esconden la mano si les interesa, envueltos en la bandera de la libertad de información, usurpan a los ciudadanos en esencial función de grandes electores de quienes deben o no ocupar el espacio público. Y de la sospecha se pasa a la furia, porque los torquemadas del milenio no discriminan, si no se pliega uno a sus exigencias, que suele haberlas, las faltas y pecados veniales y distantes, que incluso en aquel momento carecían de importancia, de los delitos y pecados capitales cercanos o actuales. Alimentamos así una furia impostada que es la ruina de alguien que hubiera podido ser valioso para lo público porque hizo cosas en su condición de persona privada y anónima, ignorante de su futuro político.