lunes, 26 de marzo de 2018

LA ADMINISTRACIÓN ENCORSETADA



No he podido evitar reparar estos días en una noticia que me ha resultado especialmente llamativa. El Tribunal Superior de Justicia de Asturias ha anulado la concreta forma de provisión futura del personal de la Sindicatura de Cuentas, que no los puestos actuales, como en algún sitio se ha dicho, porque, según parece, no había justificado por qué es mejor acudir al sistema de concurso “específico” y no a uno “normal”. A mí esto, la verdad, me sonó a rizar el rizo, y acudí presto a la sentencia de marras.
El primer asombro fue que en realidad el sindicato recurrente no gana ni en los penaltis. Lo que el Tribunal le reprocha a la Sindicatura es que no ha justificado por qué ha querido ser más exigente para esos puestos. Les explico, hay tres formas de ingresar en cualquier Administración pública (dejo a un lado la libre designación), que son las que aseguran que se hace por mérito y capacidad. Vaya, que se ingresa porque se está preparado para el puesto que se opta y no por enchufe; lo que, además de ser una exigencia constitucional, es una incuestionable garantía de profesionalidad, honestidad y objetividad en el quehacer de la Administración al servicio del común. Obviamente, cuanta mayor es la responsabilidad e importancia del puesto, mayor debe ser la exigencia para su provisión; esto es de cajón. La forma ordinaria es ingresar mediante oposición, o sea, haciendo un examen. La siguiente y que se emplea para ciertos puestos, es el concurso-oposición (un examen más la valoración de la experiencia y méritos previos que acrediten los candidatos), y finalmente el concurso (valorando sólo esos méritos y experiencia, y que suele emplearse para seleccionar a quienes ya han hecho una oposición antes para otro puesto). Dentro del concurso está el “normal”, donde se valoran los méritos que se tiene con arreglo a un baremo previamente conocido por los interesados; o el “específico”, en el que se valora la acreditación de unos méritos concretos y especiales con el objeto de que los candidatos acrediten, además de su experiencia, su capacidad y aptitud para desempeñar el puesto. Este suele ser el sistema que se emplea para aquéllos que o por su responsabilidad o por su complejidad técnica aconsejan ese plus de exigencia. Bueno, pues resulta que el Tribunal le reprocha a la Sindicatura que para esos puestos objeto de impugnación (todos evidentemente complejos en lo técnico y muy delicados en su desempeño porque se trata justo de los que auditan y escudriñan las cuentas públicas) se ha puesto estupenda y les exige en exceso, porque además de acreditar sus méritos y experiencia “previa” (concurso “normal”), deben presentar una “memoria” y realizar una “entrevista”. Por cierto, dos pruebas previstas en la ley y, lógicamente, iban a ser realizadas por una comisión de valoración independiente, nunca por el Síndico Mayor.
¡Hombre! Tengo para mí que el Tribunal se nos ha puesto un punto exquisito. No se ven dedos ungidores, ni enchufes por ningún lado. Nada ha perturbado el criterio de mérito y capacidad en el reclutamiento de ese personal. Es más, lo que ha hecho la Sindicatura es ser muy exigente en las pruebas a superar porque no bastaba con ser baremado, además había que demostrar destreza y capacidad para desempeñar unos puestos que a nadie se le escapa su muy especial dificultad y responsabilidad. Exigir la justificación de lo obvio, sobre todo cuando resulta evidente del conjunto del expediente a la vista tan sólo de lo dicho en los antecedentes de la sentencia, se me antoja un formalismo enervante. El problema de estas resoluciones judiciales es que se quedan en el bulto y no se detienen en comprobar si la actuación administrativa ha respetado lo que realmente importa, seleccionar a los mejores para realizar las tareas más delicadas y complejas. Me preocuparía que ese rigor se aplicase a la selección de unos ordenanzas, por desproporcionado. Pero no creo que lo sea en el caso de quienes van a venir a revolver en mis cuentas y a decidir si lo hago bien o a los que van a resolver si debo ir a la cárcel por corrupto y ladrón. Dejo para otro momento la confusión entre la especificidad del concurso y la especificidad de las pruebas empleadas en el concurso, porque lo singular en este caso es que las pruebas exigidas para acreditar el mérito y la capacidad han ido más allá de la mera baremación de un currículum.
Me alarma que nuestras señorías castiguen a una Administración por ser exigente, apelando a un argumento como es el de la “motivación” (cuando en otras ocasiones no han tenido reparos en considerar que esa motivación resultaba del propio expediente, véase si no el de la cesada Secretaria del Ayuntamiento de Gijón). Hace tiempo hablé de la Administración secuestrada, y hoy les hablo de la administración encorsetada por lo que bien podría calificarse de un exceso de formalismo. Te castigan no por hacer las cosas mal, sino por querer hacerlas demasiado bien. Esto nos lo tenemos que mirar.

(publicado en EL COMERCIO el 25 de marzo de 2018)


lunes, 12 de marzo de 2018

DIGNIDAD Y RESPETO


Decía Fernando de los Ríos que los realmente revolucionario en España es el respeto. Pasado el tiempo creo que así es. Algo nos pasa en este país porque llevamos muy mal eso de respetar al otro. Somos más de descalificar, desacreditar, despreciar y hasta ningunear. Es normal que así sea en un país con una profunda vocación anarquista. Ya lo había observado Pritchett, somos una nación de anarquistas. Tenemos una renuencia genética a seguir las normas, incluso las que nos imponemos nosotros mismos. Aquí lo propio lo resumen estos dichos tan patrios y que dejan atónitos a los extranjeros; aquello de “quien hace la ley, hace la trampa”, y, ya para coronarse, “la ley se obedece, pero no se cumple”. Somos así, no hay remedio. Incapaces en lo más hondo para entender que una sociedad es civilizada porque tiene normas y además se cumplen. Ya oigo las voces de aquellos que objetarán con qué ocurre si la norma es injusta, o errónea, o… En realidad, quien opone semejantes objeciones al cumplimiento de la ley, expresa su desnudo deseo de imponer su santa voluntad y que las cosas se hagan como a él le convienen.  Pero sin el acatamiento de la norma en una sociedad civilizada y democrática no hay respeto. Y sin respeto, no hay igualdad ni dignidad.
Digo esto, porque hace días que vivo perplejo. No entiendo qué nos ocurre. Cómo es posible que en una sociedad avanzada como la nuestra las mujeres aún se sientan inseguras e incómodas. Incluso más ahora que años atrás. Así lo expresó rotunda una estudiante el otro día. Esa afirmación me estremeció, porque algo no va bien si una mujer tiene miedo a regresar sola por la noche a su casa, o si aún tiene que soportar la sordera masculina al no, o sentirse medida por su escote o su tacón. No entiendo cómo es posible que estos comportamientos que yo creía más propios de otras épocas son muy intensos en los jóvenes de hoy. Que serán muy milenials y todo lo que ustedes quieran, pero siguen siendo tan o más machistas que sus tatarabuelos. No cabe duda de que en nuestras sociedades hay tremendos techos de cristal para las mujeres, y estos días los medios trasladan cifras y porcentajes que señalan esos techos sobre los que en muchas ocasiones se alzan los varones. Yo creía que esto había cambiado, y que paulatinamente, sobre todo las generaciones más jóvenes, vivían las cosas de otra forma y poco a poco resquebrajaban ese cristal. Fue desolador comprobar que no era así.  Preguntadas mis alumnas sobre cómo se sentían, todas, sin excepción, afirmaron que se sentían incómodas e inseguras. Algo estamos haciendo mal si no hemos logrado avanzar por la senda de la igualdad. Y no creo que se logre con la “educación para la ciudadanía”, porque convertida en una asignatura lo que debiera ser un hábito ciudadano, termina por tomarse más como un obstáculo curricular a superar antes que la ética de un ser humano libre, digno y mentalmente sano.  
Nuestra resistencia a acatar las normas, la involución en materia de igualdad entre sexos, todo viene, creo yo, de la falta de respeto. Ese es el origen de todo, que no sabemos ni queremos respetar al otro y tratarlo con dignidad. Nadie nos educa para respetar. Nos educan para juzgar, para ser jueces de los demás. A los hombres en particular, nadie nos educa para controlar nuestra testosterona, y además, este empeño en postergar indefinidamente la necesaria madurez para que los chicos no sufran, ha terminado por llenarlo todo de montones de varones jóvenes que a pesar de su edad siguen dando rienda suelta a sus instintos y comportándose como descabezados de patio de colegio. Nadie les dice que hay que ser persona, y nada les invita a serlo.  Las sociedades sanas son aquellas en las que sus miembros se respetan y se sienten dignas de consideración. No importa la raza, el sexo, el origen… sólo importa la persona, que por el mero hecho de serlo se hace merecedor de respeto. Respeto y dignidad, esa es la clave para que nuestra sociedad esté sana. Respetar y tratar dignamente, así de sencillo.
 (publicado en EL COMERCIO el 11 de marzo de 2018)