lunes, 19 de diciembre de 2016

Vivir en la edad de lo “fake”, o plagia que algo queda

(A María Elvira Muñiz, “Marial”, que me desveló el alma de las palabras y la honestidad de las ideas)
En estos tiempos de furibunda e infantil hiperpositividad, y de no menor desconcierto, huérfanos de todo relato que dé cuenta de nuestra vida y nuestra civilización, resulta que hay un montón de gente sesuda que reflexiona sobre el valor de copiar, de las falsificaciones. Sí, como lo oyen, ya hay una poética de la copia. Hasta existe un movimiento político denominado “fake” (“falso”, en inglés) que lucha contra el poder establecido difundiendo en las redes noticias y datos falsos. ¡Sí, hay gente para todo! Yo no salgo de mi asombro cuando leo que en el mundo del arte y del coleccionismo se está poniendo de moda lo “falso”, las “copias” y “falsificaciones”. Ha merecido hasta una exposición en el IVAM valenciano. La cosa no tiene desperdicio. Este pensamiento débil que gobierna cualquier discurso pretendidamente racional nos ha llevado a glorificar las falsificaciones y al falsario, como un remedo de Robin Hood posmoderno que hace accesible al pueblo llano (la “gente”) lo que sólo disfruta la oligarquía dominante. Como además vivimos en un mundo moralmente ambiguo, no falta quien pone en duda la maldad de la copia, la estafa y fraude en que consiste intrínsecamente la falsedad. El título de la mentada exposición lo dice todo “FAKE. No es verdad, no es mentira”. Entonces, ¿qué es?
Hablemos claro, una copia es una falsificación. Copiar diciendo que se copia puede tener un pase. Decir que uno copia no deja de ser un reconocimiento de la autoría de otro y nada tengo que decir si expresamente se avisa de que se copia (otra cosa es la responsabilidad legal por copiar). Al final quien obra de este modo es coherente con el exabrupto unamuniano, ¡qué inventen ellos! Pero copiar, falsear, sin advertir que se está copiando o falseando es una estafa en toda regla, es un engaño sin más paños calientes. Nunca he entendido por qué en estos tiempos nos cuesta tanto llamar a las cosas por su nombre, porque creemos que ser educado y civilizado consiste en ser un hipócrita. Una copia, una falsificación, es un plagio y una falsedad, y quien la comete con voluntad de engañar o de apropiarse del mérito de otro es un canalla. Como canalla es el tipo que se sirve del trabajo de los demás para presentarlo como propio. Es un parasitismo intelectual y vital inaceptable que dice muy poco de la catadura moral de quien perpetra semejante latrocinio. Y eso es lo que le acaba de pasar a un buen amigo, que ha descubierto cómo un colega universitario y purpurado le ha plagiado con toda impunidad un trabajo suyo. Casi lo peor no es el hecho, indudablemente deleznable a pesar de los teóricos del “fake”, sino la reacción de los otros, de quienes le excusan o mirara hacia otro lado. Éste siempre será el problema de este país con alma anarcosindicalista, nuestra escasa, sino inexistente, talla moral. En otros lares, le pillan a uno en ese marrón, y uno dimite sonrojado y de inmediato, y se le viene el cielo encima (acuérdense de aquel ministro alemán que había copiado su tesis doctoral). En este solar patrio estas conductas se disculpan y son objeto de filosofías y poéticas que elevan el “fake” a sublime expresión del más avispado intelecto. Ver para creer.
(Publicado en El Comercio, 11 de diciembre de 2016)