Siempre he defendido la utilidad,
siquiera simbólica, de las Comisiones parlamentarias. Siempre he mostrado mi
disenso con aquéllos que cuestionan su utilidad. Pero es que la política es un
juego de imágenes y símbolos, una suma de ritos, que tienen su aquél. Nada es
casual, y el poder, sea cual sea su calaña, necesita de parafernalia y
ceremonia porque en buena medida su autoridad se asienta en la solemne
distancia. Ello obedece a distintas y muy valiosas razones. No se trata de un
ejercicio de soberbia y arrogancia (que es para lo que algunos bodoques creen
que sirve la pompa del poder), sino de necesario distanciamiento, de silenciamiento
del factor humano que siempre acompaña a la cercanía. La pompa y ceremonia del
poder es la manera simbólica de expresar su exigible neutralidad y objetividad.
Neutralidad y objetividad que por definición son frías y distantes. Por eso en
política las formas importan. Por eso la existencia de Comisiones
parlamentarias y su trabajo importa, porque con su existencia el Parlamento
transmite que le preocupa lo que le pasa a los ciudadanos, que se toma en serio
las cosas y que trabaja, analiza, profundiza en los asuntos, escucha a quienes
saben de ellos, a quienes tienen responsabilidades sobre ellos, y tiene la
oportunidad de apretar a quienes no cumplen como es debido. En las Comisiones
estamos los ciudadanos, actuando por medio de nuestros representantes, y a
través suyo nos tomamos en serio lo que ocurre y les ocurre a nuestros
conciudadanos, y velamos por que se cumplan las reglas de juego, se mejoren las
condiciones de vida de la gente, se busquen soluciones a sus problemas y se
riña a quien no hace lo que debe. Una Comisión parlamentaria está para
analizar, estudiar y decidir; para ayudar a la toma sensata de decisiones
legislativas. Para lo que no sirve una Comisión parlamentaria es para juzgar y
enjuiciar, para sustituir a los tribunales, para ejercer de Gran Inquisidor; en
fin, para hacer eso que tanto nos gusta en este país, solucionar los problemas
buscando un culpable a quien embrear, emplumar y escarnecer públicamente.
Por todo ello, las Comisiones son
recursos escasos que debe administrarse bien. Porque como todo símbolo, su
abuso lo transforma en caricatura y esperpento, y banaliza su función. Hay
ciertas fuerzas políticas que tiene una necesidad compulsiva de resolverlo todo
constituyendo Comisiones de investigación a troche y moche. Creen que hay que
estar todo el santo día en Comisiones, creando una tras otra sobre las
cuestiones más banales, malgastando recursos y el tiempo de aquellos a los que
se les ordena o invita a comparecer. Creen que la función parlamentaria de
control es eso, es estar en permanente estado de investigación, convertir las
Comisiones parlamentarias en una suerte de Comités de Salud Pública a la
jacobina en los que “depurar responsabilidades” (que nunca se depuran porque su
cantidad y obsolescencia las hace superfluas e inútiles) y buscando unos
culpables que nunca se encuentran. Digo yo que nos podríamos ahorrar bastante
dinero si en vez de tanta Comisión de Investigación, nuestros próceres se
dedicasen a estudiar los informes de los expertos, los expedientes administrativos
relativos a los asuntos y dedicasen su valioso tiempo a analizar, pensar y
reflexionar sobre esta información en sus despachos, y no a celebrar estos
autos de fé en los que no se busca acercarse a la verdad, sino escuchar lo que
interesa en un ejercicio de pereza intelectual sonrojante.
(Publicado en El Comercio el 19 de febrero de 2017)