lunes, 20 de febrero de 2017

INVESTIGA, COMISIÓN, QUE ALGO QUEDA

Siempre he defendido la utilidad, siquiera simbólica, de las Comisiones parlamentarias. Siempre he mostrado mi disenso con aquéllos que cuestionan su utilidad. Pero es que la política es un juego de imágenes y símbolos, una suma de ritos, que tienen su aquél. Nada es casual, y el poder, sea cual sea su calaña, necesita de parafernalia y ceremonia porque en buena medida su autoridad se asienta en la solemne distancia. Ello obedece a distintas y muy valiosas razones. No se trata de un ejercicio de soberbia y arrogancia (que es para lo que algunos bodoques creen que sirve la pompa del poder), sino de necesario distanciamiento, de silenciamiento del factor humano que siempre acompaña a la cercanía. La pompa y ceremonia del poder es la manera simbólica de expresar su exigible neutralidad y objetividad. Neutralidad y objetividad que por definición son frías y distantes. Por eso en política las formas importan. Por eso la existencia de Comisiones parlamentarias y su trabajo importa, porque con su existencia el Parlamento transmite que le preocupa lo que le pasa a los ciudadanos, que se toma en serio las cosas y que trabaja, analiza, profundiza en los asuntos, escucha a quienes saben de ellos, a quienes tienen responsabilidades sobre ellos, y tiene la oportunidad de apretar a quienes no cumplen como es debido. En las Comisiones estamos los ciudadanos, actuando por medio de nuestros representantes, y a través suyo nos tomamos en serio lo que ocurre y les ocurre a nuestros conciudadanos, y velamos por que se cumplan las reglas de juego, se mejoren las condiciones de vida de la gente, se busquen soluciones a sus problemas y se riña a quien no hace lo que debe. Una Comisión parlamentaria está para analizar, estudiar y decidir; para ayudar a la toma sensata de decisiones legislativas. Para lo que no sirve una Comisión parlamentaria es para juzgar y enjuiciar, para sustituir a los tribunales, para ejercer de Gran Inquisidor; en fin, para hacer eso que tanto nos gusta en este país, solucionar los problemas buscando un culpable a quien embrear, emplumar y escarnecer públicamente.

Por todo ello, las Comisiones son recursos escasos que debe administrarse bien. Porque como todo símbolo, su abuso lo transforma en caricatura y esperpento, y banaliza su función. Hay ciertas fuerzas políticas que tiene una necesidad compulsiva de resolverlo todo constituyendo Comisiones de investigación a troche y moche. Creen que hay que estar todo el santo día en Comisiones, creando una tras otra sobre las cuestiones más banales, malgastando recursos y el tiempo de aquellos a los que se les ordena o invita a comparecer. Creen que la función parlamentaria de control es eso, es estar en permanente estado de investigación, convertir las Comisiones parlamentarias en una suerte de Comités de Salud Pública a la jacobina en los que “depurar responsabilidades” (que nunca se depuran porque su cantidad y obsolescencia las hace superfluas e inútiles) y buscando unos culpables que nunca se encuentran. Digo yo que nos podríamos ahorrar bastante dinero si en vez de tanta Comisión de Investigación, nuestros próceres se dedicasen a estudiar los informes de los expertos, los expedientes administrativos relativos a los asuntos y dedicasen su valioso tiempo a analizar, pensar y reflexionar sobre esta información en sus despachos, y no a celebrar estos autos de fé en los que no se busca acercarse a la verdad, sino escuchar lo que interesa en un ejercicio de pereza intelectual sonrojante.

(Publicado en El Comercio el 19 de febrero de 2017) 

lunes, 6 de febrero de 2017

Cosas de la geografía y el temperamento político

Publicado en El Comercio el 5 de febrero de 2017

No soy yo muy dado a la geografía de lo político, y siempre he leído con cierto desdén las reflexiones de Montesquieu sobre los accidentes geográficos y las meteorologías de los lugares  como condiciones de las instituciones políticas. Sin embargo, la lectura del enciclopédico libro de Fukuyama con el que trata de narrar la historia del Estado, me ha hecho recapacitar. Quizá no de la forma un tanto ingenua con la que Montesquieu traba esa relación entre brumas, montañas y legislador, pero lo cierto es que los estudios antropológicos nos dicen que algo sí que determina las formas políticas de un lugar sus condiciones geográficas y climáticas. Es posible que el Estado en sus distintas modalidades y evoluciones pueda describirse como la tenaz lucha contra el medio, imponiendo su lógica a la de las montañas, las lluvias o los vientos. Se me antoja poético en exceso.
La cosa es que tirando de esa reflexión, veía yo un programa de viajes que recalaba en China. Allí se mostraba a un grupo pintoresco y diverso en edad y condición que se reunía para cantar viejas coplas maoístas. Canciones de tono épico y grandilocuente, en el que se expresaba las más de las veces la nostalgia de un amanecer luminoso de libertad y prosperidad. Decía quien comentaba la escena, que los integrantes de estos grupos suelen ser personas de cierta edad que añoran los tiempos del maoísmo. Tiempos donde ser libres no tenía valor. Lo que sí valía era comer todos los días, tener trabajo, sentirse parte de una comunidad que era guiada por un código moral y político sin grises ni dudas. El Estado cuidaba de ellos. Son inadaptados a un mundo que ya no cuida de nadie. Seres desvalidos que no saben qué está bien o mal, ni quién velará por ellos.

Al hilo de esas imágenes, me dio por pensar si no existiría una relación entre la personalidad de cada cual y su ideología. Si no era llamativo que los liberales y neoliberales suelen ser gente muy segura de sí misma, elevada autoestima y sin miedo a competir en la vida. Mientras que los nostálgicos de toda clase de autoritarismos, suelen ser seres inseguros, temerosos y desconfiados, para los que la vida es una suma de amenazas. Qué interesante podría ser examinar si en efecto los rasgos psicológicos del personal influyen en sus propensiones políticas. Porque acaso va a resultar que al final Montesquieu tuviese razón. Pero no porque la geografía y la meteorología condicionen los sistemas políticos; sino que son las personalidades de cada miembro de la comunidad, hasta, y por ponerse jungueriano, el inconsciente colectivo que hace que un pueblo criado y educado en tenerse en muy alta estima, en el individualismo competitivo y la confianza en uno mismo, reclame una libertad en la que poner a punto sus dones y triunfar frente a los rivales, sin tener mucho miramiento para quien se queda atrás. Al otro lado, los que sólo se sienten seguros anónimos en la comunidad, disueltos en lo social y atendidos por un Estado paternalista que les suministra los mínimos vitales, y, sobre todo, les evita enfrentarse a la lucha de la vida día tras día. Unos ensalzan la diferencia, y los otros la uniformidad. Unos quieren ser libres para triunfar, y los otros quieren ser iguales para sobrevivir. A lo mejor no vendría mal saber si existe esa conexión. Menudas conclusiones podríamos alcanzar si al final también la ideología y la política son cosa de la bio-antropología.  

abuelas salvajes

Publicado en El Comercio el 22 de enero de 2017

He observado en estos años un par de fenómenos curiosos. El primero, que ya he comentado en estas páginas, es que en Gijón hay más perros que niños. Conste que a mí me encantan los perros… Pero me resulta incomprensible esta proliferación tan evidente de mascotas. Tampoco me extraña, porque tal como está el patio, hay que ser muy valiente o muy inconsciente para decidir tener hijos. Tener uno ya es la pera, pero querer más es ya para nota. A cambio, las parejas jóvenes se deciden por el perro o perros. El que la gente mayor y sola se acompañe de uno, sobre todo las señoras, es una estampa habitual. Ya saben que forma parte de una terapia según la cual tener la mascota ayuda a estas personas a no sentirse tan solas ni deprimirse. Tienen alguien de quien ocuparse. ¿Pero una persona joven y con pareja? Aquí no puede haber un problema de soledad, ¿no? En fin, yo entiendo que los perros son tipos cariñosos y de fiar. Un perro es un ser fiel y leal, que te quiere incondicionalmente y con quien siempre puedes contar. No se puede decir lo mismo de las personas. Ay, ¡cómo es el ser humano!
Otro fenómeno peculiar y… ¡peligroso! El de las abuelas salvajes. Últimamente proliferan las madres y padres que llevan los carritos de su progenie como carros de combate. Van por las aceras a toda prisa, echando al resto de los viandantes a la carretera, o, atropellándoles sin más. Doblan las esquinas a lo bestia, lanzando por delante a los carritos de los bebés, que en la actualidad son artefactos colosales, creando un momento tremendamente incómodo porque si no andas listo te caes sobre el bebé… y, claro, no es cosa. Ni se te ocurra mirarles mal, o reprocharles esa conducta irresponsable al convertir a su prole en arietes urbanos. Qué decir de los que se limitan a atravesar el carrito donde les apetece y normalmente donde más molestan y más obstaculizan el paso del resto de los peatones. Cualquiera les dice nada. El bebe lo explica y justifica todo.

Pero ahora han irrumpido en este escenario las abuelas. Esas señoras de cierta edad, aún jóvenes y ágiles, que no sólo conducen el carrito, sino que lideran a la manada familiar. Ellas asumen la responsabilidad de ser cabeza de puente en aceras, tiendas y cafeterías. Irrumpen soberanas en cualquier lugar, te atropellan sin miramientos, y prepárate si obstruyes su paso. Te mirarán despiadadamente y te arrollaran sin contemplaciones. Si además se trata de la lucha por el espacio vital en la cafetería de moda, el asunto se torna en crítico. Allá llegan con sus carritos, desalojan el espacio a base de ocuparlo violentamente con el cochecitos, su abrigo, el paraguas, el sombrero, el bolso… dan órdenes e instrucciones a la tropa, exigen la presencia del servicio de forma inmediata, indican donde sentarse, qué hacer y hasta qué tomar. Una vez que se han hecho fuertes en la plaza sin ningún miramiento, imponiendo la ley del carrito y de la abuelería desbordante, comienzan su expansión inexorable a los espacios aledaños. Primero aparcan el carrito donde les sale, acaparan todo tipo de mesas y sillas, sacan al bebé y lo jalean en voz suficientemente alta como para ya no poder seguir leyendo el periódico si estás a su lado, sobreexcitan al niño que se suma al jaleo, y finalmente miran a su alrededor de forma desafiante retando a los presentes a que se atrevan a cuestionar su indudable e incontrovertido mando en plaza.  Aléjense de ellas mientras puedan.  

Unos cuantos años de Estatuto de Autonomía

Asturias tiene alguna condición que debe tenerse en cuenta para responder sobre la vitalidad del Estatuto de Autonomía 35 años después de su aprobación. En primer lugar que somos muy pequeños. Tenemos un tamaño geográfico y poblacional que no permite milagros. En segundo lugar nuestra relación con el pasado. Asturias es rehén de su pasado, lo que nos hace aldeanos y melindrosos. Aquí siempre hay alguna cuenta que ajustar, algo de lo que quejarse y un rencor sordo y corrosivo que ha empujado a los mejores a irse. Y en tercer lugar, una sociedad civil muy frágil, inmadura y avejentada. Somos viejos mentalmente, como todas las sociedades pequeñas, aisladas y endogámicas. Una sociedad atrapada en la nostalgia de un pasado que nunca existió, que necesita reivindicarse constantemente haciendo un alarde de grandonismo provinciano que termina por asfixiar al más pintado. Asturias es la memoria de un espejismo en el tiempo. Eso explica nuestra endogamia socio-política, nuestra paralización endémica, nuestro aldeanismo pertinaz y excluyente. Ahí está nuestro empeño minero, que además sólo afecta a una parte menor de su espacio; o que sigamos dándole vueltas a la constitución de un gran centro metropolitano… una idea fracasada, antigua y obsoleta en la era de los “territorios inteligentes”.

Todo esto ha conducido a que en la escena político-social asturiana se sigan representando las mismas obras desde hace años, protagonizadas por los mismos personajes, hoy ya muy entrados en años y con un paradigma mental ajeno al siglo XXI. Todo ello nos ha hecho muy talentosos en echar fuera al talento, cuyo vacío se colma con toda clase de chigreros y farándula de pelaje diverso e incierto (aquí hay peluqueros-coach, cocineros-thinktank y  tenderos-influencers). Así las cosas, al pobre Estatuto no le ha ido nada bien con semejante paisanaje. Nuestro Estatuto es una buena norma, que nos ofrece todas las herramientas necesarias para crecer como territorio y como sociedad. Pero, ni se ha desarrollado legislativamente como debiera, ni se ha conseguido que la Administración pública asturiana sea un instrumento ágil y eficaz, ni nuestra sociedad política ha sido capaz de crecer sin mirar el retrovisor o sin estar al dictado de Madrid. A pesar de que nuestra pequeñez podía haber sido una ventaja para hacer buenas leyes, para tener una Administración con un tamaño adecuado y una clase política más dinámica, ha sido todo lo contrario. El desarrollo legislativo es paupérrimo, no disponemos de un cuerpo de leyes que haya servido para construir el esqueleto legal de la región dotándola de reglas claras y un marco jurídico para crear y crecer. La Administración que se edificó en los ochenta casi de la nada, con enorme esfuerzo y talento por quienes la idearon en el primer gobierno autónomo (tan brillante y motivado), sin embargo, con el paso del tiempo, se ha convertido en un lodazal de chiringuitos absurdos, en un elefante varado incapaz de dar servicio de calidad ahogada en sus guerras sindicales. Todo ello ha provocado que el Estatuto no haya sido la palanca para una estrategia de región que nos hubiese permitido crear un espacio atractivo y confortable donde estar y quedarse. Por eso, lo que hay que reformar no es el Estatuto, sino a la sociedad asturiana. Y yo me hago esta pregunta: Inditex tiene su centro neurálgico en Galicia, tierra de Amancio Ortega; ¿dónde está la sede central de El Corte Inglés? El Estatuto no tiene la culpa. 

PUBLICADO EN EL COMERCIO el 8 de enero de 2017