jueves, 22 de septiembre de 2016

NOSTALGIA DE LA SOCIALDEMOCRACIA

¿Ha llegado el fin de la socialdemocracia –como sostiene Podemos-, o del PSOE –como cree el gurú Arriola-? Esta pregunta, aunque no lo crean, tiene mucho que ver con lo que está pasando en este país. El PSOE, al menos su secretario general y su aparato, nos acabarán imponiendo unas terceras elecciones (que, en contra de lo que ellos creen, será un desastre mayúsculo para el PSOE, iniciando así irremisiblemente la travesía por la irrelevancia parlamentaria y política que sufrió en su momento primero el PCE y ahora IU) porque han dejado de ser (si alguna vez lo han sido) socialdemócratas. El PSOE ha dejado de ser progresista, un partido realista, posibilista, global, modernizador y de gobierno (señas propias de la socialdemocracia), porque la lucha por el poder interno de un segmento de su aparato (curiosamente el más joven y que mejor debiera entroncar con los principios de la socialdemocracia, aportándoles frescura y vitalidad) pasa por contentar a una militancia sensiblemente envejecida, desorientadamente indignada, sectaria y fetichista con proclamas grandilocuentes y muy vacías. Este PSOE autista, incapaz de llegar a la gente normal porque sólo se habla a sí mismo, encadenado y paralizado por sus mantras, empeñado en que los demás hagan lo que él dice que tienen que hacer (imperialismo moral y ético, muy propio de la izquierda radical), y tratando de ocupar un espacio, el de la izquierda del marxismo posmoderno, que nunca ha sido el suyo y que ya ha fagocitado el anarcomarxismo de Podemos, está camino de dejar de ser un partido progresista, moderno y de gobierno.
La socialdemocracia siempre ha sido el espacio político del centro-izquierda, de las clases medias ilustradas, preocupado por el bienestar de todos dentro de las posibilidades de cada cual, y del sistema en su conjunto; una espacio de realismo pragmático, al que la izquierda marxista nunca le ha perdonado su falta de fanatismo utópico. La socialdemocracia es ese lugar habitado por quienes creen que el azar también es cosa de la comunidad, que tiene un deber humano y solidario de ayudar a quienes ha castigado la fatalidad; lo que no consiste en castigar a los afortunados, sino en entre todos (sistema fiscal) paliar el infortunio; ese espacio político donde lo importante no es imponer la utopía cueste lo que cueste, sino crear “sociedades buenas”, sociedades dignas en las que todo el mundo (hasta Rajoy) merece un respeto y a todos deben dársele los instrumentos para sentirse reconocidos, respetados y dignos. Por eso la socialdemocracia es el espacio de la política real y posible.

 Si el PSOE fuese hoy un partido socialdemócrata pararía su sangría de votos (sería realista), pactaría con el PP y C’s la investidura de Rajoy sobre políticas reales, prácticas y tangibles (sería pragmático), y aprovecharía su condición de primer partido de la oposición para desgastar al PP durante 4 años (interrumpiendo de una vez esta prórroga de la mayoría absoluta del PP con un gobierno insumiso e interino), hacerse fuerte para arrinconar a Podemos en el especio que le corresponde (la marginalidad política de un partido de exaltados anarcomarxistas) y recuperar el centro con ideas y proyectos de futuro (sería posibilista). Pero me temo que el PSOE ha terminado por rendirse a la maldición del temperamento español: como dice Prittchett, todos somos en el fondo unos anarquistas. Pero, ¡qué va a saber este pobre profesor periférico!
(Publicado en el diario El Comercio, 18 de septiembre de 2016)

viernes, 16 de septiembre de 2016

EXPRESIÓN E INSTITUCIONES. ¿TIENEN LIBERTAD DE EXPRESIÓN LOS PODERES PÚBLICOS?

Poder hablar con libertad, con la tranquilidad y seguridad de que podemos hablar sin miedo a ser objeto de censuras, represalias o sanciones por parte de ningún poder público, es patrimonio de la humanidad y uno de sus logros más conspicuos. Pero la libertad de expresión no significa que podamos decir lo que nos dé la gana. Es que la libertad de expresión no está para eso, no está para que los demás tengan que soportar estoicamente nuestras opiniones. La grandeza de la libertad de expresión reside en que, justamente, no impone a los demás otro deber que el de no impedir que hablemos. Pero no podemos obligar a que nos escuchen. El poder público sí que tiene que soportar nuestras palabras, aunque sean injuriosas e insultantes. Pero el poder público no tiene libertad de expresión porque el poder público no tiene “opinión”, pues cuando “opina”, en un Estado democrático de Derecho, esa opinión ”obliga”.

En efecto, asistimos en estos últimos tiempos a un marasmo de declaraciones institucionales más o menos altisonantes y sobre asuntos de lo más variado. Algunos especialmente espinosos como los promovidos por la Campaña de Boicot, Desinversión y Sanciones contra Israel, asumida por numerosos ayuntamientos que han hecho “declaraciones” haciendo suya esa campaña. Y cuando son objeto de controversias judiciales, alegan estas instituciones, y acogen sus señorías en sus sentencias, que están ejerciendo su libertad de expresión. Miren, en esos casos los únicos que ejercer su libertad de expresión especialmente reforzada por la función que desempeñan son los concejales. A estos efectos, sus declaraciones individuales como tales son prácticamente inatacables, y bien está que así sea. Pero un pleno de un ayuntamiento carece de libertad de expresión por muy representante político que sea de la ciudadanía. Los poderes públicos, todos, tienen señaladas funciones (para qué sirven), tienen atribuidas competencias para ejercer esas funciones (lo que pueden hacer), y potestades para ejercer las competencias (cómo lo pueden hacer), y en un Estado democrático de Derecho, esta tríada delimita aquello sobre lo que pueden expresarse y cómo hacerlo (leyes, reglamentos, acuerdos). Claro que en su seno cabe discutir cualquier cosa. Así lo ha dicho el TC muy acertadamente, porque como órganos de representación política debe ser un santuario de libre y plural debate. Pero que esto sea así no significa que el resultado de ese debate pueda formalizarse como nos venga en gana. Las normas que los regulan señalan con claridad cómo deben hacerlo en razón de las funciones, competencias y potestades que ostentan. Así debe ser, porque cuando hablan las instituciones públicas deben hacerlo siendo representativas de todos los ciudadanos, y no sólo de una parte, por muy mayoritaria que sea. Para eso se formaliza el resultado de esos debates en función de sus competencias y potestades, para que lo acordado en su seno no sea la expresión de una simple opinión mayoritaria, sino la norma de todos que a todos nos obliga. Cada vez que una institución representativa hace ese tipo de declaraciones al margen de sus funciones, competencias y potestades, aunque se adopte por unanimidad, no expresan la “opinión” de todos, porque no están ni les hemos puesto ahí para opinar sobre lo que les venga en gana, sino para ejercer unas competencias de acuerdo con sus potestades con el propósito de que ejerzan sus funciones de acuerdo con la ley y la constitución. La opinión no se controla, pero la ley, el reglamento o el acto administrativo sí. Por eso las instituciones tienen que “opinar” de esa forma o no opinar. Así es la Democracia.