lunes, 25 de marzo de 2019

A vueltas otra vez con los lazos amarillos


No me cansaré de decirlo: las instituciones públicas no tienen libertad de expresión. Yo no salgo de mi estupefacción, ya no sólo con la pertinaz insistencia de Torra y demás tropa en mantener el desafío de los símbolos (era lo esperable), sino por la increíble intervención del Síndic de Greuges catalán. Este órgano autonómico cumple las mismas funciones que el Defensor del Pueblo, o las que cumplió en su momento la Procuradora del Común en Asturias: defender los derechos de los ciudadanos frente a las correspondientes Administraciones públicas. Que ésta sea su función hace más grotesca aún si cabe la intervención del Síndic en esta “querella de los lazos”. Primero, porque, aunque entre sus funciones está la de emitir informes “en relación con materias de su competencia” (dice el artículo 4. F) de su ley reguladora), no deja de resultar chocante que emita uno a petición del jefe de la Administración a la que debe controlar para que no vulnere los derechos de las personas; y además lo haga, no sobre la libertad de éstas a expresarse, sino sobre la de la propia Administración. Segundo, porque además su informe sólo puede entenderse como un capote político al President frente a la Junta Electoral Central. De no ser así, es como para suspenderle Derecho con efecto retroactivo.
Según el Sindic los espacios públicos son espacios en los que no sólo se deben expresar con libertad las personas, sino que además debe incluso garantizarse activamente por los poderes públicos esa libertad de expresión. Hasta ahí bien. Esto no deja de ser la doctrina de la Corte Suprema de los EEUU, muy extendida también en Europa, de los “foros públicos”. La idea es que hay espacios públicos, por ser accesibles a cualquiera, como parques y calles, en los que cada cual puede expresar su opinión. Incluso la Corte norteamericana (cosa que no han acogido los tribunales constitucionales europeos) ha considerado que la Constitución norteamericana protege también la “opinión” de los propios poderes púbicos. Pero, ojo, esto los dice la Corte porque la doctrina norteamericana sobre la libertad de expresión la ha extendido también al Estado (las subvenciones públicas, por ejemplo, se consideran una forma de expresión de la opinión “política” del Gobierno). No es el caso de las europeas, tampoco de la española, y por razones muy fundadas. Pero incluso admitiendo que esto pueda ser así, y que, en efecto, en los espacios públicos, lo que incluye los edificios y sedes oficiales, también tienen derechos las instituciones públicas a expresarse, la propia Corte Suprema estadounidense ha dicho que en todo caso su intervención en el foro público no debe tener el efecto de expulsar, limitar o discriminar otras opiniones. Es más, la tendencia de los últimos tiempos es a exigir a los poderes públicos que su intervención en los espacios públicos no distorsione el libre y plural debate de ideas entre los ciudadanos.
La impresión que da este informe es de ser un apaño para que Torra pueda acatar la orden de la Junta Electoral de retirar los lazos de los edificios públicos sin que parezca que se ha rendido a la voluntad de una institución “españolista”. Por eso el informe del Síndic dice que en situaciones normales no hay inconveniente en que se luzcan los lazos porque es una forma de expresión libre de una idea, pero que en situaciones excepcionales como unas elecciones conviene que se retiren porque en esos casos esas mismas instituciones públicas deben ser exquisitamente neutrales. En mi opinión, la neutralidad de las instituciones públicas en España es un mandato constitucional (lo que no ocurre en EEUU), y es exigible en cualquier circunstancia. Una institución pública no puede tomar partido porque pierde su objetividad e imparcialidad en la garantía de los intereses de todos… no de unos (incluso si son mayoría).


(publicado en El Comercio 24 de marzo de 2019)

miércoles, 13 de marzo de 2019

DECRETA,QUE ALGO QUEDA

No es que los gobiernos anteriores a los Rajoy y Sánchez se hayan quedado mancos con el recurso a la figura del Decreto Ley. Pero es indiscutible que Mariano y Pedro le han tomado cariño a esta forma de legislar. El Decreto Ley es una fórmula de creación de normas de igual rango que las Leyes de las Cortes. Las diferencias entre una y otra forma no son menores, sin embargo. La Constitución española otorga al Gobierno en su artículo 86 el poder de promulgar normas con el mismo rango que las leyes parlamentarias (es decir, con capacidad para modificar y derogar cualquier ley que las preceda) en casos de “extraordinaria y urgente necesidad”, con una vigencia limitada a 30 días y con severos límites materiales y formales. Esta figura normativa en manos del Gobierno no está pensada constitucionalmente para ser un instrumento para hacer política y dirigir el país. Está diseñada para que el Gobierno pueda reaccionar con prontitud ante circunstancias imprevistas e imprevisibles que necesitan de una respuesta inmediata con el más alto rango normativo posible. Piensen en una catástrofe natural. Por eso tiene una vigencia limitada en el tiempo. Y para que esa vigencia se prolongue es necesario que el Congreso lo convalide antes de esos 30 días; es decir, que el parlamento exprese su confianza en esa decisión gubernamental respaldándola dotándola de vigencia indefinida. Es más, se puede tramitar ese Decreto Ley como si fuera una Ley, por tanto, ser discutido y hasta modificado su contenido, hasta la promulgación, esta vez sí, de una ley de las Cortes Generales con un contenido similar al del Decreto Ley.
 Este complejo y delicado ensamblaje institucional ofrece al Gobierno un instrumento eficaz de reacción frente a lo incierto, pero sin mermar el poder del legislador parlamentario, que es el que decidirá si el Decreto Ley se muere o no a los 30 días de su publicación. Esta relación de confianza entre ambos Poderes, pues la legislación gubernamental de urgencia sólo perdurará si el parlamento le otorga su confianza convalidándolo o convirtiéndole en Ley, podría permitir una interpretación relativamente menos estricta de lo que pueda considerarse una “extraordinaria y urgente necesidad”, y extenderlo a situaciones que no son tan imprevistas ni imprevisibles, y a medidas que no se limitan a tajar lo incierto y urgente, sino que podrían tener vocación de permanencia indefinida en el ordenamiento jurídico (la reforma del régimen laboral, o del régimen presupuestario y financiero de las Administraciones Públicas, o la reducción de las nóminas de los empleados públicos, etc.). Probablemente estas sean las razones que en el fondo (muy en el fondo) explican la condescendencia del Tribunal Constitucional (TC) para con el Gobierno y su uso inmoderado de esa legislación de urgencia.
¿Pero qué pasa si se abusa del Decreto Ley? Lo cierto es que nada, porque al final la mediación del parlamento convalidando o convirtiendo el Decreto Ley y la demora del TC hacen inútiles los controles constitucionales sobre los límites formales y materiales de los Decretos Ley. Pero eso no impide que resulte sumamente cuestionable desde un punto de vista constitucional acudir al Decreto Ley por un Gobierno que ha convocado elecciones generales y disuelto las Cortes Generales. Por mucho que la Diputación Permanente (el órgano que representa a las Cortes durante el período electoral y que reproduce a escala su composición) pueda convalidarlos, no deja de hurtarse a los representantes de los ciudadanos el poder de debatir sobre el contenido del Decreto Ley e incluso de convertirlo en una Ley. Falta la confianza parlamentaria para hacer duradero al Decreto de Ley, de manera que se intensifica su condición de instrumento de política general en manos del Gobierno al margen de la fiducia parlamentaria, y no de legislación de urgencia. Seguramente así serán las cosas y hay que aceptar que la evolución constitucional ha llevado a esto. Pero esta idea no deja de ser simple resignación.  

(Publicado en El Comercio el 10 de marzo de 2019)