lunes, 18 de junio de 2018

EXILIO INTERIOR



Creo que no me gusta vivir en este mundo. Creo que cada día me siento más incómodo en este universo lleno de temores y angustias. Cada día menos libres, más controlados, supervisados, enjuiciados, escrutados hasta la náusea. No, no me gusta lo que estamos construyendo.
Miren que no me gusta ser apocalíptico, pero cada día que pasa más apocalíptico me parece lo que me rodea. Hemos dejado que nuestras vidas hayan sido secuestradas por los modernos savonarolas que se consideran moralmente superiores al resto, a estos bien pensantes dueños de la razón y la rectitud que nos miran con condescendencia. Han vuelto los autos de fe, las nuevas inquisiciones que te juzgan y condenan. Pero estos nuevos inquisidores ya no nos dicen lo que tenemos que hacer para salvarnos a sus ojos. Ahora hacen algo tremendamente perverso, se limitan a vigilarnos, a inocularnos el virus de la duda y de la culpabilidad.
Yo tengo una propensión a ser provocador, a ser abogado del diablo. Me cuesta sumarme a causas-rebaño, a ideas que son sólo un simple eslogan, a lo que se considera “políticamente correcto”. Pero hoy cada día, me autocensuro más, opto por el silencio, prefiero ser aburrido en mis clases, encerrarme en lo que unos llaman prudencia, y es simplemente miedo. No hay otra, porque no sé quién ni cómo, pero han inoculado en nuestra sociedad el virus de la intolerancia. Todo se malinterpreta, todo se retuerce hasta el asco. Nos estamos convirtiendo en una sociedad de intolerantes maleducados y vulgares, incapaces de admitir la disidencia, la crítica, el pensamiento que nos contraría. En realidad, siempre ha sido así en la inmensa mayoría de la gente. Lo que sucede hoy, es que se ha encontrado el instrumento que ha transformado lo que no era más que una expresión de la más honda ignorancia y analfabetismo moral y emocional, en una vindicación rígida e intolerante de una sedicente moral verdadera: la ofensa.
¡Ay, la ofensa! Es como volver al medioevo, pero con medios de comunicación y redes sociales. Esa ofensa iracunda por ver cosas que nos desagradan, por oír palabras o razones que nos inquietan. Hubo una época en la que esos miedos y agravios recibían la firme respuesta de la libertad; hoy es la ofensa y el agravio. De la libertad de hacer y decir. De la libertad de no ver lo que nos desagrada o no oír lo que nos perturba o contraría. Nadie nos obliga a ver lo que nos asquea, u oír lo que no queremos oír. Esa es nuestra libertad; tan sagrada como la de aquél que hace o dice lo que nos desagrada. No podemos exigirle que deje de hacerlo; pero él tampoco nos puede imponer el deber de soportarlo. Todo se resuelve con darnos la vuelta y no acudir a ese espectáculo, no leer ese libro o no asistir a esa conferencia o clase. El problema es que de un tiempo para acá lo irrelevante se ha hecho ofensa, la libertad ha sido sustituido por la sensibilidad moral o emocional del colectivo que más vocifera o intimida. El problema es que aquel asunto de libertades encontradas pero compatibles, se ha convertido en un problema de agravios. Así se explican condenas desproporcionadas para con ciertos ejercicios de simple y mera libertad de expresión; o la cada día más no por sutil menos intensa censura a todo lo que no es políticamente correcto.
Yo ya no me atrevo a provocar el pensamiento crítico en mis clases por si ofendo a alguien; ya no me atrevo a defender determinadas ideas, por muy razonadas y argumentadas que pueda expresarlas, porque temo una causa general contra mí y los míos; ya no me atrevo a llamar a los negros, negros, o los enanos, enanos, y a los minusválidos, minusválidos; ya no sé mirara a una persona con parkinson; ya no sé cómo dirigirme a una mujer, cómo mirarla o hablarle. Ya no sé cómo no ofender a quien vive en el chantaje permanente del agravio. Ya no sé vivir libre y sin miedo. 

(Publicado en El Comercio el 17 de junio de 2018)

lunes, 4 de junio de 2018

DE FANATICOS, MEDIOCRES Y EUROPA



Primera idea. ¿Cómo es posible que haya triunfado el fanatismo en el mundo global? Pues porque el fanatismo es un acogedor refugio ante un mundo lleno de miedos e incertidumbres. La babayada global se ha impuesto, y con ella el fanático que considera que llamar a las cosas por su nombre es un trato indigno. El fanático ha conseguido imponer su lógica del miedo. Hay cosas de las que ya no me atrevo a opinar, porque sé que seré desollado vivo; y ciertos gestos que me cuido mucho de hacer porque en esta sociedad de la sospecha patológica y enfermiza sólo servirán para ser malinterpretados, y de nuevo desollado vivo. El fanatismo hoy se ha disfrazado de corrección política, de populismo moralizante, de indignación impostada, de cínica empatía, y, sobre todo, de “exigencia de democracia”, esa palabra fetiche del fanático posmoderno. El fanático ya no es sólo el que defiende con ira y sin estudio las ideas propias con desprecio de las ajenas. El fanático en realidad no sabe en lo que cree; simplemente es fanático en todo. El fanático hoy es un sujeto que se cree moralmente superior a los demás, que los juzga implacable y despiadadamente, que no cree que el otro esté equivocado, sino, lisa y llanamente, cree que el otro es un ser superfluo. El fanatismo ya no necesita una idea que defender, es en sí mismo un acto: negar, despreciar y vejar a todo aquel que ose no hacer las cosas como él cree que deben ser.
Segunda idea. Hemos dejado que el fanatismo se extiende a todo porque hemos dejado que la mediocridad todo lo inunde. Siempre hubo mediocres, pero los mecanismos sociales, para bien o para mal, confinaban la mediocridad a espacios sociales en los que su presencia no era tóxica. Probablemente porque consciente o inconscientemente se respetaba la autoridad del que no lo era, y los sistemas de ascenso y promoción vital y social estaban ajustados al mérito y capacidad de cada quien. Pero alguien demolió esos mecanismos, y bajo la meliflua condescendencia con el mediocre, no por serlo, sino para con su anhelo por ocupar y desplazar a quien no lo era hemos dejado que venzan e imperen. La mediocridad es excluyente, rencorosa y revanchista. El mediocre siempre se siente agraviado y despreciado. Por eso la mediocridad es el mejor caldo para cultivar el fanatismo. El mediocre carece de sentido crítico y autocrítico, nunca sabe estar. Para él la diferencia y la discrepancia es un agravio. El mediocre es totalitario y por ende fanático. El día que a un mediocre no le dejamos claro dónde estaba su lugar, todo empezó a ir mal.
Tercera idea. ¿Quieren un ejemplo claro de la era de la mediocridad fanática? Pues giren su mirada al caso catalán y a nuestros colegas europeos. Un gobierno mediocre ha permitido que la crisis catalana se nos fuera de las manos, y ahora esa nave la comandan otros mediocres. El independentismo ha conseguido internacionalizar el problema. Y los miopes burócratas de la Unión Europea, otros mediocres, no han sabido ver lo que se venía encima. La elección por los fugados de Bélgica y Alemania no es casual. La primera tiene un gravísimo problema con dos comunidades enfrentadas. Si ha habido una decisión judicial “política” ha sido la del juez belga, porque allí cualquier decisión en relación con un conflicto territorial es una bomba relojería para la frágil estabilidad social belga. El caso Alemán es el de una judicatura insumisa a Europa. A los jueces alemanes les importa un pito la normativa europea de la euro-orden de detención porque ellos siguen en el esquema nacional de la extradición, y se veía venir que no ejecutarían la euro-orden. Todo esto no pone si no de manifiesto la endeblez de la Unión Europea y su desamparo ante cualquier pequeño torbellino. Al final va a resultar que la crisis catalana puede terminar convirtiéndose en la espoleta que detone la implosión de la Unión Europea. Tiempo al tiempo.

(Publicado en El Comercio el 27 de mayo de 2018)

QUIEN RESISTE, VENCE... (O NO)



La vida parlamentaria no deja de sorprenderme. Como tampoco la ceguera que a veces rodea al poder. Resulta que tras las tribulaciones de dos elecciones generales sucesivas (2015 y 2016), una tremenda crisis institucional en el seno del PSOE, una investidura fallida de Sánchez, una convulsa investidura de Rajoy, una legislatura zozobrante y un lío secesionista en Cataluña de muchos bemoles, Sánchez termina siendo Presidente. ¡Qué cosas se pueden ver en política!
Dijo Cela en su momento que en este país quien resiste, vence. Y probablemente así es. Pero en el caso que nos ocupa, la resistencia ha servido para alcanzar dos resultados bien distintos. Hace un tiempo había dicho que Rajoy era un presidente derrotado y Sánchez un derrotado presidente. Con este juego de palabras quería referir a la chocante situación en la que el ganador de unas elecciones generales no lograba ser presidente, y, sin embargo, Sánchez que había perdido las elecciones, podía serlo. Las cosas no le salieron bien a Sánchez, que tras ese tropiezo cayó en desgracia porque, además de cosechar dos derrotas consecutivas del PSOE en las urnas, le echaban de la dirección del partido. Pero Sánchez resistió. Ideas y talante de estadista no sé si tendrá, pero, desde luego, tenacidad y tesón sí que tiene. Resistió y venció. No dimitió tras ninguna de los reveses electorales, como hicieron los secretarios generales del PSOE que le precedieron, y aguantó el tirón de su destitución dando la batalla interna y alzándose finalmente con la victoria. Y ahora, ¡presidente! Cuando ni siquiera era diputado. Pero el otro que jugó a resistir fue Rajoy. Sin embargo, aquí la resistencia fue su final. Resistió y perdió. La diferencia entre uno y otro fue el propósito. Sánchez quería ganar y aprovecho la circunstancia. La moción era inevitable. La oposición no podía permanecer inerme ante la sentencia Gürtel (la primera de una larga serie que aventuro terrible para el PP), y Sánchez asumió el papel de líder de una reacción parlamentaria ineludible. Rajoy siguió creyendo que los problemas se resuelven solos, y que la inacción negatoria de todo le bastaba. Ese andar sin moverse terminó en tropezón. Resistir por resistir y sólo por resistir no lleva a la victoria. Lo que me asombra es que a nadie en el PP se le haya ocurrido que tras la sentencia Gürtel había que tomar la iniciativa. Rajoy hubiera podido salir al ruedo político, asumir el contenido de la sentencia (y no atacar a los jueces), cortar unas cuantas cabezas (y no la de los jueces y la de la oposición) y plantear una cuestión de confianza (para lo que sólo necesita de mayoría simple), sabedor que tenía amarrado al PNV con la desactivación del art. 155 en Cataluña y un aguinaldo pistonudo en unos presupuestos aprobados. Sin embargo, optó una vez más por sentarse y esperar. Para rematar la torpeza, ofende al Parlamento ausentándose en la jornada vespertina de la moción de censura y se presenta una hora tarde en la tercera sesión para subir a la tribuna y despedirse. Peor no se pudo hacer.
Sánchez no la va a tener nada fácil. Veremos cuál es su plan, porque tendrá que decidir si quiere gobernar o sólo gestionar el día a día, lo que a su vez está ligado a si convoca elecciones para tratar de ganar en las urnas lo que ha ganado en el Congreso o si agota la legislatura. La decisión no es fácil, porque adelantar elecciones y gestionar el día a día puede ser no suficiente para mejorar sus resultados electorales. Pero aguantar dos años contra viento y marea, objeto del pim pam pum parlamentario, puede llevarlo a la irrelevancia electoral. ¿Pactará con Unidos Podemos? Pues él verá, porque me da la nariz que esa jugada, que llevará la tensión parlamentaria a la gubernamental, no hará más que desgastarle más. Y mientras el PP implosionará en la lucha cainita por la sucesión. Lo paradójico de todo es que al final Ciudadanos, que le viene bien un adelanto electoral (así tiene menos tiempo para meter la pata y una excusa para presionar al PSOE sin presentar un programa de gobierno alternativo), puede ser el gran beneficiado de este lío. A río revuelto, ganancia de pescadores. Ahí lo dejo.     


(Publicado en El Comercio el 3 de junio de 2018)