Creo que no me gusta vivir en
este mundo. Creo que cada día me siento más incómodo en este universo lleno de
temores y angustias. Cada día menos libres, más controlados, supervisados,
enjuiciados, escrutados hasta la náusea. No, no me gusta lo que estamos
construyendo.
Miren que no me gusta ser
apocalíptico, pero cada día que pasa más apocalíptico me parece lo que me
rodea. Hemos dejado que nuestras vidas hayan sido secuestradas por los modernos
savonarolas que se consideran moralmente superiores al resto, a estos bien
pensantes dueños de la razón y la rectitud que nos miran con condescendencia.
Han vuelto los autos de fe, las nuevas inquisiciones que te juzgan y condenan.
Pero estos nuevos inquisidores ya no nos dicen lo que tenemos que hacer para
salvarnos a sus ojos. Ahora hacen algo tremendamente perverso, se limitan a
vigilarnos, a inocularnos el virus de la duda y de la culpabilidad.
Yo tengo una propensión a ser
provocador, a ser abogado del diablo. Me cuesta sumarme a causas-rebaño, a
ideas que son sólo un simple eslogan, a lo que se considera “políticamente
correcto”. Pero hoy cada día, me autocensuro más, opto por el silencio,
prefiero ser aburrido en mis clases, encerrarme en lo que unos llaman prudencia,
y es simplemente miedo. No hay otra, porque no sé quién ni cómo, pero han
inoculado en nuestra sociedad el virus de la intolerancia. Todo se
malinterpreta, todo se retuerce hasta el asco. Nos estamos convirtiendo en una
sociedad de intolerantes maleducados y vulgares, incapaces de admitir la
disidencia, la crítica, el pensamiento que nos contraría. En realidad, siempre
ha sido así en la inmensa mayoría de la gente. Lo que sucede hoy, es que se ha
encontrado el instrumento que ha transformado lo que no era más que una
expresión de la más honda ignorancia y analfabetismo moral y emocional, en una
vindicación rígida e intolerante de una sedicente moral verdadera: la ofensa.
¡Ay, la ofensa! Es como volver al
medioevo, pero con medios de comunicación y redes sociales. Esa ofensa iracunda
por ver cosas que nos desagradan, por oír palabras o razones que nos inquietan.
Hubo una época en la que esos miedos y agravios recibían la firme respuesta de
la libertad; hoy es la ofensa y el agravio. De la libertad de hacer y decir. De
la libertad de no ver lo que nos desagrada o no oír lo que nos perturba o
contraría. Nadie nos obliga a ver lo que nos asquea, u oír lo que no queremos
oír. Esa es nuestra libertad; tan sagrada como la de aquél que hace o dice lo
que nos desagrada. No podemos exigirle que deje de hacerlo; pero él tampoco nos
puede imponer el deber de soportarlo. Todo se resuelve con darnos la vuelta y
no acudir a ese espectáculo, no leer ese libro o no asistir a esa conferencia o
clase. El problema es que de un tiempo para acá lo irrelevante se ha hecho
ofensa, la libertad ha sido sustituido por la sensibilidad moral o emocional
del colectivo que más vocifera o intimida. El problema es que aquel asunto de
libertades encontradas pero compatibles, se ha convertido en un problema de agravios.
Así se explican condenas desproporcionadas para con ciertos ejercicios de
simple y mera libertad de expresión; o la cada día más no por sutil menos
intensa censura a todo lo que no es políticamente correcto.
Yo ya no me atrevo a provocar el
pensamiento crítico en mis clases por si ofendo a alguien; ya no me atrevo a
defender determinadas ideas, por muy razonadas y argumentadas que pueda
expresarlas, porque temo una causa general contra mí y los míos; ya no me
atrevo a llamar a los negros, negros, o los enanos, enanos, y a los
minusválidos, minusválidos; ya no sé mirara a una persona con parkinson; ya no
sé cómo dirigirme a una mujer, cómo mirarla o hablarle. Ya no sé cómo no
ofender a quien vive en el chantaje permanente del agravio. Ya no sé vivir libre
y sin miedo.
(Publicado en El Comercio el 17 de junio de 2018)