lunes, 26 de febrero de 2018

JAMES BOND


La verdad es que no soy yo muy aficionado a la saga de Bond. A mi tanta testosterona, adrenalina y vodka-martini me aburre un poco. Yo soy más de las películas de espías con un toque sórdido, con la violencia justa y justificada, con tramas sombrías de traiciones, dobles agentes y sonoros fracasos, donde no hay glamour, sino miseria humana a raudales. Me encantan las pelis al estilo “El topo”.
No obstante, me he reconciliado con Bond viendo sus largos clásicos, esa extraña joya protagonizada por Niven, o la posterior de Lazenby. Luego llegó el gran Connery y le dio al personaje ese perfil canalla que ha hecho que esta saga de películas de espías llenas de artilugios, explosiones y sábanas les encante a las mujeres (sí… ya lo sé, esto es micromachismo…). El Bond clásico, el que creó Ian Fleming, es una mezcla de gentleman inglés y de “malote”, como diría mi hija. No cabe duda de que a Niven lo de malote no le iba, y parece que Lazenby no cuajó, y finalmente llegó Connery. Pero Connery lo clavó. Bond es un personaje que no tiene dobleces ni aristas. Por eso gusta. Es directo. Es un estereotipo, como lo son los personajes de John Wayne. Son personajes sobre los que pesa toda la trama, porque los guiones dan un poco la risa. El secreto de James Bond no es la historia que se cuenta, no es la intriga, ni el suspense, no es la tensión propia de las películas de espías, porque normalmente todo gira entorno a situaciones imposibles, muy infantiles y fantasiosas, endebles en su argumento, y que se aderezan con artilugios variopintos que las más de las veces invitan a la carcajada, sino al sonrojo por vergüenza ajena. Las pelis la salva Bond, su desfachatez, su elegancia. Por eso gustaba, porque, ¿quién no anhelaba ser James y vivir como Bond? Nadie viste un smoking como él, ni pide un Martini con ese aplomo, y nadie reparte leña de esa forma y sin despeinarse. Ahora, ¿de qué iba la peli? Ni idea, acaban siendo todas iguales y además eso resulta lo de menos.
Pero desde que Connery dijo que hasta aquí llegamos, han irrumpido unos lumbreras que se han empeñado en hacer humano a Bond, cuando la clave de su éxito era justamente que no lo era, que era un arquetipo.  Ahora Bond es un tipo con conciencia y memoria, que le duelen los golpes, que tiene dudas y se comporta moralmente de forma cuestionable. A ver, que Bond es un canalla al servicio de su Majestad, pero es nuestro canalla, está incuestionablemente en el bando de los buenos. Pero se empeñan en que Bond sea un tipo triste y atormentado, lleno de moratones y haciendo cosas raras por el mundo. Si a eso le sumamos que ahora resulta que tratan de que los guiones tengan un porqué que los haga creíbles, el resultado es aburrido y predecible. A mí no me gusta un Bond existencialista, que parece que lee a Unamuno por la mañana y a Schopenhauer por la noche. Este tipo, Craig, que estará muy bueno, tiene más corte de macarra venido a más que de gentleman “old rule”. Si es que es un triste…. Hasta sus ligues son ya imposibles… por favor ¿quién se trajina a una viuda el mismo día y en el mismo sitio donde entierra apenada y desconsolada a su esposo? Además de ser increíble, es cutre. A mí me gusta el Bond canalla y lleno de flema inglesa, que sabe muy bien para qué bando trabaja. Ya ven, soy así de simple (o quizá nostálgico).
Así las cosas, no me extraña que esa saga que parece dar comienzo de los Kingsmen le coma la tostada a Bond (qué gran acierto poner al gran Colin Firth ahí). En estas dos películas se recupera esa imagen de espía lleno de glamour, inexorable e infalible. Ahí están los Kingsmen con su paraguas y vistiendo un traje como nadie. La trama es lo de menos, porque tampoco tienes pies ni cabeza; lo que importa es el personaje, que lo llena todo. Bond ha muerto, qué viva los Kingsman.

(publicado en EL COMERCIO, el 25 de febrero de 2018)

lunes, 12 de febrero de 2018

SÉ FELIZ


La felicidad es una actitud, no es un estado. Una actitud ante la vida y sus puñetas. La vida ni es buena ni es mala, ni se tuerce, ni se endereza, simplemente es vida, una sucesión de tiempos y acontecimientos, de azares y casualidades. Me he puesto un poco estoico (¿o epicúrico? Qué se yo…). Pero es que leyendo el otro día una entrevista del filósofo coreano afincado en Alemania de nombre impronunciable me llamó la atención poderosamente su afirmación de que vivimos una época de auto-sobreexplotación. Es curioso, todos los grandes relatos religiosos y filosóficos siempre han tratado de liberarnos en esta o en la otra vida de aquello que en su narración constituía la razón del sojuzgamiento de nuestro espíritu y nuestro cuerpo. Todos estos relatos parten siempre de una enorme falacia: que somos seres libres. La libertad es un artefacto intelectual que ha constituido junto con la igualdad el gran motor de la evolución humana. En realidad, ambos son una mera ficción, ni somos libres ni somos iguales, y nunca seremos libres ni seremos iguales. Antes eran otros los que negaban nuestra libertad y nuestra igualdad. Hoy somos nosotros mismos quienes nos esclavizamos y somos incapaces de aceptar la diferencia. Todo lo que nos rodea en la sociedad occidental ya no sólo nos impone nuestra auto-sobreexplotación. Tenemos que ser bellos, productivos, intachables, sanos, ecológicos, comprometidos, sensibles, concienciados. Debemos ser perfectos novios, amantes, esposos, padres. El resultado es que ya no hay enemigo ni opresor contra el que alzarse, porque hemos conseguido que nosotros seamos nuestro propio tirano. No me extraña que las profesiones del futuro en el primer mundo sean la psicología y la geriatría: todo se llenará de viejos congrandes trastornos emocionales.
Estoy harto de estos psico-pedagogos que se empeñan en culpabilizarnos porque no somos los padres perfectos: los esclavos de nuestros hijos. Harto de los profetas de lo sano (estoy por ponerme a fumar puros), de los ascetas de la falsa sobriedad, harto de lo políticamente correcto, de que hayamos pervertido las relaciones humanas hasta el punto de que todas se pueden reconducir a un acoso. Miren, no hay cosa que más daño ha ocasionado en nuestras sociedades que la filosofía de la felicidad bobalicona y crédula que nos tratan de transmitir. Mensajes como que uno puede lograr todo lo que pretende con tan sólo proponérselo firmemente, que la felicidad está ahí para agarrarla, que la vida puede convertirse en una sucesión de hechos maravillosos y asombrosos, que tan sólo se trata de ver las cosas de otra forma. Y ya ni les cuento el peligro que tiene la vulgarización de la neurolingüística, de la que ha concluido qué si nos pasamos el día repitiéndonos que somos altos, guapos y ricos, acabaremos siéndolo. Menuda majadería. Estamos rodeados de chamanes y cuentistas de la felicidad naif. Y eso solo conduce a nuestra sobreexplotación y necesariamente a la tristeza, porque llegará ese día en el que comprobaremos que ni somos altos, ni guapos ni mucho menos ricos, y no sabremos manejar el azar del día a día. Y ese día, los demonios se desatarán, y esto acabará mal.


(Publicado en El Comercio, 11 de febrero de 2018)

viernes, 2 de febrero de 2018

BUEN VIAJE AMIGO

Buen viaje amigo. Ya sé que tú y yo no compartimos nuestro tiempo como lo hicimos con otros compañeros. Circunstancias de la vida y querencias normales. A ti te gustaba más frecuentar la amistad de nuestro querido compañero y amigo Juan Luis Requejo. Os unían visiones y aficiones comunes, y, yo en definitiva, no dejaba de ser un antiguo alumno tuyo de primero de Derecho, y ni siquiera me atrevo a decir que casi el último discípulo de Ignacio de Otto. No obstante, nunca me faltó tu aprecio y reconocimiento. Yo admiraba tu saber enciclopédico, tu sentido de la buena vida, tu pasión por tu trabajo. Eras un universitario de raza, de los que no quedan ya. Ahora estamos rodeados de gente con la que ya no nos entendemos porque son universitarios de otra forma. No sé si mejores o peores; pero sí distintos. Yo no comparto su forma de vivir la universidad y creo que tú tampoco lo harías. Ambos crecimos en una forma de entender este trabajo como una vocación casi religiosa. Más tú que yo, que a mí siempre me gustó zascandilear y caciplar en otros lares. Fíjate que con el tiempo, me he hecho más creyente en la fé de la Universidad con mayúsculas, en que lo que hacemos sí tiene sentido, y que para hacerlo bien hay que sumirse en la soledad del pensamiento. Tú hacía tiempo que lo habías descubierto y yo no supe entenderte.
Te voy a echar de menos Corros, porque contigo me he reído mucho. Me encantaba esa fina ironía, privilegio de los más inteligentes; la forma en la que habías hecho de tu vida la expresión cotidiana de la máxima orteguiana: la elegancia en la palabra es la expresión de nuestro respeto a los lectores. En eso, y en otras muchas cosas, eras un maestro. Leerte y escucharte siempre era un inmenso placer. Creo que te encantaría saber que si hay una palabra que te define es justo eso, elegante. La elegancia es una actitud vital que se alimenta del equilibrio, de la proporción en el pensar, en el decir y el hacer. Y esa elegancia se transmitía a tu apariencia. Cada día me recordabas más a Walter Benjamin. Qué curiosa transición iconográfica, de Trotsky (¡porque vaya si te dabas un aire a él!) a Benjamín. Pero también qué terrible señal del fin que te aguardaba y que nada hacía presagiar hace unos años. Al final, la vida se encanalló contigo sin motivo ni razón. Me gustaría ser creyente para poder refugiar mi tristeza en la oración. Sé también que este artículo no habla de ti, ni cuenta lo gran Historiador del Constitucionalismo que has sido, que Ignacio de Otto y Francisco Tomás y Valiente estarían orgullosos de tu labor, de la herencia tan grande y fértil que has dejado en tus discípulos, Ignacio Fernández Sarasola y Antonio Franco, de que tú, y sólo tú, has fundado una línea de trabajo, la Historia Constitucional, que nos faltaba en España, que dejaste escritas obras de referencia indiscutible, y que eres, sin duda, un maestro de juristas. Pero es que sólo me salen palabras llenas de silencio y ausencia. Te echaremos de menos, Corros.

Vete tranquilo, ten buen viaje, porque no has muerto, porque la muerte es olvido y nosotros no te olvidamos. Sigues a nuestro lado recordándonos que el constitucionalista no dejar de ser un historiador.   

(Publicado en El Comercio, 1 de febrero de 2018)