La verdad es que no soy yo muy
aficionado a la saga de Bond. A mi tanta testosterona, adrenalina y
vodka-martini me aburre un poco. Yo soy más de las películas de espías con un
toque sórdido, con la violencia justa y justificada, con tramas sombrías de
traiciones, dobles agentes y sonoros fracasos, donde no hay glamour, sino
miseria humana a raudales. Me encantan las pelis al estilo “El topo”.
No obstante, me he reconciliado
con Bond viendo sus largos clásicos, esa extraña joya protagonizada por Niven,
o la posterior de Lazenby. Luego llegó el gran Connery y le dio al personaje
ese perfil canalla que ha hecho que esta saga de películas de espías llenas de
artilugios, explosiones y sábanas les encante a las mujeres (sí… ya lo sé, esto
es micromachismo…). El Bond clásico, el que creó Ian Fleming, es una mezcla de
gentleman inglés y de “malote”, como diría mi hija. No cabe duda de que a Niven
lo de malote no le iba, y parece que Lazenby no cuajó, y finalmente llegó
Connery. Pero Connery lo clavó. Bond es un personaje que no tiene dobleces ni
aristas. Por eso gusta. Es directo. Es un estereotipo, como lo son los
personajes de John Wayne. Son personajes sobre los que pesa toda la trama,
porque los guiones dan un poco la risa. El secreto de James Bond no es la
historia que se cuenta, no es la intriga, ni el suspense, no es la tensión
propia de las películas de espías, porque normalmente todo gira entorno a
situaciones imposibles, muy infantiles y fantasiosas, endebles en su argumento,
y que se aderezan con artilugios variopintos que las más de las veces invitan a
la carcajada, sino al sonrojo por vergüenza ajena. Las pelis la salva Bond, su
desfachatez, su elegancia. Por eso gustaba, porque, ¿quién no anhelaba ser
James y vivir como Bond? Nadie viste un smoking como él, ni pide un Martini con
ese aplomo, y nadie reparte leña de esa forma y sin despeinarse. Ahora, ¿de qué
iba la peli? Ni idea, acaban siendo todas iguales y además eso resulta lo de
menos.
Pero desde que Connery dijo que
hasta aquí llegamos, han irrumpido unos lumbreras que se han empeñado en hacer
humano a Bond, cuando la clave de su éxito era justamente que no lo era, que
era un arquetipo. Ahora Bond es un tipo
con conciencia y memoria, que le duelen los golpes, que tiene dudas y se
comporta moralmente de forma cuestionable. A ver, que Bond es un canalla al
servicio de su Majestad, pero es nuestro canalla, está incuestionablemente en
el bando de los buenos. Pero se empeñan en que Bond sea un tipo triste y
atormentado, lleno de moratones y haciendo cosas raras por el mundo. Si a eso
le sumamos que ahora resulta que tratan de que los guiones tengan un porqué que
los haga creíbles, el resultado es aburrido y predecible. A mí no me gusta un
Bond existencialista, que parece que lee a Unamuno por la mañana y a
Schopenhauer por la noche. Este tipo, Craig, que estará muy bueno, tiene más
corte de macarra venido a más que de gentleman “old rule”. Si es que es un
triste…. Hasta sus ligues son ya imposibles… por favor ¿quién se trajina a una
viuda el mismo día y en el mismo sitio donde entierra apenada y desconsolada a
su esposo? Además de ser increíble, es cutre. A mí me gusta el Bond canalla y
lleno de flema inglesa, que sabe muy bien para qué bando trabaja. Ya ven, soy
así de simple (o quizá nostálgico).
Así las cosas, no me extraña que
esa saga que parece dar comienzo de los Kingsmen le coma la tostada a Bond (qué
gran acierto poner al gran Colin Firth ahí). En estas dos películas se recupera
esa imagen de espía lleno de glamour, inexorable e infalible. Ahí están los
Kingsmen con su paraguas y vistiendo un traje como nadie. La trama es lo de
menos, porque tampoco tienes pies ni cabeza; lo que importa es el personaje,
que lo llena todo. Bond ha muerto, qué viva los Kingsman.
(publicado en EL COMERCIO, el 25 de febrero de 2018)