lunes, 30 de octubre de 2017

Y AL FINAL, LLEGO LA INDEPENDENCIA

Ya no sé qué decir, ni qué sentir, ni qué pensar. Finalmente se ha consumado la rebelión y el Parlament ha declarado la independencia de Cataluña. Sería fácil buscar culpables, asignar responsabilidades y enredarnos en debates y soliloquios fútiles. Pero nada de esto ahora tiene sentido y sirve para arreglar este disparate. Qué importa que yo les diga que esa declaración es un brindis al sol porque jurídicamente no tiene ningún valor. Esa ficción que esconde la declaración de independencia, no es menos ficción que la de creer que la Constitución sigue vigente en Cataluña. La ficción que en el tiempo resultará exitosa será aquella que logre llevarse a la práctica. Por eso es absolutamente urgente y perentorio que la aplicación del artículo 155 sea inmediata, contundente y sin resquicios. Una ficción se impone a otra en la medida en que la realidad la confirma. En este momento la urgencia es que la realidad confirme que la Constitución sigue vigente en Cataluña.
70 parlamentarios catalanes han perpetrado un golpe de Estado, han decidido separarse de España y han cometido un presunto delito, al menos de sedición, si no de rebelión. No es el momento de tibiezas y eufemismos, sino de llamar a las cosas por su nombre. Dejemos ahora que sean los órganos judiciales los que actúen, procedan a la imputación de los delitos que correspondan a quien corresponda. Es el momento de la Constitución y del Estado de Derecho. Una Constitución, por cierto, que permite secesiones territoriales. Pero siempre respetando los procedimientos que la propia Constitución establece, y que lo hace de manera que los cambios profundos y radicales sean posibles, siempre que se respeten las reglas de juego que tratan de buscar un equilibrio entre la realidad y los deseos, entre los que quieren cambiar el mundo y los que no quieren que le cambien su mundo. ¡Qué importante es saber perder en la vida! Aceptar que uno no tiene razón o que los demás no nos la den. Las separatistas no han sabido perder, y su derrota la han convertido en una rebelión donde unos activistas, agresivos y ciegos de rencor, han secuestrado la calle y han callado la voz de unos catalanes que no comulgan con su rueda de molino. La tardanza del Gobierno en activar el artículo 155 ha permitido que el separatismo haya empleado las instituciones políticas democráticas para disfrazar su sedición con la aparente formalidad institucional de un poder público que sólo es el fiel servidor de la voluntad de un supuesto pueblo catalán. La palabra lo aguanta todo.
Ahora llega el día después. El artículo 155 está activado y urge que el Gobierno de la Nación empiece cuanto antes a actuar porque no puede permitirse que el separatismo lleve la iniciativa como hasta este momento. Pero llevar a la práctica las medidas del artículo 155 no será tarea fácil. Destituir al Gobierno catalán o a la Mesa del Parlamento no será un coser y cantar. Ni estos señores se irán a casa voluntariamente, ni los activistas (y vaya usted a saber qué harán los Mossos) permitirán su casi probable e inevitable detención. Nadie tiene garantías de que los empleados públicos de la Administración autonómico catalana se sometan a las órdenes e instrucciones que les impartan las autoridades que designe el Gobierno de la Nación para sustituir a los depuestos. Ese será el stress test del 155. Y tampoco veo claro que la normalización de la situación en Cataluña vaya a ser simple y fácil porque el separatismo se va a lanzar a la calle y de forma muy agresiva. El Gobierno de la Nación llega tarde. Ya sé que es fácil rogarlo desde Asturias, pero es absolutamente vital que la Cataluña silenciada también se movilice y exprese su voluntad de no irse. Debe tratar de ganar el escenario al separatismo.

Sin embargo, aunque el artículo 155 resulte exitoso, no va a sanar la fisura social y política que este proceso ha provocado. Además, y aunque lo democráticamente deseable es que los catalanes se pronuncien en unas elecciones autonómicas inevitablemente plebiscitarias, ¿qué va a suceder si el separatismo gana esas elecciones; aunque sea por la mínima? No podemos quedarnos sólo con la activación del 155, hay que dialogar, dialogar y dialogar. No hay otra. Pero antes, volvamos a la Constitución.

(publicado en La Nueva España el 29 de octubre de 2017)

lunes, 23 de octubre de 2017

REFORMAR LA CONSTITUCIÓN. AHORA SÍ

Pues sí, ahora sí que no queda otra. Cuando ustedes lean esto probablemente el Gobierno de la Nación habrá activado el mecanismo del artículo 155 CE y estará pendiente de que el Senado autorice la intervención de Cataluña. Que esto pueda suceder ha pasado, según se sabe, por un pacto entre el PP y el PSOE en el que éste apoyaría esa medida a cambio de que aquél active el proceso de reforma Constitucional. Ninguna de las dos cosas será tarea fácil.
Los que nos dedicamos al Derecho Constitucional siempre nos hemos preguntado sobre el momento en el que una constitución debe ser reformada. La respuesta siempre es política. Pero hay signos que ponen de manifiesto la fatiga de la constitución y la necesidad de que ésta se reforme. Esa fatiga no siempre (casi nunca) obedece a razones técnicas. No se suele afrontar un cambio constitucional, con el coste institucional y político que conlleva ese proceso, simplemente porque algunos preceptos o secciones de la constitución ya no funcionan. Yo les podría hacer una larga lista de aspectos de la constitución española que habría que pulir o simplemente cambiar porque el tiempo ha demostrado que no fueron una buena idea o ya no cumplen ninguna función o la que tenían prevista. Y, sin embargo, he dicho en muchas ocasiones que creía que no era necesario cambiar la Constitución española porque ninguno de esos cambios o ajustes iban a tener un impacto en la vida cotidiana de la gente, y si no era así, el esfuerzo y la tensión no valían la pena. Las constituciones no son sólo cosa de los constitucionalistas, ni están al servicio de sus especulaciones. Es verdad que las constituciones no están pensadas para estar presentes constantemente en la vida cotidiana. Las constituciones valen si sirven para ordenar la vida política y ciudadana de una comunidad y para dar respuesta a sus cuestiones capitales. Para ello se necesita, entre otras cosas, que en efecto cumplan esa misión de dejar resueltas ciertos aspectos esenciales para la convivencia de una comunidad política formada por individuos libres e iguales, y que, además, lo que callan sirva para dejar un espacio al debate y la elección política donde los ciudadanos veamos reflejadas sucesivamente nuestras cambiantes expectativas generacionales. Si las decisiones tomadas por la constitución son puestas en cuestión mayoritariamente y sus silencios no son fuente de soluciones, sino de conflictos, ha llegado el momento de cambiar esa constitución.
Una constitución para estar sana necesita que los ciudadanos se sientan afectos a ella, que la consideren pieza esencial de la convivencia pacífica, que dé respuesta cabal a sus expectativas, e incluso cuando se discrepa de ella, se perciba como la norma que garantiza y salvaguarda la discrepancia. Si eso no ocurre, lo que suele ser normal transcurrido un tiempo porque las sucesivas generaciones se van desligando y distanciando vital e ideológicamente de ella, y sobre todo donde los tribunales constitucionales no han asumido el papel (discutible en muchos casos, véase el ejemplo norteamericano) de actualizadores del texto constitucional, haciéndolo vivo y atento a los afanes de cada momento (mecanismo cuya bondad divide a los especialistas entre originalistas e interpretativistas -perdón por los neologismos-), la constitución entra en crisis.

Creo que España ha llegado a ese punto. No porque considere que una reforma constitucional, que será un proceso tortuoso y frustrante, sea la solución al problema catalán. En esto la reforma, como tantas otras cosas, llega tarde. Se trata más bien de que los españoles tenemos que recuperar nuestra confianza en la Constitución y volver a sentirla como la norma fundante de nuestra comunidad política. Lo que haya que reformar, lo dejamos para otro día.

PUBLICADO EN EL COMERCIO EL 22 DE OCTUBRE DE 2017

DE ERROR EN ERROR

Si se hubiese empeñado en hacerlo peor, no lo hubiese conseguido. Este Gobierno de España es una calamidad. Ha conseguido poner a este país en el peor de los escenarios políticos posibles. Y casi lo peor no es ya el reto separatista, que lo es y mucho. No. Lo peor es que le han dado a los pardos los mejores argumentos para seguir con la socava del Estado. No se pudo gestionar peor la crisis catalana. Hasta el punto que ha tenido que salir el Jefe del Estado a hacer lo que debía haber hecho el Jefe del Gobierno, defender la Constitución. Porque de eso se trata, aunque parece que ni el PSOE ni IU se han enterado. Aquí no se trata de defender al Ejecutivo nacional, ni de acallar la voz de los catalanes (¿cuáles? Digo yo, porque parece que hay unos catalanes que quieren justo que les defiendan de los separatistas). Aquí se trata, ni más ni menos, de defender las reglas básicas de este juego, que es el de todos; y eso no pasa por dar un golpe de Estado contra el orden Constitucional democrático de España.
Corre por la red el video del mensaje televisado de JFK a resultas de la negativa de un Gobernador a acatar la sentencia de la Corte Suprema de los EEUU que declaró contrario a la Constitución el segregacionismo racial. Su mensaje es clarísimo. Es el mensaje que tratamos de trasladar los profesores de Derecho serios y rigurosos: sin ley, no es que no haya orden, es que no habrá ni paz ni libertad. Como dice JFK en ese mensaje, los ciudadanos somos libres para discrepar de las normas, pero no para desobedecerlas. Porque si lo hacemos, simplemente, es la guerra de todos contra todos. Recuerdo la imagen de una vecina de una ciudad catalana que le decía a uno de esos concejales de camiseta y sin duchar que, si él se negaba a cumplir con una sentencia judicial porque era “injusta y antidemocrática”, ¿ella podía negarse a pagar las multas de aparcamiento o el IBI porque los consideraba “injustos y antidemocráticos” y, además, no los había “votado”? Contéstense ustedes mismos.
No toca usar el lío catalán para atacar al Gobierno. A pesar de que se lo merece. Ha puesto a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado a comerse un marrón. Me gustaría saber qué brillante estratega se le ocurrió montar los operativa a las 9 de la mañana. Seguro que dirá que fue cuando llamaron los Mossos. Menuda excusa. Tampoco era necesario desalojar los lugares. Bastaba con ir allí, advertir a quienes hubiesen cedido los espacios o participasen en las pseudo-mesas que si persistían en su empeño estaban cometiendo un delito, al menos de desobediencia por no decir de sedición. Y de forma coordinada con sus señorías, una vez incumplida la orden policial amparada en el pertinente mandato judicial, proceder a notificarles allí mismo su imputación penal y, dado el caso, dictar las órdenes de detención oportunas. Lo otro fue ridículo y le dio al separatismo sedicioso la imagen y los mártires que ellos deseaban. Mejor no hablar de la prensa internacional y del debate en el Parlamento europeo. Por primera vez me he sentido euroescéptico.
Mientras, el Gobierno en shock, y la oposición de izquierdas haciendo honor a su historia remota, desleal y oportunista. Desleal a la Constitución, que es lo que hay que defender ahora sin miramientos. No hay espacio para la tibieza. No podemos confundir a unos con los otros. Tenemos que tener claras las líneas rojas y de qué lado estamos. Y oportunista, porque sólo piensan en debilitar al Gobierno en un cálculo electoral vergonzante. Pero claro, “no es no”. Yo siempre me he tenido por un socialdemócrata, pero no de “éstos”. Todo es expresión del fracaso de una generación de españoles que nunca han sabido administrar una Democracia. Una generación perdida en sus propios demonios, familiares y personales, que no han sabido mirar más allá de sus complejos morales. El problema es que serán mis hijas las que sufran su fracaso.


 PUBLICADO EN EL COMERCIO EL 8 DE OCTUBRE DE 2017

lunes, 2 de octubre de 2017

¿CÓMO ENFRENTARSE AL SEPARATISTA?

Sí, sí, digo enfrentar, porque esto ya es un enfrentamiento. Hay una sutil línea roja que, una vez atravesada, ya no admite equidistancias, ya no es posible atemperar y tratar de encontrar un punto medio entre los que se quieren ir, lo que se quieren quedar y los que no entendemos nada de lo que está pasando. Hoy en Cataluña ya no es posible ser equidistantes y hay que tener claro quién está fuera de la ley y quién dentro. Y esa línea roja es la Constitución española. Claro que, si también cuestionamos esto y afirmamos sin solución de continuidad que por encima de la ley está la voluntad de la gente… pues la hemos liado, porque, digo yo, ¿quién es esa gente? ¿Y qué pasa con los que no son gente? ¿Y por qué lo que dice una gente vale más que lo que dice otra gente? La Constitución y la ley están justo para resolver estos dilemas, no el “derecho a decidir”.
Pero hoy no quiero hablarles de esto, que ya lo he hecho otras veces. No, hoy, y muy a mi pesar, me pongo en modo constitucionalista y trataré de describirles el panorama. El Tribunal Constitucional ha dicho de forma reiterada e indubitada que no existe un pueblo catalán soberano, que no existe un derecho a decidir o a la autodeterminación, que una comunidad autónoma no puede convocar un referéndum o consulta porque no tiene competencias para ello, y que, si bien se puede discutir sobre la secesión de España, la única manera de llevarla a cabo es a través de una reforma constitucional, por lo que cualquier otra forma de poner en práctica el debate sobre separarse que no sea reformar la Constitución es contario a ella y por tanto nulo e ilegal. Fíjense que el Tribunal nunca ha dicho que no puedan separarse, sino que no pueden hacerlo como los separatistas pretenden, a la brava y sin contar con los demás.
Dicho esto, y una vez que el Parlament catalán ha declarado materialmente la independencia de la “república catalana”, con gran tropelía de los derechos y reglas parlamentarias civilizadas, ¿qué puede o debe hacer el Gobierno? En primer lugar, el Tribunal Constitucional podría acordar ya en ejecución de sus resoluciones la destitución temporal de la Mesa del Parlament y del Gobern catalanes y deducir testimonio a fiscalía para que les impute un delito de desobediencia, por lo menos. Al Gobierno de España no le queda más remedio que acudir al manido artículo 155 de la Constitución. Éste podría ser el primer paso: suspender en sus funciones temporalmente a las autoridades y altos funcionarios de la Generalitat sustituyéndolos por personas designadas por el Gobierno de España, deteniendo e imputando penalmente a quien se resista física y activamente. A mi juicio, al igual que el poder de ejecución del Tribunal, estas medidas podrían alcanzar al Parlament y proceder a su disolución, convocando nuevas elecciones en Cataluña. El Gobierno debería presentar ante el Senado, que debe aprobarlo, tanto la propuesta de intervención en Cataluña (que en realidad no es de suspensión de su autonomía, si no de quienes la gestionan) como el plan de medidas a adoptar. Si la cosa va a mayores, y se producen graves altercados (que el Gobern o el Parlament se encierren, tumultos callejeros, violencia física…), entonces el Gobierno de la Nación quizá deba declarar un estado de excepción e incluso de sitio al amparo del artículo 116 de la Constitución y la Ley Orgánica 4/1981 que lo desarrolla. Aquí el asunto toma otro cariz, más grave y severo, y requiere el acuerdo del Congreso de los Diputados. La Ley de Seguridad Nacional únicamente aporta el marco jurídico-institucional en el que debe desarrollarse la actuación del Gobierno de la Nación en el caso de que acuda a una de las dos opciones, que pueden ser alternativas o declararse sucesivamente una tras otra.

Hasta aquí la teoría constitucional. Pero me resisto a creer que no haya un plan b político, que entre unos y otros hayamos dejado que las cosas lleguen a este dramático punto.

(publicado en El Comercio el 24 de septiembre)

¡QUE SE VAYAN Y NOS DEJEN EN PAZ!

Así como lo oyen. Esto ya no tiene remedio. Los catalanes ni se llevan, ni se conllevan, como decía Ortega. Ese conjunto difuso de gente haría las delicias de Jung, porque están para un estudio de psiquiatría social. Esta gente tiene algún problema emocional. No comprendo esa especie de necesidad permanente de ir por ahí reivindicándose a todas horas, siempre acomplejados, siempre quejándose, siempre exigiendo un trato diferenciado. Alguien tendría que recordarles su historia fenicia, su vocación oportunista y arribista; y hoy, que tanta paliza dan con el franquismo y la dictadura españolista, no estaría de más recordarles también que muy leales nunca fueron y que bien que arrimaron su sardina al ascua franquista. Hay imágenes tremendas de este desquicie. La de la parlamentaria añeja y furibunda arrancando banderas españolas de los escaños vacíos de la oposición (puro guerracivilismo); o la Forcadell, una pequeña burguesa antisistema que le ajusta cuentas a la “dictadura española”. Y la más grave, eminentes constitucionalistas -schmittianos, parece ser- que están en el cerebro del independentismo manipulando el Derecho Constitucional para justificar una revolución.
Porque es lo que está ocurriendo en Cataluña. Un levantamiento, no sé si popular o populista, con dos momentos claros. El primero es la crisis de la consulta de 2009, que es el precipitado de una gente que ya no se aguanta a sí misma, de una sociedad corrompida políticamente, que nos echa la culpa a los demás de su ruina. Pero en ese momento, el Gobierno de España, que ha demostrado una ineptitud y una irresponsabilidad dignas de mejor causa, tenía que haberse puesto a negociar y a buscar una salida política al chantaje permanente sobre el que siempre se ha construido la política catalana. Pero no; quiso maquiavelar, y todo se les ha ido de las manos, permitiendo que los pardos del populismo antisistema hiciesen justo lo que los manuales del revolucionario aconsejan: entrar en las instituciones para asesínalas desde dentro. En esta primera fase el Gobierno tenía que haber hecho caso al sutil mensaje del TC en su sentencia sobre la consulta del 2009, cuando decía que, a pesar de que nuestra Constitución no reconocía un sedicente derecho a decidir o a la autodeterminación, sí regula cauces para que los ciudadanos puedan ser oídos. Ese día los arriolas debían estar de tuerka. Nada de eso se hizo, y aquí estamos ahora. Sordos a la negociación, se entra en esta segunda fase en la que sólo es posible acudir a los jueces y a la Guardia Civil para asegurar el cumplimiento de las leyes. Vale que uno se quiera divorciar, pero lo que no vale es que pretenda hacerlo como le convenga y no con arreglo al Código Civil. Bueno, pues eso es justamente lo que quieren: divorciarse, pero con sus normas, no con las de todos. Y este Gobierno políticamente calamitoso, siguiendo una máxima imperecedera de este país, pudiendo hacerlo mal para qué hacerlo bien, sigue su senda de dislates. Porque, si no, no se explica que este desastre de Gobierno no haya acudido aún al artículo 155 de la Constitución.

En este punto, no hay otra que el divorcio. Que se vayan de una vez, que nos dejen en paz. Y no me digan que la mayoría no quiere irse. Esa “mayoría” silenciosa ha sido cómplice cómoda del proceso, y ahora les toca bregar a ellos con sus demonios. Pero ya en una república catalana independiente. Eso sí, después de arreglar las cuentas con España, no vaya a ser que se deba algo.

(PUBLICADO EN LA NUEVA ESPAÑA, 2 DE OCTUBRE DE 2017)